HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL

Descargar homilia

HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL

Getafe, 30 de marzo de 2024

Cantemos el ¡Aleluya!, queridos hermanos, porque verdaderamente ha resucitado el Señor. Debemos “dar gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.

  Exulte el Cielo y goce la tierra, alégrese nuestra madre la Iglesia.

  Sí, la Iglesia se alegra y se viste de fiesta porque su Esposo, y Señor, la llena de gracia y hermosura. Ella sale a las calles y a las plazas a anunciar a todos su gozo y alegría, que su luto se ha convertido en fiesta y su opresión en libertad. Anuncia la Iglesia la resurrección del Señor, porque ella vive para esto, solo para esto, para anunciar que el Crucificado ha resucitado. ¡Cómo se puede callar gozo tan inmenso que desborda el corazón! ¡Cómo no anunciar que la herencia del hombre no es ya la muerte sino la vida!

  En una preciosa homilía del siglo II, se presenta a Cristo, el nuevo Adán, que sale a buscar al primer Adán, quiere encontrarlo como el pastor quiere encontrar a la oveja que estaba perdida. Es el Adán eterno que sale a visitar a los que viven en las tinieblas y en las sombras de la muerte, porque quiere iluminar las oscuridades que los confunden y los precipitan al abismo de la muerte. “Yo soy tu Dios”, le dice. “Levántate, salgamos de aquí. El enemigo te sacó del paraíso; yo te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celeste. Te prohibí que comieras del árbol de la vida, que no era sino imagen del verdadero árbol; yo soy el verdadero árbol, yo, que soy la vida y que estoy unido a ti. (...) El trono de los querubines está preparado, los portadores atentos y preparados, el tálamo construido, los alimentos prestos, se han embellecido los eternos tabernáculos y moradas, han sido abiertos los tesoros de todos los bienes, y el reino de los cielos está preparado desde toda la eternidad”.

  Sí, hermanos, esta noche, Cristo sale al encuentro de cada hombre que vive en las tinieblas del pecado para mostrarle el gozo de la salvación. Sale a nuestro encuentro, a tu encuentro, para decirte: Yo soy tu Dios; estaba muerto, pero ya ves, ahora vivo, y vivo para ti, para llevarte al reino que he preparado para ti, al reino donde ya no hay luto, ni llanto, ni dolor, sino paz y alegría eternas.

  Esta noche santa es ya el amanecer de un nuevo día, es el amanecer de aquel día que no conoce el ocaso, es el amanecer en el que aquellas mujeres que no se habían dejado robar la esperanza fueron a embalsamar el cuerpo del Señor; es verdad que tenían temor, no sabían quién les movería la pesada piedra del sepulcro, pero su amor era más grande que el temor. Preciosa lección, el amor es siempre más grande que el temor, cuando amo y amo de verdad no temo, ellas nos muestran que el amor es más fuerte que la muerte. “Esto es lo que realiza la Pascua del Señor –decía el Papa en la vigilia pascual del pasado año- nos impulsa a ir hacia adelante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el futuro con confianza, porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia” (Francisco. Homilía de la vigilia pascual, 2023).

  La tumba vacía es señal de que Cristo no mora ya entre los muertos. Cristo vive, ha resucitado, como les dice el ángel a las mujeres: “No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí”.

  De la misma Noticia nace el envío, la misión. Aquellas mujeres son enviadas a anunciar el Evangelio a “los discípulos y a Pedro”. La resurrección del Señor no es para guardarla sino para anunciarla a todos, para que todos puedan gozar de esta nueva vida que hemos recibido. Es precisamente este anuncio el que regenera y revitaliza a la Iglesia cada día, el que a lo largo de estos dos milenios ha resonado en el mundo y, sobre todo, en el corazón de tantos hombres y mujeres. Nosotros, queridos hermanos, estamos esta noche aquí por el testimonio que hemos recibido de otros que creyeron en Jesús ante de nosotros.

  Por eso, la pregunta que siempre nos hacemos, ¿cómo puedo yo participar en la resurrección de Cristo? La respuesta es siempre la misma: por el Bautismo. Por el Bautismo somos incorporados a Cristo, participamos en su muerte y somos incorporados así a su nueva vida. El bautismo nos muestra la actualidad de la salvación. Dios sigue llamando y consagrando hoy a muchos nuevos hijos de Dios por el Bautismo. “En el Bautismo el Señor entra en nuestra vida por la puerta de nuestro corazón. Nosotros no estamos ya uno junto a otro o uno contra otro. Él atraviesa todas estas puertas. Esta es la realidad del Bautismo: Él, el Resucitado, viene, viene a nosotros y une su vida a la nuestra, introduciéndonos en el fuego vivo de su amor. Formamos una unidad; sí, somos uno con Él y de este modo somos uno entre vosotros” (Benedicto XVI. Homilía de la vigilia pascual, 2008).

    Queridos catecúmenos, ahora vais a ser bautizados, vais a recibir la novedad del Bautismo; sí, en vosotros, todos los bautizados recordamos, y viene bien hacerlo, que el Bautismo es una novedad porque es una nueva vida: nuestra vida pertenece a Cristo, ya no nos pertenece a nosotros mismos. El Bautismo os recuerda, y nos recuerda, una verdad fundamental: la vida no es una posesión, sino un don. La consecuencia de entender la vida como dominio de uno mismo es la soledad, soledad que se hace más dura en el momento del sufrimiento y de la muerte; sin embargo, cuando la vida es un don que he recibido, sé que nunca estoy solo, tampoco en el sufrimiento y en la muerte. Nacemos de a la paternidad de Dios, y lo hacemos en el seno de la Iglesia madre. No estáis aquí esta noche por casualidad, habíais sido elegidos antes de la creación del mundo, y ahora se manifiesta en vuestra vida la gloria de Dios. La Iglesia os recibe con alegría, entrad pues a formar parte de nuestra familia, la de los hijos de Dios.

