En esta mañana en que celebró por primera vez la Misa Crismal con vosotros, quiero repetir las palabras de acción de gracias con las que me presenté a vosotros, querida Iglesia de Getafe: “Doy gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, orando siempre por vosotros, al tener noticia de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis a todos los santos, a causa de la esperanza que os está reservada en los cielos…” (Col 1,3-5).

En este tiempo, todavía breve, como vuestro Obispo, he podido comprobar la juventud y la vitalidad de nuestra Diócesis, y estoy teniendo la oportunidad de conoceros mejor, de comprobar que la Iglesia que camina en Getafe tiene una plural riqueza de rostros, rostros que en la variedad crean la unidad en la fe, la esperanza y la caridad, una Iglesia que cada día se esfuerza en ser comunión, en ser presencia, en ser sacramento de salvación.

Queridos hermanos en el episcopado, queridos D. José y D. Joaquín.

Permitidme esta oportunidad que se me ofrece para agradecer en mi nombre y en el de toda nuestra iglesia diocesana el ministerio de D. Joaquín entre nosotros durante estos años, ministerio que no ha terminado, sino que continua con sencillez y entrega, demostrando y mostrándonos al mismo tiempo que un sacerdote, un obispo, no se jubila nunca, porque el Señor mantiene su fidelidad para siempre, y nosotros hemos de responderle sirviéndole con alegría hasta el final. Gracias D. Joaquín.

Querido hermanos sacerdotes.
Ilmos. Sres. Vicarios.
Queridos Diáconos.
Queridos Seminaristas.
Un saludo lleno de afecto para los miembros de los institutos de vida consagrada, sociedades de vida apostólica y vírgenes consagradas.
Hermanos y hermanas en el Señor.

1. Esta celebración es una renovada invitación a actualizar el don de nuestra pertenencia a la Iglesia, pueblo de Dios en camino, y a gustar la gracia de la fraternidad, por eso repetimos con el salmo: “Ved qué dulzura, qué delicia, con vivir los hermanos unidos” (sal 133). Y lo hacemos en torno al Altar, celebrando la Eucaristía. Si la Eucaristía es la manifestación más plena de la Iglesia, esta eucaristía la hace visible de un modo privilegiado.

Cuando el Concilio describe a la Iglesia particular, la diócesis, afirma que “es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de forma que unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica” (CD, 11). Esto, mis querido hermanos, es lo que ahora está ocurriendo aquí. Somos la Iglesia del Señor que camina en Getafe, reunida entorno a la predicación apostólica y a la mesa eucarística, para mostrar a todos los hombres y mujeres el don precioso de la fe que ha recibido de su Señor, no para ella, sino para todos lo que quieran acogerlo con sincero corazón.

Para nosotros, queridos hermanos sacerdotes, la Misa Crismal es también el momento gozoso de volver al día de nuestra ordenación sacerdotal para agradecer la gracia que recibimos por la imposición de manos del Obispo y la unción con el óleo santo, y renovar nuestro compromiso de unión a Cristo, configurándonos con él para servir con verdadera entrega al pueblo que se nos ha confiado.

Esta celebración nos ofrece cada año la oportunidad de detenernos a reflexionar sobre nuestro ser de sacerdotes, sobre nuestra vocación, para responder así mejor a los retos que en cada momento se presentan a la Iglesia y a nuestro ministerio. La Palabra de Dios que hemos proclamado y la riqueza del rito en sus palabras y gestos serán luz que iluminen esta reflexión.

El ministerio sacerdotal se define por su ser relacional. Nuestro ministerio nos es dado, y es para los demás, lo que hace de nuestra existencia sacerdotal una proexistencia como la de Cristo.

Nuestro sacerdocio se define desde Cristo, con el que nos hemos identificado sacramentalmente y en cuya persona actuamos. Ya no nos pertenecemos a nosotros, le pertenecemos a él que por nosotros murió y resucitó –esta realidad llega a ser más profunda cuando repetimos en la santa Misa: “Tomad y comed.. porque esto es mi Cuerpo”-. Hemos enajenado libre y voluntariamente nuestra vida en el servicio al pueblo santo de Dios. Pero al mismo tiempo, y como consecuencia de nuestra unión con Dios, el sacerdocio se define también por su relación, podemos decir, horizontal, fraterna, con el Obispo, con el Presbiterio y con el pueblo a él confiado. Estas relaciones no son, y no pueden ser, funcionales o administrativas, sino que son profundamente teológicas, espirituales y pastorales.

