SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

 

Cerro de los Ángeles, 27 de junio de 2025

Querido hermano en el episcopado.
Queridos hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas.
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Nos reunimos hoy, nuevamente, en este Cerro de los Ángeles, corazón espiritual de nuestra diócesis, donde resuena desde hace más de un siglo la voz de un pueblo que se consagró como Iglesia y como nación al Corazón de Jesús. Aquí, donde el corazón herido de Cristo ha latido con fuerza en medio de las alegrías y de las pruebas, nos disponemos a adentrarnos en el misterio que celebramos hoy: el amor insondable, tierno y fiel del Corazón de nuestro Salvador.
La liturgia de esta solemnidad, nos ofrece una triple mirada hacia ese Corazón: una mirada desde la ternura del Buen Pastor, una mirada desde la promesa firme de Dios que contemplamos en la profecía de Ezequiel, y una mirada desde la alegría comunitaria que brota del amor recibido cuando todavía éramos pecadores como nos recuerda S. Pablo.
“Se la carga sobre los hombros muy contento” (Lc 15,5)
El Evangelio de san Lucas nos sitúa ante una de las imágenes más queridas de Jesús: el Buen Pastor que deja a las noventa y nueve ovejas para ir tras la descarriada. No es un pastor resignado, ni un moralista que enumera faltas. Es un Dios que busca, que arriesga, que se implica. Y cuando encuentra a la oveja, no le lanza reproches; al contrario, “se la carga sobre los hombros muy contento”. Este detalle conmovedor revela un rasgo esencial del Corazón de Jesús: su alegría no está en tener rebaños perfectos, sino en recuperar a quien se ha perdido. Su consuelo es el reencuentro. Su gozo es el regreso de aquel que andaba lejos. Así es el Corazón de Cristo: un corazón que se inclina, que se agacha, que se mancha de barro por amor a cada uno de nosotros.
Y entonces proclama con júbilo: “Alegraos conmigo”. ¡Qué escándalo para el mundo! Dios no se alegra de los triunfos ni de los méritos, sino del regreso de un pecador. Esa alegría es la que ha de contagiar nuestra diócesis, queridos hermanos; una Iglesia que no se cierra en lo ya logrado, sino que sale, que busca, que acompaña, que levanta, que pone sobre los propios hombros al hermano herido, como hizo Cristo con cada uno de nosotros.
“Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré” (Ez 34,11)
En sintonía con esta imagen del Evangelio, el profeta Ezequiel nos ofrece una mirada cargada de promesas: “Yo mismo… buscaré, cuidaré, libraré, reuniré, apacentaré, vendaré, fortaleceré, guardaré”. No es un Dios lejano que delega, sino un Dios pastor que actúa personalmente. Cada uno de estos verbos, hermanos, describe una faceta de su amor pastoral, que ha de ser también el nuestro. Son verbos que no pueden ser pronunciados sin implicación, sin esfuerzo, sin ternura. El Señor no se limita a sentir compasión, sino que se convierte en sanador, en refugio, en guía.
Estas palabras nos recuerdan que el Corazón de Cristo no es solo símbolo, sino vida concreta, providencia que sale a nuestro encuentro. En nuestras parroquias, comunidades, movimientos, familias, el Señor continúa “vendando a la herida”, “fortaleciendo a la débil”, “reuniendo a la dispersa”. ¿No es esto lo que vemos en cada confesionario, en cada Eucaristía, en cada abrazo fraterno? ¿No es esto lo que late silenciosamente en las noches de oración de nuestros jóvenes, en las visitas de los enfermos, en la entrega callada de tantos servidores que no se ven, ni hacen ruido, pero están?
El Cerro de los Ángeles, donde la mayoría de nuestro presbiterio ha recibido la ordenación sacerdotal, el Corazón de Jesús sigue siendo hoy manantial de pastoreo auténtico. No podemos conformarnos con ser administradores. Estamos llamados a ser imagen viva de este Buen Pastor, que no descansa hasta encontrar, curar y salvar.
Una fuente que nos capacita desde dentro
San Pablo, en su carta a los Romanos, nos ofrece otra ventana luminosa hacia el Corazón de Cristo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). No se trata solo de una invitación a imitar externamente el amor de Jesús, sino de una transformación interior. Él mismo ha venido a habitar en nosotros. Nos ha capacitado con su amor. ¡Él nos hace capaces de amar como Él ama!