    Queridos hermanos de la tercera comunidad neocatecumenal de San José Obrero de Móstoles, esta iglesia madre de la Diócesis os acoge y os abraza. Durante estos años ha intentado acompañar vuestro camino de renovación bautismal; seguro que no siempre lo hemos hecho bien, pero hemos estado ahí. En primer lugar, los obispos que os hemos querido acompañar con amor de padre y hermano; también vuestros catequistas y los presbíteros que os han servido. El camino tiene dificultades, lo tuvo el de nuestro Señor, y el siervo no es más que su amo. Os invito ahora a mirar adelante, a seguir caminando, porque el camino no se acaba hasta llegar al Cielo. Renovar con vuestra vida a la Iglesia y mostrar a todos los hombres la hermosura de su rostro. Permanecer siempre unidos a la Iglesia y a sus pastores, porque esta será la garantía de vuestra perseverancia. Vivid la alegría del Evangelio y llevarla a los demás; y no os canséis nunca de seguir trabajando por la extensión del Reino; que vuestras pobrezas no sean nunca una excusa ni una condición para dejar de anunciar el amor de Dios y el perdón de los pecados.

    Es hermoso escuchar que el Señor va por delante de nosotros. En la tarea del anuncio del Evangelio nunca estamos solos, Él Señor va delante preparando el camino de los discípulos, el camino de la evangelización. Él siempre es el primero que llega, por eso no nos puede faltar la confianza: no podemos tener miedo. ¿Por qué nos da miedo hablar de Dios, anunciar a Jesucristo? Nos puede el temor de ser rechazados, de ser incomprendidos, de ser ridiculizados; nos creemos que no estamos capacitados; pero ¿qué importa si el Señor ya llegó primero? Las mujeres y los discípulos son invitados a ir a Galilea. “Recuerda tu Galilea y camina hacia tu Galilea. Es el “lugar” en el que conociste a Jesús en persona; donde Él para ti dejó de ser un personaje histórico como otros y se convirtió en la persona más importante de tu vida. No es un Dios lejano, sino el Dios cercano, que te conoce mejor que nadie y te ama más que nadie. Hermano, hermana, haz memoria de Galilea, de tu Galilea; de tu llamada, de esa Palabra de Dios que en un preciso momento te habló justamente a ti; de esa experiencia fuerte en el Espíritu; de la alegría inmensa que sentiste al recibir el perdón sacramental en aquella confesión; de ese momento intenso e inolvidable de oración; de esa luz que se encendió dentro de ti y transformó tu vida; de ese encuentro, de esa peregrinación. Cada uno sabe dónde está la propia Galilea, cada uno de nosotros conoce dónde tuvo lugar su resurrección interior, ese momento inicial, fundante, que lo cambió todo. No podemos dejarlo en el pasado, el Resucitado nos invita a volver allí para celebrar la Pascua. Recuerda tu Galilea, haz memoria de ella, reavívala hoy” (Francisco. Homilía de la vigilia pascual, 2023).

  Que María, que fue testigo gozosa de la resurrección de su Hijo, nos a ayude también a nosotros a ser testigos en medio del mundo de la nueva vida del Resucitado.
 
  Amén. ¡Aleluya!

               + Ginés, Obispo de Getafe

Verlo en Youtube.

 

HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Descargar homilia

HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Getafe, 29 de marzo de 2024

Después de escuchar la Palabra de Dios que nos ha introducido de un modo tan realista en el camino de humillación-exaltación del Hijo de Dios, el corazón pide, necesita, acallarse para contemplar una historia al menos desconcertante, una historia en la que el dolor se viste de belleza, y la violencia que hace daño se ve envuelta por la ternura. Contemplar al Siervo, Jesús “desfigurado, pues no parecía hombre, ni tenía aspecto humano”, verlo “sin figura, sin belleza (..) un hombre de dolores”, nos mueve a la identificación con el hombre condenado injustamente, triturado por la violencia siempre sin sentido, llevado al suplicio sin compasión, y muerto sin piedad en una cruz.


En estos momentos nuestra respuesta ante lo que vemos solo puede ser el silencio de la contemplación, un silencio meditativo y compasivo que no busca comprender, sino acoger y abrazar, mucho más cuando sé y experimento que Jesús lo ha hecho por mí. La cruz estaba destinada para mí, y Él me ha sustituido y ha pasado por donde tenía que pasar yo, consecuencia de mis pecados. San Rafael Arnáiz contempla la pasión de Cristo, como nosotros ahora, y escribe. “A Ti te escupieron, te insultaron, te azotaron, te clavaron en un madero, y siendo Dios, perdonabas humilde, callabas, y aun te ofrecías... ¡Qué podré decir yo de tu Pasión!.. Más vale que nada diga y que allá adentro de mi corazón medite en esas cosas que el hombre no puede llegar jamás a comprender”. No tenemos que comprender, tenemos que entrar dentro y descansar agradecidos en la pasión el Señor.
Mirando al Señor escarnecido por el dolor y el sufrimiento y muerto en la cruz también debemos aprender. La pasión y muerte de Cristo es una gran lección para nosotros. ¿Qué nos enseña este libro abierto que es la pasión?