Para vivir en verdad nuestro ser, nuestra vocación sacerdotal, es necesario el campo donde esta se cultive y crezca, y este campo es la Iglesia y la comunión con ella. Difícilmente se puede vivir el ministerio sacerdotal sin estar unido afectiva y efectivamente a la Iglesia, a esta Iglesia real. Y es este amor hecho comunión con la Iglesia es el que nos hace trabajar en ella, y en ella entregar nuestra vida. Nadie entrega la vida por lo que no ama. Por eso es legítimo y bueno soñar con una Iglesia que se parezca cada día más al deseo del Señor, que hunda sus raíces en el Evangelio, una Iglesia, esposa de Cristo, hermosa y santa, que peregrina “entre las dificultades del mundo y los consuelos de Dios” (LG 8).

Dice el evangelio de san Lucas que acabamos de proclamar que toda la sinagoga tenía clavados los ojos en él, en Jesús. Os invito a clavar también nosotros los ojos en Jesús para en él y por él mirar al don del sacerdocio que ha dejado a su Iglesia.

2. Cristo, sacerdote eterno y fundamento de nuestro sacerdocio, es el enviado por el Padre y ungido por el Espíritu Santo.

En el origen de toda vocación sacerdotal está Cristo. El Señor pasa por nuestra vida, por el camino que tiene para cada uno, y nos invita a su seguimiento. Dios elige a los que quiere, porque la vocación es un misterio de gracia que sólo se puede entender desde la voluntad de Dios que quiere que todos los hombres se salven. Nos somos llamados por nuestros méritos, sino por pura e inmerecida gracia. Jesús nos llama para estar con él, para regalarnos los tesoros de su corazón, y para enviarnos a anunciarlo en medio del mundo. Por ello, nuestro modelo es Cristo. En él somos configurados y en su persona actuamos.

Cristo ha sido enviado por el Padre al mundo para ser salvador de los hombres. La misión del Hijo brota del corazón del Padre que ama a los hombres, pero no los ama desde la lejanía, sino que quiso tomar nuestra condición y ofrecerse a sí mismo. Dios no da, Dios se da, mostrando así el camino de la salvación. De igual modo nosotros somos enviados por Cristo para ser testigos del amor de Dios. Nuestra vida sacerdotal tiene que ser un testimonio constante de que Dios ama al mundo. Nuestro quehacer cotidiano en la parcela que la Iglesia nos encomienda es que cada hombre o mujer, los de dentro y los de fuera, los cercanos y los lejanos, conozcan y experimente el amor de Dios. Pero, ¿cómo lo haremos, queridos hermanos sacerdotes? ¿cómo una tarea fatigosa que nos pesa? ¿con el tiempo limitado de una profesión más? ¿con tristeza y caras largas? ¿con exigencias desmedidas para los demás? ¿con el agobio de unos objetivos que hemos de cumplir? No, lo hemos de hacer con el agradecimiento del que sabe que ha sido graciosamente elegido, con la conciencia de que hemos elegido la mejor parte, con la responsabilidad del que ha sido enviado, con la libertad y la alegría del que es portador de una Buena Noticia, con la confianza del que sabe que no está sólo, con la humildad del que se sabe vasija de barro, con la entrega de la vida de lo que somos y de lo que tenemos. Hemos de hacerlo con amor, con amor a Dios y con amor a nuestro pueblo. Esta es la caridad pastoral.

Cristo ha sido constituido pontífice de una alianza nueva y eterna. Es el puente que une a los hombres con Dios, el camino del encuentro de lo divino con lo humano. Cristo en su cuerpo ha roto el muro que había levantado el pecado y nos separaba de Dios y nos hacía extraños a los demás, creando así el hombre nuevo. Su alianza, la que ha sellado con su sangre, es una alianza nueva y definitiva, la ha realizado una vez para siempre, así su novedad también será para siempre. Esto lo experimentamos sacramentalmente cada día en la Eucaristía.

El sacerdote, identificado con Cristo, actuando en su persona, es hombre de Eucaristía. Podemos decir que nuestro sacerdocio tiene forma eucarística, y, por tanto, ha de ir haciéndose cada día en la horma de la Eucaristía. La eucaristía celebrada, adoradora, vivida. Ser Eucaristía exige de nosotros la cercanía en intimidad con el Señor, acudir a la escuela del Maestro divino para escuchar su palabra, para tener sus sentimientos, para identificarnos con Él, para aprender y aceptar que el seguimiento es principalmente compartir su destino. ¿Por qué entonces tantas veces nos hunde nuestra fragilidad? ¿por qué nos escandaliza la cruz en nuestro ministerio como si Dios nos exigiera cada día el precio del éxito pastoral? No, hermanos, Dios no nos pide éxito, no nos quiere los mejores por encima de los demás, Dios quiere nuestra entrega diaria, como la del grano de trigo que cae en la tierra para dar fruto. Para vivir esta espiritualidad, celebrar cada día la Eucaristía es, hermanos sacerdotes, nuestro mayor tesoro, la alegría de nuestro corazón, por eso hagámoslo con devoción sincera, con profundidad, con espíritu oblativo. Adoremos el misterio eucarístico y hagamos que nuestros fieles valoren este don que el Señor nos hace. Que nuestra eucaristía no acabe en el templo, sino que continúe fuera, en nuestra caridad con los demás. Así seremos en Cristo verdaderos pontífices para nuestro pueblo y para el mundo. En definitiva, el camino de la santidad, a la que aspiramos todos los bautizados como una vocación universal, es para un sacerdote el ejercicio de su ministerio.

