El obispo de Getafe, Mons. Ginés García Beltrán, ha presidido en la Basílica del Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles la Vigilia de la Inmaculada en una celebración en la que han participado cientos de fieles.
Antes de la Misa, el coro del Seminario mayor ha cantado el Akáthistos, himno litúrgico dedicado a la Madre de Dios.
A continuación, la homilía completa del obispo:
“Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal 97,1).
Queridos hermanos y hermanas en el Señor, queridos jóvenes, esta noche nos reunimos en torno a la figura de la Virgen María, y al misterio de su Inmaculada Concepción, para cantar al Señor un cántico nuevo. Un cántico que brota de la alegría del corazón al contemplar a esta Madre que el Señor nos ha dado, y, sobre todo, al sabernos amados, elegidos y bendecidos desde antes de la creación del mundo, como nos recuerda san Pablo en la carta a los Efesios: “Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor” (Ef 1,4).
La liturgia de esta solemnidad nos pone delante tres grandes textos de la Palabra de Dios: el relato del Génesis, donde se anuncia la victoria de la mujer sobre la serpiente; el Evangelio de Lucas, con la Anunciación; y la carta a los Efesios, que nos abre a la perspectiva eterna del designio de Dios. Todos ellos convergen en María, la llena de gracia, la mujer nueva que inaugura un cántico nuevo para toda la humanidad.
María, la nueva Eva
En el Génesis escuchamos cómo el pecado entra en el mundo por la desconfianza del hombre hacia Dios. Adán y Eva dudan de la bondad del Señor y se dejan seducir por la mentira de la serpiente, es la tentación constante de nuestra humanidad: dejarnos engañar por la lógica del mal que nos lleva a vivir alejados de Dios y en contradicción con nuestro propio ser, con nuestra vocación. Pero en medio de la caída, Dios anuncia una esperanza: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gn 3,15).
La tradición cristiana ha visto en este anuncio la figura de María, la nueva Eva. San Ireneo decía: “Así como Eva, seducida por la palabra del ángel malo, se apartó de Dios, desobedeciendo su palabra, así María recibió con fe la buena noticia del ángel, obedeciendo y convirtiéndose en causa de salvación para sí y para todo el género humano” (Adversus Haereses, III,22,4).
Queridos jóvenes, María nos muestra que la verdadera grandeza del hombre no está en rebelarse contra Dios, sino en confiar en Él. La plenitud de la vida se alcanza no en la autosuficiencia, sino en la obediencia amorosa.
El “Sí” de María: confianza y disponibilidad
El Evangelio de Lucas nos presenta el momento decisivo: el ángel Gabriel anuncia a María que será la Madre del Salvador. Ella se turba, pregunta, pero finalmente responde: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
Este “Sí” es el cántico nuevo que cambia la historia. María no entiende todo, pero confía. No se apoya en sus fuerzas, sino en la promesa de Dios. Nosotros al contemplar este testimonio de la joven María, le decimos con las palabras de San Bernardo, el gran cantor de la Virgen: “Esperábamos tu respuesta, oh María. En tus manos está la salvación del mundo. Responde pronto, Virgen, da tu consentimiento” (Homilía en la Anunciación).
Vosotros, jóvenes, estáis en un momento de la vida donde se abren muchas preguntas: ¿qué camino seguir?, ¿qué vocación abrazar?, ¿qué sentido dar a la existencia? María os enseña que la respuesta no está en tener todo controlado, sino en abrir el corazón a Dios y dejar que Él conduzca vuestra vida. La confianza en el Señor es el camino de plenitud.
Humildad y abandono
El Akathistos, ese himno antiguo que hemos proclamado antes de la misa, canta a María como “la alegría del mundo” y “la morada del Infinito”. En sus estrofas se repite la actitud humilde de la Virgen, que no se engrandece por ser elegida, sino que se reconoce esclava del Señor.
La humildad de María no es debilidad, sino fuerza. Es la libertad de quien se sabe amado y no necesita imponerse. Es la fortaleza de la fe, por lo que S. Agustín decía: “Más importante para María fue llevar a Cristo en el corazón por la fe, que llevarlo en el seno por la carne” (Sermón 215).
Queridos jóvenes, en una sociedad que os invita constantemente a destacar, a ser los primeros, a construir una imagen perfecta, María os muestra que la verdadera grandeza está en el abandono confiado en Dios. La humildad abre la puerta a la plenitud.
Os invito, queridos jóvenes a mirar al mundo tal como es, con sus grandezas y sus debilidades, a abriros a él con generosa disponibilidad. No miréis a otro lado ante las situaciones de pobreza y marginación que existen. Nos os dejéis llevar por ideologías que miran más preservar el status de lo que somos y tenemos, de nuestra comodidad,que acoger al necesitado que es Cristo mismo que sale a nuestro encuentro. No nos dejemos llevar por la polarización que se impone cada día más a nuestro alrededor, y que excluye a los que no son de los nuestros, sino abramos, como María, el corazón a todos. Al excluir de una u otra manera al prójimo, estamos dejando fuera de nuestra vida también a Dios.
La pureza: signo de dignidad
Celebramos hoy a María Inmaculada, preservada del pecado desde su concepción. Ella es la imagen de la pureza original del hombre, de la dignidad que Dios quiso para nosotros. La pureza no es un ideal pasado de moda, sino un signo de grandeza.
La pureza es, ante todo, respeto: respeto a mi propio cuerpo y al de los demás, porque en él habita Dios y se manifiesta su presencia. Es también respeto a la vida, que no es propiedad nuestra, sino don precioso que recibimos de Él. La vida humana es un bien sagrado que debemos proteger y cuidar en todas sus etapas, desde el instante de la concepción hasta la muerte natural. No podemos dejarnos seducir por una supuesta “cultura de la excepción”, que proclama el valor de la vida, pero lo relativiza cuando los consensos humanos deciden lo contrario. La dignidad de la vida no depende de circunstancias externas, ni de la utilidad, ni de la opinión de la mayoría. Su valor es infinito, porque cada persona ha sido creada a imagen y semejanza de Dios y llamada a participar de su gloria.
San Juan Pablo II decía a los jóvenes: “La pureza es la expresión de un amor que sabe custodiar la dignidad de la persona” (Mensaje a los jóvenes, 1985). En un mundo que trivializa el cuerpo y reduce el amor a consumo, María nos recuerda que la pureza es camino de libertad, de respeto y de alegría verdadera.
Vosotros, jóvenes, estáis llamados a ser testigos de esta pureza, que debe anidar sobre todo en el corazón, no como represión, sino como afirmación de la belleza del amor humano. La Inmaculada os invita a vivir con un corazón limpio, capaz de amar sin egoísmo.
Elegidos para la alabanza
La carta a los Efesios nos recuerda que hemos sido elegidos “para que seamos alabanza de su gloria” (Ef 1,12). María es la primera en vivir esta vocación: toda su vida es un cántico nuevo al Señor.
Vosotros también estáis llamados a ser cántico nuevo. La juventud es tiempo de sueños, de proyectos, de energía. No desperdiciéis ese don en cosas pequeñas. Dejad que vuestra vida sea un himno al Señor.
Que esta noche, al mirar a la Virgen, podamos repetir con ella: “Hágase en mí según tu palabra”. Y que nuestra vida, como la suya, sea un cántico nuevo al Señor que ha hecho maravillas.