Nos enseña en primer lugar a mirar la realidad del dolor humano, que siempre será misteriosa para nosotros. ¿por qué hemos de sufrir? El sufrimiento nos asusta y lo rechazamos, y siempre buscamos el camino que sea para evitarlo. La historia de la humanidad, lo que llamamos búsqueda del progreso, es en definitiva el intento del hombre de vencer el dolor. Son muchos los rostros que hoy y siempre portan el sufrimiento, hay dolores tremendos que nos dejan sin palabras, para los que no encontramos respuesta; con frecuencia nos justificamos buscando responsables de este dolor; por esta causa, muchos a lo largo de la historia se han apartado y han rechazado a Dios escandalizados por el sufrimiento de los inocentes. El grito desesperado del pensamiento existencialista que, aunque no lo sepan tantos de nuestros contemporáneos, está enraizado en su alma, y grita que Dios no existe, porque mirando al hombre y al mundo no puede existir un Dios que sea a la vez bueno y omnipotente, y han preferido terminar gritando que “Dios ha muerto”, o se han rendido definiendo al hombre como un “ser para la muerte”.


Sin embargo, la Palabra de Dios nos muestra otra imagen del sufrimiento y, sobre todo, un camino para vivirlo. El sufrimiento, consecuencia del mal y del pecado, y tantas veces inevitable, puede tener, y tiene en Cristo, un carácter salvífico. Cristo pasa por el sufrimiento y la muerte para salvarnos. Dice el profeta Isaías que “él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores (..) fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes (..) los pecados de mi pueblo lo hirieron”. Cristo entrega su vida como expiación, es decir, que borró la culpa, la nuestra porque él no tenía ninguna. Por eso termina diciendo la misma profecía del Siervo de Yahvé: “Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos”. El sufrimiento humano puede cargarse de sentido, y de sentido verdadero, cuando tiene un “por”, o un “para”. El drama no es el sufrimiento en sí, sino la falta de horizonte en la hora del sufrimiento. Quizás el sentido de todo sufrimiento se encierra en las palabras referidas al mismo Señor, “sus cicatrices nos curaron”. El sufrimiento siempre será un misterio, pero el horizonte de esperanza alumbrado en la Pascua de Cristo lo ilumina y lo hace redentor.


Otra vertiente del sentido del sufrimiento es entender que el que sufre nunca está solo. La pasión del Señor nos enseña que Él siempre viene con nosotros, que comparte nuestro sufrimiento, porque tenemos un sumo sacerdote capaz de compadecerse de nosotros y de nuestras debilidades porque también él ha sido probado y ha pasado por el sufrimiento (cf. Heb 4,14-16). Hay más sufrimiento en la soledad que en el mismo dolor Basta recordar la reciente y trágica experiencia que vivimos con la pandemia del Covid, en la que fue más dura la soledad que la misma enfermedad o la muerte. Al contemplar al Señor que sufre sentimos una mano que nos toma y nos consuela.


Es verdad que el relato de la pasión no solo muestra dolor, sino también crueldad, es el misterio de la crueldad humana. ¿Por qué actuamos algunas veces con crueldad?, ¿por qué la crueldad del hombre? Hay guerras, hay odio y división en el mundo, hay desigualdades que llevan a muchos habitantes de este planeta a la miseria, y hasta la muerte, ¿por qué? No es fácil la respuesta, ni este es el momento. Sí me atrevo a constatar que el corazón humano cuando se aparta de Dios pierde su norte, pierde el sentido también de su destino, se hace insensible ante la realidad humana, ante el otro. Algún pensador ha hablado del “drama del humanismo ateo”. Es verdad que también una equivocada imagen de Dios puede llevarnos a una situación similar. Vemos como Jesús es condenado y ajusticiado porque no han reconocido a Dios, porque han utilizado a Dios para condenar al Hombre. Cuando el Dios verdadero desaparece del horizonte del hombre, el hombre pierde su esencia y su dignidad, porque no lo olvidemos, somos imagen de Dios y solo nos reconoceremos en Él. Es una de las grandes lecciones del rostro de Cristo sufriente, en él glorioso o sufriente nos hemos de reconocer cada uno y reconocer al hermano.


Pero sin duda la gran lección de Pasión y Muerte de Jesús, su sentido más profundo es el amor. Así se lo reveló Jesús a Nicodemo aquella noche de confidencias: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17). Todo esto que contemplamos no tiene más que un sentido y una explicación, el amor. Todo es por ti, por mí, por nosotros, y lo hace por amor. Cómo cambia todo cuando al contemplar al Crucificado, al abrazarlo para adorarlo, como haremos ahora, pensamos y decimos en nuestro interior: “Lo hizo por mí”. Sí, nosotros también somos sujetos y protagonistas de esta historia. Traigo ahora unas palabras de S. Juan de Ávila que también afirma en este sentido: “Porque ningún libro hay tan eficaz para enseñar al hombre todo género de virtud, y cuánto debe ser el pecado huido y la virtud amada, como la pasión del Hijo de Dios; y también porque es extremo desagradecimiento poner en olvido un tan inmenso beneficio de amor como fue padecer Cristo por nosotros” (Audi Filia, II).


Miremos, queridos hermanos, a la cruz, miremos al Crucificado y descansemos en él nuestros pensamientos, nuestra libertad, también las obras y la voluntad; dejemos en la hendidura de su costado abierto nuestros sufrimientos y las preocupaciones de la vida, también las esperanzas, y hasta nuestro futuro. Desde el costado llegamos a su corazón y le pedimos que haga el nuestro a la medida del suyo, que lo haga grande, bueno y misericordioso como el suyo.


Ahora acogiéndonos a ese corazón grande, vamos a abrir el nuestro para pedir por la humanidad entera, por los que creemos y por los que no creen, por los de cerca y por los de lejos, por lo que piensan o sienten como nosotros y por los que no piensan ni sienten como nosotros; pediremos por los necesitados en el cuerpo o en el espíritu.