Hace unos días el papa León, nos decía a los obispos con motivo del Jubileo: “Y por eso también nosotros, es más, nosotros primero, estamos invitados a atravesar la Puerta Santa, símbolo de Cristo Salvador. Para guiar a la Iglesia confiada a nuestros cuidados, debemos dejarnos renovar profundamente por Él, el Buen Pastor, para conformarnos plenamente a su corazón y a su misterio de amor”.
Y no olvidemos la afirmación central del apóstol: “Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Rm 5,8). Este amor no se basa en mérito alguno, sino en pura misericordia. No nos esperó convertidos: vino a buscarnos en nuestra ruina. Y por eso, el Corazón de Jesús sigue siendo hoy consuelo para el pecador, refugio para el herido, faro para el extraviado.
Un ministerio de reconciliación
El mundo tiene sed de paz. Lo vemos cada día en los conflictos, en las tensiones sociales, en las rupturas familiares, en las soledades escondidas. Pero como decía el Papa Pablo VI, “la paz tiene necesidad de amor”. Es el amor crucificado del Corazón de Cristo. Por eso, nuestro ministerio es —en palabras de san Pablo— un ministerio de reconciliación (cf. 2 Co 5,18). Estamos llamados a reconciliar al hombre con Dios y a los hombres entre sí. No podemos ser hombres que dividen, que hacen bandos, sino que unen, que reconcilian, que somos de todos y para todos. En esta tarea, no podemos ser tibios ni mirar a los propios intereses. Necesitamos ser sacerdotes de comunión, artesanos de unidad, valientes portadores de esperanza. A menudo ir a contracorriente. A menudo dolerá. Pero el amor de Cristo nos apremia.
Como nos decía el papa Francisco en su última Encíclica, Dilexit Nos. “Hablar de Cristo, con el testimonio o la palabra, de tal manera que los demás no tengan que hacer un gran esfuerzo para quererlo, ese es el mayor deseo de un misionero de alma” (n. 210).
¡Qué urgente es hoy dar testimonio de un mundo nuevo! No un ideal abstracto, sino una comunidad visible donde habite la justicia, la paz, el amor… donde habite Dios.
Una diócesis “al hombro” de Cristo
Hoy, en esta solemnidad, traemos en el corazón a tantos que se han alejado, que andan perdidos o heridos. Y le decimos: Señor, cárgalos tú también sobre tus hombros. No dejes de buscarlos. No dejes de alegrarte con cada regreso. Haznos a nosotros, tu Iglesia de Getafe, cómplices de tu gozo. Pastores según tu corazón. Testigos de tu ternura. Enviados con la fuerza de tu Espíritu.
“La misión, entendida desde la perspectiva de la irradiación del amor del Corazón de Cristo, exige misioneros enamorados, que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese amor que les ha cambiado la vida” (Dilexit Nos, 209).
Hoy, solemnidad del Corazón de Jesús, es también la Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes. ¿Y cómo se santifica un sacerdote? Volviendo una y otra vez al corazón que lo eligió, que lo sostuvo, que lo espera. Ser sacerdote es una gracia inmensa, pero también una lucha constante por la fidelidad. No tenemos otro modelo más alto ni otro sostén más firme que el Corazón del Buen Pastor. Desde su herida brota la fuerza que nos capacita, la ternura que nos sostiene, el ardor que nos impulsa. Necesitamos, queridos hermanos, sacerdotes felices e ilusionados en la llamada y en la misión.
María, madre sacerdotal
No puedo concluir sin dirigir una última mirada a la Virgen María. Ella es la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote. En su seno se formó el Corazón que hoy adoramos. Ella fue la primera en dejarse llevar “al hombro” por ese Buen Pastor. En la hora de la Cruz, con el Corazón traspasado, se convirtió también en madre nuestra. Pero de un modo especial, es madre de los sacerdotes. Nos conoce, nos comprende, nos cuida. Nos espera cada vez que flaqueamos. Nos inspira cuando callamos. Nos enseña a vivir el ministerio como don y no como posesión. A vivirlo como servicio escondido y fecundo.
A Ella, en esta solemnidad, le confiamos nuestra diócesis, nuestros pastores, nuestros seminaristas, nuestras comunidades. Que bajo su amparo podamos seguir ofreciendo al mundo el testimonio del Corazón traspasado, fuente de vida y de paz.
¡Sagrado Corazón de Jesús, en ti confiamos!