Y adoraremos la cruz bendita en la que hemos sido salvados. El abrazo a la cruz será el deseo y el propósito de tener los mismos sentimientos de Cristo, Jesús (Filp. 2, 5). No olvidemos, hermanos, que “En la cruz está la vida y el consuelo y ella sola es el camino para el cielo”, en palabras de Teresa de Jesús.

Para terminar, os invito a mirar a una escena de la pasión que me parece especialmente entrañable. Han bajado a Jesús de la cruz, está muerto, y lo han depositado en los brazos de su madre, qué mejor cobijo para un hijo. María al pie de la cruz, no solo vuelve a ser
Madre, también es Arca de la nueva alianza.

“María, después de tu "sí" el Verbo se hizo carne en tu seno; ahora yace en tu regazo su carne torturada. Aquel niño que tuviste en tus brazos ahora es un cadáver destrozado. Sin embargo, ahora, en el momento más doloroso, resplandece la ofrenda de ti misma: una espada atraviesa tu alma y tu oración sigue siendo un "sí" a Dios (..) Fuerte en la fe, crees que el dolor, atravesado por el amor, da frutos de salvación; que el sufrimiento acompañado por Dios no tiene la última palabra. Y mientras sostienes en tus brazos a Jesús sin vida, resuenan en ti las últimas palabras que te dirigió: He aquí a tu hijo. Madre, ¡yo soy ese hijo! Recíbeme en tus brazos e inclínate sobre mis heridas. Ayúdame a decirle "sí" a Dios, "sí" al amor. Madre de misericordia, vivimos en un tiempo despiadado y necesitamos compasión: tú, tierna y fuerte, úngenos con mansedumbre; deshaz las
resistencias del corazón y los nudos del alma” (Francisco. Vía Crucis de Roma 2024).

+ Ginés, Obispo de Getafe 

Verlo en Youtube.

 

HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR

Descargar homilia

HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR

Getafe, 28 de marzo de 2024

El pórtico del llamado libros de la Gloria del evangelio de S. Juan, lo es también del texto del evangelio que acabamos de escuchar. Repitámoslo para que penetre en nuestro interior y nos haga profundizar en el misterio tan grande que celebramos:

“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (13,1).

Estas palabras nos llevan hasta el corazón de la conciencia y de la misión del Señor. Jesús sabe que ha llegado su hora, la hora para la que ha venido al mundo, la hora de llevar a plenitud su misión en favor de los hombres, la hora de volver al Padre, pero ahora no lo hará solo, sino con toda la humanidad redimida. El camino de la Pascua es un camino que el Hijo de Dios hace libre y voluntariamente, nadie lo obliga, y lo hace por amor. La prueba más grande del amor, de todo amor, es dar la vida (cf. Jn 15,13). Jesús nos ha amado, por eso ha tomado nuestra carne de pecado; pero no nos ha amado a medias, nos ama hasta el extremo, el extremo del amor no tiene límites porque el amor es eterno. En su entrega en la cruz, y en su resurrección, rompió los límites que el mal y el pecado querían imponer al amor.


Y todo esto sucede en medio de la trama, del drama de la humanidad. En la última cena de Jesús con sus discípulos, en el momento en que nos va a dar el don de su presencia, entra en la escena la realidad misma de la traición. En el corazón de Judas está la intención de vender al Maestro, él lo sabe, pero como vemos que sucede después en Getsemaní, sabe que el Padre dirige el curso de la historia, y que el plan de Dios seguirá adelante a pesar de las dificultades que el Enemigo quiera poner.


El mal que puede anidar, y de hecho lo hace, en nuestro corazón, queridos hermanos, y el mal del mundo, nunca pueden ser un obstáculo para hacer la voluntad de Dios sobre nuestra vida, con tal que la busquemos y la amemos. El amor es el camino para hacer lo que Dios quiere, es el ejemplo del Señor en su Pascua.


Jesús en la última cena realiza un gesto verdaderamente revolucionario, lava los pies a sus discípulos, ocupa el lugar del último para mostrarles el sentido de lo que unas horas después verán en el Calvario. Se comprende que ellos lo miren desconcertados, que Pedro no lo pueda entender y se niegue; “Señor, ¿lavarme tú los pies a mí?”. No es posible que el Señor actúe de siervo. Pero la cuestión es que Jesús no actúa, Jesús se hace siervo verdaderamente. No es una representación, no es una broma. Sin embargo, el Señor comprensivo le replica: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde –el lavatorio de los pies como la institución de la Eucaristía en el Cenáculo solo se pueden entender desde el sacrificio de la cruz-, y Pedro siempre impetuoso insiste: “No me lavarás los pies jamás”. La respuesta definitiva de Jesús contiene la gran enseñanza para Pedro y para nosotros, “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”.


El gesto no solo es un cambio de mentalidad, es la invitación a entrar en la lógica divina, en el corazón mismo de Dios. El amor que se hace servicio forma parte de la esencia de nuestro Dios. Si no amamos, si no hacemos del amor un servicio entregado a los demás, no tenemos parte de con Jesús, nos hacemos incapaces de compartir su vida. ¿cómo compartir el destino del Señor si no entendemos que la vida es para entregarla? La caridad, queridos hermanos, no es opcional para un cristiano, no es un apéndice de la vida de fe para que los demás nos alaben. No hacemos la caridad para “la galería”.


Por todo ello, podemos decir que “la actuación, el mensaje y el ser de una Iglesia auténtica consiste en ser, aparecer y actuar como una Iglesia-misericordia; una Iglesia que siempre y en todo es, dice y ejercita el amor compasivo y misericordioso hacia el miserable y el perdido, para liberarle de su miseria y de su perdición. Solamente en esa Iglesia-misericordia puede revelarse el amor gratuito de Dios, que se ofrece y se entrega a quienes no tienen nada más que su pobreza” (CEE. La Iglesia y los pobres. 1994, n. 11). Sabemos bien que la pobreza es un fantasma de mil rostros que cambian constantemente, pero nosotros no queremos llegar solo a la pobreza como realidad social, queremos llegar principalmente a los pobres, a la pobreza que se manifiesta en medio del misterio y de la grandeza del hombre, de la exigencia de su dignidad y lo imprevisible de su libertad. Nuestra vocación es descubrir a Cristo escondido en el rostro de las familias golpeadas por una crisis que no se acaba nunca, a las pobrezas del mundo rural, a la emigración, a la soledad, a la violencia, a la corrupción, y también a las pobrezas morales y espirituales que existen en nuestro mundo, y que, con frecuencia, están a nuestro lado.


Jesús se hizo hombre, murió y resucitó por amor, si nosotros somos discípulos suyos no tenemos otro camino en el seguimiento que amar como Él ama.


Y es aquí, y desde aquí donde podemos entender el verdadero sentido del don más grande, el regalo de la Eucaristía. El concilio Vaticano II, recogiendo la expresión de San Agustín, nos enseña que la Eucaristía es “sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad” (SC, 47). San Juan ha sustituido, y no por casualidad, el relato de la institución de la Eucaristía que nos transmiten los evangelios sinópticos por el lavatorio de los pies para decirnos que este gesto es también un signo eucarístico, o que la Eucaristía es la fuente y la expresión más grande de la caridad cristiana. En el misterio de la Eucaristía Cristo se ofrece por nosotros y por la remisión de los pecados.

 “El auténtico sentido de la Eucaristía se convierte de por sí en escuela de amor activo al prójimo. Sabemos que es éste el orden verdadero e integral del amor que nos ha enseñado el Señor: «En esto conoceréis todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros». La Eucaristía nos educa para este amor de modo más profundo; en efecto, demuestra qué valor debe de tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro hermano y hermana, si Cristo se ofrece a sí mismo de igual modo a cada uno, bajo las especies de pan y de vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer aumentar en nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La conciencia de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el prójimo” (San Juan Pablo II, carta Domenicae cenae, 6).

También la Eucaristía, a la luz del acontecimiento del primer jueves santo de la historia, nos muestra su relación con el sacerdocio ministerial. En la última cena Jesús manda a sus discípulos: “Haced esto en memoria mía”, y ahí nace el sacramento del sacerdocio. El sacerdocio nace de la Eucaristía y vive por y para ella. Y está llamado –el sacerdote- a que su vida tenga “forma” eucarística”, es decir, sea un testimonio de entrega de la vida a los demás, como Cristo.

Recemos, queridos hermanos, por los sacerdotes para que seamos fieles a nuestra vocación y sirvamos a la gloria de Dios y al bien de los hermanos. Pidamos también con insistencia para que no falten pastores a su pueblo; que bendiga a nuestra diócesis y a toda la Iglesia con el don de abundantes y santos sacerdotes. Es fácil repetir a lo largo del día, y os invito a hacerlo: “Señor, danos sacerdotes santos”.

Con esta celebración de la Cena del Señor inauguramos el Triduo pascual, pidamos para que nos introduzca en el Misterio que conmemoramos en estos días y nos haga gustar del amor de Dios manifestado en la muerte y resurrección del Hijo.

Que María, presente en el Cenáculo de Jerusalén en aquel jueves santo, y presente hoy también en este Cenáculo, nos ayude a vivir estos días como ella los vivió, meditándolos y guardándolo en su corazón (cf. Lc 2,19).

+ Ginés, Obispo de Getafe 

Verlo en Youtube.

Homilía en la Misa Crismal. Martes Santo 2024.

Descargar homilia

HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL
MARTES SANTO

Getafe, 26 de marzo de 2024

“Jesucristo nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. (cf. Ap 1,6) Amén”.

  Con las palabras de la antífona de entrada de la Misa Crismal, tomadas del libro del Apocalipsis, quiero comenzar este año mi reflexión en esta homilía. Son palabras que expresan el reconocimiento agradecido, y siempre asombroso, de la elección de Dios, que nos ha llamado a participar de su reino y sacerdocio. Por el Bautismo todos participamos del sacerdocio de Cristo para gloria de Dios Padre. Además, algunos de nosotros hemos sido también enriquecidos con la gracia de la consagración que nos capacita y nos envía a servir a Cristo, Cabeza y Pastor de la Comunidad.

  A él, la gloria y el poder por siempre, al que nos ha convocado en «un pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», como definió a la Iglesia san Cipriano, y es, pues, el «sacramento» del amor trinitario.

  Saludo con afecto a mis hermanos en el episcopado, al Obispo auxiliar, D. José María, y a D. Joaquín, nuestro Obispo emérito
  Saludo también a cada uno de vosotros, queridos hermanos sacerdotes, a los Vicarios episcopales, y a los Arciprestes.
  A los diáconos y a los seminaristas.
  Un saludo lleno de afecto también para los miembros de los institutos de vida consagrada, sociedades de vida apostólica y vírgenes consagradas.
  Y a vosotros, queridos laicos, hermanos y hermanas en el Señor.

  Quiero recordar con especial afecto, al tiempo que deseo hacerlos muy presentes en esta celebración, a los sacerdotes que están enfermos, a los ancianos, a los que pasan por alguna prueba o dificultad, y a todos los que hoy no pueden estar aquí físicamente.

  También quiero traer a nuestra memoria con agradecimiento a los hermanos sacerdotes que están fuera de la Diócesis por las razones que sean; recuerdo especialmente a nuestros misioneros, como ya dije el año pasado, “todos son nuestros, y en este momento los sentimos especialmente cercanos y los acompañamos con nuestro afecto y la oración”.

  No me olvido de los sacerdotes que han fallecido en este año, y para los que pedimos el premio de los buenos pastores, que vivan para siempre en la presencia del Buen Pastor.

1. Un año más, queridos hermanos, el Señor nos convoca a este acontecimiento de gracia en el que hacemos memoria de tantas gracias recibidas a lo largo de nuestra vida; por eso, con la ilusión del primer día renovaremos nuestro compromiso de fidelidad al Señor en esta vocación tan extraordinaria que es el sacerdocio ministerial. También bendeciremos y consagraremos los oleos santos que ungirán los cuerpos y las almas de los hermanos que recibirán durante este año los sacramentos.

  Nos sentimos acompañados, al menos espiritualmente, por el pueblo que se nos ha encomendado, y al que dedicamos cada día nuestras fuerzas con el fin de que todos conozcan al Señor y lo amen. Estamos empeñados en anunciar a Jesucristo en medio de este mundo para que sean cada más los que lo sigan, y para que la fuerza del Evangelio sea roca firmen, luz que ilumine, y testimonio de caridad en la vida de nuestros contemporáneos y en el corazón de la sociedad.

  Quiero aprovechar esta celebración –como lo hago cada día-, queridos hermanos sacerdotes, para dar gracias a Dios por vuestra vida y vuestra entrega generosa, al tiempo que os agradezco a cada uno lo que sois y lo que hacéis para la gloria de Dios y el servicio al Pueblo santo. Ya sé que el camino no es fácil, que las dificultades son muchas, algunas veces en soledad e incomprensión, pero también soy testigo habitual, junto con el Obispo auxiliar, de lo necesario de nuestro ministerio para la gente –cada día más-; de lo que valoran y quieren a sus sacerdotes; y del buen hacer de cada uno de vosotros en lo cotidiano, porque no olvidéis que lo más extraordinario es lo ordinario, pues es donde se mide la entrega del sacerdote. De corazón, gracias.

2. “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Is 61,1). Son las palabras del profeta Isaías que hemos proclamado, como cada año, y que encuentran su eco y actualización en el discurso de Jesús en la sinagoga de su pueblo, Nazaret; en sus palabras Jesús nos enseña que la salvación de Dios es un Hoy y se realiza en un Hoy. Cada Hoy es, por tanto, día de salvación. La salvación de Dios se realiza en la Iglesia y en el mundo contemporáneamente a cada hombre y a cada generación, no es un acontecimiento del pasado que se queda en el pasado, sino que traspasa toda la historia, y puede traspasar también, en virtud de nuestra libertad, el corazón humano.

  Queridos hermanos, traer a la memoria esta verdad de nuestra fe, no solo es importante, sino imprescindible en el contexto cultural en el que vivimos. La fe, como Jesucristo, es un hoy y actúa en cada hombre con el que nos cruzamos y al que estamos enviados. Esta convicción alimentará en nuestro corazón de pastores, también en el de todos los miembros de la Iglesia, que Dios sigue actuando en el mundo, y quiere actuar por nosotros. Caerán así los miedos y complejos que tantas veces nos paralizan para anunciar a Jesucristo con verdadera “Parresía”. Si creemos que Dios viene con nosotros, incluso va delante de nosotros, que es capaz de tocar y transformar el corazón del hombre, entonces, ¿a qué, o a quién, tememos?, ¿por qué no entregarse a esta tarea con pasión? No estamos solos. Claro que hay resistencias y dificultades, pero sembremos, y dejemos que el dueño de la viña haga germinar y crecer lo que hemos sembrado. Si el Espíritu está sobre nosotros, entonces tenemos todo lo necesario para transformar el corazón del hombre y del mundo por la evangelización.

  Y tenemos el Espíritu del Señor porque él nos ha ungido y nos ha enviado. La unción no solo penetra en nuestra piel por el aceite, sino que llega hasta el alma y la transforma. Como bien sabemos la unción no nos concede una capacitación profesional, sino que cambia nuestro mismo ser, nos hace hombre nuevo, hombre según Cristo, nos configura con el Sacerdote y el Pastor para que ya no vivamos para nosotros mismo, sino para Él (cf. 2 Cor. 5,15).

  El óleo es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza, al ungirnos y darnos su fuerza quiere que nosotros, en el mundo, nos transformemos en Él, y seamos instrumentos para servir como Él sirve. En nuestro caso, la unción va unida al gesto de las manos, el Obispo nos impuso las manos y ungió nuestras manos. Estos gestos nos recuerdan que no somos siervos, sino amigos (cf Jn. 15,15), de forma que podemos hablar con su “yo”, esto es lo que significa la fórmula teológica “in persona Christi capitis”. El sacerdote llega a ser amigo de Jesús y vive de esta amistad, por eso, no podemos vivir sin su intimidad, sin la oración cotidiana que habla de corazón a corazón (“Cor ad cor loquitur”, del santo cardenal Newman). Los activismos en el ejercicio del ministerio pueden ser incluso heroicos, pero no suelen ser fecundos.

  Queridos hermanos sacerdotes, “pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de las manos y que nos guíe” (Benedicto XVI. Homilía Misa Crismal, 2006).

  Nos ha enviado. Esto nos recuerda que toda vocación, y por supuesto la nuestra, está en función de la misión. Es el Señor quien nos envía, el que nos ha hecho testigos e instrumentos de su presencia. En toda misión hay una fuente que está en el que envía y un cauce en el que es enviado, sin olvidar a aquellos a los que somos enviados. Nos envía el Señor, yo soy el enviado que no voy donde quiero, ni hago lo que quiero. En el enviado es necesaria la disponibilidad, pero también la obediencia para no hacer mi voluntad sino la del que me ha enviado. Aquí, queridos hermanos, tenemos una tarea importante que hemos de madurar en la oración, y mediante el discernimiento obediente, porque puede darse el caso de que estoy en muchos sitios, pero no allí donde he sido enviado, puedo hacer variedad de tareas, pero no me entrego a las que el Señor me pide. Estoy seguro que la intención de todos siempre es buena, pero quiero recordar la imprescindible mediación de la Iglesia en la realización de la voluntad de Dios.

  Al hablar de la misión quisiera detenerme también, de manera breve, en otro aspecto que encontramos en la misma profecía de Isaías: “«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió» —continúa la profecía—, y me envió a llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia (cf. Is 61,1-2; Lc 4,18-19); en una palabra, a llevar armonía donde no la hay. Porque como dice san Basilio: “El Espíritu es armonía”, es Él el que crea la armonía. Crear armonía es lo que Él desea, especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción. Hermanos, crear armonía entre nosotros no es sólo un método adecuado para que la coordinación eclesial funcione mejor, no es una cuestión de estrategia o cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu. Se peca contra el Espíritu, que es comunión, cuando nos convertimos, aunque sea por ligereza, en instrumentos de división. Cuando somos instrumentos de división pecamos contra el Espíritu (…) Y le hacemos el juego al enemigo (…) Recordemos que el Espíritu, ‘el nosotros de Dios’, prefiere la forma comunitaria: es decir, la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la obediencia respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias pretensiones” (Francisco. Homilía Misa Crismal 2023).

  Dejadme terminar, queridos hermanos, compartiendo un gozo que es al mismo tiempo una preocupación y una esperanza, me refiero al Seminario, a nuestro seminario, y a la necesidad de vocaciones sacerdotales. El gozo es la realidad de nuestro seminario, mayor y menor. El Señor nos bendice con el sí de jóvenes que quieren servirlo, y que llenan de vida y esperanza a nuestra diócesis, pero junto a esto, la preocupación por el aumento de las necesidades en la atención pastoral a nuestra vasta realidad eclesial. Como he escrito este año con motivo del Día del Seminario. “No está de más recordar y recordarnos que los sacerdotes son imprescindibles y necesarios en la Iglesia (..) La Iglesia sin sacerdotes no puede vivir, es cuestión de fidelidad al mismo Cristo que quiso encomendar a los apóstoles y sus sucesores la misión de apacentar al pueblo de Dios (cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2). Nuestra diócesis sigue creciendo en habitantes, y, gracias a Dios también en desafíos evangelizadores que multiplican las iniciativas, actividades, y ámbitos de la pastoral. La Iglesia crece, aunque algunos les pueda parecer chocante. No hay parroquia que visite que no me pidan otro sacerdote, además son muchas las realidades pastorales que necesitarían un sacerdote que dedicara más tiempo, y que no anduviera dividido por la multiplicidad de ocupaciones. Necesitamos sacerdotes para escuchar, para acompañar, para cuidar, para sostener y levantar, en definitiva, para hacer presente al Señor en tantas heridas del corazón humano, en tantas realidades que necesitan una palabra de consuelo, un gesto que los abra a la esperanza. Necesitamos sacerdotes santos que fecunden la Iglesia con su vida entregada”.

  Queridos hermanos sacerdotes, diáconos, seminaristas, laicos, esta tarea de la pastoral vocacional es de todos, y todos debemos empeñarnos en ella. Recemos, propongamos, acompañemos y cuidemos las semillas de vocación porque las hay. Si nosotros, hermanos sacerdotes, vivimos nuestro ministerio con ilusión, estoy seguro que serán muchos para lo que esta mediación sea signo de una llamada de Dios.

  Encomiendo nuestra vida y ministerio, así como las vocaciones sacerdotales, y toda nuestra Iglesia diocesana a la intercesión materna de la Virgen, Estrella de la evangelización y modelo del seguimiento de Cristo.


                       + Ginés, Obispo de Getafe.

Verlo en youtube.

 

Carta de D. Ginés con motivo del Día del Seminario 2024: Padre, envíanos pastores

Descargar homilia

PADRE, ENVÍANOS PASTORES
En el Día del Seminario

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

La cercanía del Día del Seminario que, siempre celebramos en la solemnidad de San José, cada año despierta en nuestros corazones dos sentimientos, en primer lugar, la acción de gracia a Dios, Dueño de la mies, que sigue llamando trabajadores a su mies, y junto a este sentimiento, la oración, la necesidad de orar para que la llamada de Dios llegue al corazón de los jóvenes y los encuentre bien dispuestos para pronunciar un Sí.

No está de más recordar y recordarnos que los sacerdotes son imprescindibles y necesarios en la Iglesia. La Iglesia se fundamenta en el testimonio de la confesión apostólica que hace presente al Señor en la predicación de la Palabra, en la celebración de los misterios de Cristo, principalmente en los sacramentos, y en la vivencia de la comunión-caridad. El “haced esto en memoria mía” traspasa toda la vida y la actividad de la Iglesia llevándola hasta su fuente y haciéndola fecunda en cada momento de la historia a pesar de las vasijas de barro que contiene el tesoro. La Iglesia sin sacerdotes no puede vivir, es cuestión de fidelidad al mismo Cristo que quiso encomendar a los apóstoles y sus sucesores la misión de apacentar al pueblo de Dios (cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2).

Todos los bautizados por la gracia recibida en el sacramento nos injertamos en Cristo y participamos de su misión. Somos el Cuerpo del Señor y, como en el cuerpo, cada uno está llamado a realizar su misión dentro de este Cuerpo que es la Iglesia. Nos une el bautismo, nos complementa la llamada y la misión particular que cada uno ha recibido, podíamos decir que todos tenemos una vocación dentro de la vocación.

En la unidad del Cuerpo y a su servicio, algunos de los bautizados han sido llamados por el Señor a representarlo como Cabeza y Pastor de la Comunidad, esta llamada no los pone por encima de la comunidad sino a su servicio. Presidir una comunidad es, a ejemplo del Señor, repetir el gesto del Señor en la última cena lavando los pies a sus discípulos, pues si Él que es el Maestro y el Señor lo ha hecho, nosotros también debemos hacerlo
como expresión de la entrega de la propia vida.

El ministerio sacerdotal, nos ha enseñado el Concilio y el magisterio de los últimos papas, se define por la Relación. Relación con Dios, pues nos llamó para estar con Él, y sin vida de intimidad con Cristo el ministerio vive desfondado y sin horizonte; relación con el Obispo que es relación con la apostolicidad de la Iglesia que nos une a Cristo; relación fraterna con los que comparten vocación y misión, la fraternidad sacerdotal manifiesta de modo privilegiado el origen y sentido de todo ministerio ordenado; y relación con todo el santo pueblo de Dios, que manifiesta y recuerda que la vida y la misión del sacerdote está al servicio de este pueblo.

La reflexión en la que estamos inmersos en toda la Iglesia sobre su naturaleza sinodal tiene que iluminar y confirmar la identidad del sacerdocio ministerial.

El Concilio Vaticano II, en el Decreto Optatam Totius, sobre la formación sacerdotal nos recordaba: “la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes”, por eso “animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal”.

La convicción profunda de que Dios sigue llamando, y la actualidad de las palabras evangélicas sobre la necesidad de obreros para la mies tan abundante nos invitan cada día a poner empeño y corazón en la pastoral de las vocaciones. Son los mismos sentimientos de Cristo: “Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Mc 6,34).

Que haya sacerdotes para servir al Señor y a la comunidad es una obligación de todos, nos lo ha recordado el Concilio en el mismo Decreto sobre la formación sacerdotal: “El deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que debe procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana; ayudan a esto, sobre todo, las familias, que, llenas de espíritu de fe, de caridad y de piedad, son como el primer seminario, y las parroquias de cuya vida fecunda participan los mismos adolescentes. Los maestros y todos los que de algún modo se consagran a la educación de los niños y de los jóvenes, y, sobre todo, las asociaciones católicas, procuren cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de forma que éstos puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina. Muestren todos los sacerdotes un grandísimo celo apostólico por el fomento de las vocaciones y atraigan el ánimo de los jóvenes hacia el sacerdocio con su vida humilde, laboriosa, amable y con la mutua caridad sacerdotal y la unión fraterna en el trabajo” (OT, 2).

Descendiendo a nuestra Diócesis de Getafe, tenemos que dar gracias a Dios por nuestros seminarios y por los jóvenes que allí se preparan para el sacerdocio -35 en el seminario mayor y 15 en el seminario menor-. Para la formación de nuestros seminaristas tenemos un grupo de sacerdotes consagrados a este fin que con ilusión y dedicación entregan su vida al discernimiento de la llamada del Señor.
 
Aunque parezca un buen número de seminaristas para la época en la que vivimos, y lo es, no es suficiente. Nuestra diócesis sigue creciendo en habitantes, y, gracias a Dios también en desafíos evangelizadores que multiplican las iniciativas, actividades, y ámbitos de la pastoral. La Iglesia crece, aunque a algunos les pueda parecer chocante. No hay parroquia que visite que no me pidan otro sacerdote, además son muchas las realidades pastorales que necesitarían un sacerdote que dedicara más tiempo, que no anduviera dividido por la multiplicidad de ocupaciones.

Necesitamos sacerdotes para escuchar, para acompañar, para cuidar, para sostener y levantar, en definitiva, para hacer presente al Señor en tantas heridas del corazón humano, en tantas realidades que necesitan una palabra de consuelo, un gesto que los abra a la esperanza. Necesitamos sacerdotes santos que fecunden la Iglesia con su vida entregada.

¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros, podemos preguntarnos? Rezar por el seminario y por las vocaciones, cada día, en cada oportunidad que tengamos. Ofrecer nuestros sufrimiento, fatigas y contradicciones por las vocaciones. Estar cerca del seminario con el afecto, y ayudarlo también materialmente.

Llamo a las familias a suscitar y acompañar la posible vocación de vuestros hijos, no se trata solo de no impedírselo, sino de proponérselo con sencillez. A las religiosas contemplativas que sé que lo hacéis, pero os pido intensificar esa oración permanente por esta intención. A los enfermos y ancianos que tenéis tiempo y oportunidad de ofrecer por la perseverancia de los llamados y por la acogida de la llamada que Dios hace hoy a los jóvenes. En fin, a todos, mis queridos hermanos y hermanas, pues el seminario es una cuestión de todos, que afecta a todos.

Queridos jóvenes, no olvidéis, recordad, decirle al Señor cada día: “Señor, ¿qué quieres de mí?” Lo demás lo pone Él, Él indica el camino y tú lo sigues.

Padre, envíanos pastores según tu corazón; pastores que con la palabra y el testimonio de su vida llenen el mundo de tu Palabra y de tu vida; que nos ayuden a descubrir tu presencia y el regalo de tu amor. Pastores que nos acerquen a Ti.

A Nuestra Señora de los Apóstoles, Rectora de nuestro Seminario, encomiendo a todos los llamados y a los que lo serán, para que todos respondamos a esta llamada con generosidad como lo hizo Ella.

Con mi afecto y bendición.
     + Ginés, Obispo de Getafe