Cristo ha sido ungido por el Espíritu Santo. En la sinagoga de Nazaret, Jesús hace suya la profecía de Isaías cuando dice: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. El Espíritu unge a Cristo para una misión, para evangelizar. La misión del Señor es una misión a favor de los hombres –“pro nobis”-, especialmente de los hombres que viven en situación de postración. Dios mira al hombre, y lo hace con amor, escucha su clamor y viene a salvarlo. El estilo de Dios es un estilo fundado en la cercanía, en la compasión, en la ternura; en definitiva, en la misericordia.

Por eso, ungido por el Espíritu como Jesús, nuestro ministerio es un ministerio de misericordia. Nuestra vocación consiste en mostrar el rostro de un Dios que ama, para ellos hemos de ser misericordiosos y tener entrañas de misericordia. Nuestra gente espera ver en nosotros actitudes propias del padre que acoge, comprende, sostiene, ayuda y anima. Hemos de hacer de nuestras comunidades verdaderos hogares donde se acoge, se escucha, se comprende y acepta a todos sin juzgarlos, sino ayudándolos a conocer y experimentar el amor de Dios, “cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia”, dice el Papa.

La unción es consagración en el amor y para el amor. Con el santo de Hipona, tenemos que recordar que nuestro sacerdocio es un “officium amoris”. Este amor que se hace oficio, servicio, comienza por nuestra disponibilidad para servir al Señor dónde y cómo Él quiera ser servido. Una disponibilidad que me hace rendir mi libertad y mi voluntad a lo que Dios me pide, siendo siempre lo más difícil ver a Dios en las mediaciones humanas. No somos dueños de nada, sino servidores de todos en el servicio concreto que se nos encomienda. Esta disponibilidad se hace más necesaria en la atención a la comunidad que se nos ha encomendado, y a cada hombre o mujer que toca a nuestra puerta porque nos necesita. Pero no se queda la misericordia en casa, sino que sale a los cruces de los caminos a buscar a los que han caído y no pueden levantarse, a los que se quedaron al borde de una sociedad en la que no pueden competir, a los excluidos en el reparto de lo que fue creado para todos, a los que sufren la indiferencia de un mundo que no se construye sobre el hombre sino sobre el dinero. No podemos ser indiferentes ante lo que vive y lo que sufre nuestro pueblo, hemos de caminar con ellos y compartir sus logros y sus fracasos. Si el sacerdote no camina con su pueblo, su ministerio no tiene sentido. Quiero prevenir, queridos hermanos, contra la “pastoral de mínimos” que mira más en clave de cumplimiento que de amor y entrega. No tengamos miedo a la entrega total, ni a construir comunidades que miren más allá de las limitaciones y de los fracasos.

La misión de Cristo es evangelizar a los pobres, y si nuestra misión es la suya, también nosotros estamos llamados a evangelizar a los pobres. No voy a detenerme a analizar los rostros de la pobreza, pero ciertamente son muchos, y no sólo en la pobreza material, sino también en tantas pobrezas espirituales, en la ausencia de Dios, en la lejanía de su amor. En este sentido quiero recordar las palabras del Papa: “quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria” (EG, 200).

Vivir la pobreza de espíritu y evangelizar a los pobres nos llevará a escuchar con libertad interior y humildad de corazón lo que el Espíritu dice a nuestra Iglesia de Getafe, y nos hará explorar caminos nuevos, los suyos y no los nuestros, y realizar sus planes que no son los nuestros; en definitiva, será un camino de fidelidad al Señor y a su voluntad para nosotros.

Y esto lo haremos juntos, como una Iglesia sinodal que se sabe siempre en camino, como una Iglesia corresponsable que sienta en la misma mesa a todos los carismas, mostrando así la belleza y la grandeza de la vocación cristiana. Todos somos necesarios en la Diócesis, nadie se puede sentirse excluido, porque esta casa la construyó el Señor como su morada para reunir a todos.

3. Permitidme, para terminar, que haga presentes aquí a los sacerdotes que físicamente no están, o no pueden estar, con nosotros, a nuestros misioneros que viven su ministerio en otros países, a los ancianos y a los enfermos, a los que pasan por la prueba y a los que viven horas difíciles. Todos están en el corazón de Dios y en el nuestro.

Y al mirarlos a ellos, quiero mirar a nuestro Seminario, al Mayor y al Menor. El Seminario es siempre, ha de ser, un signo de esperanza para la Diócesis. Os pido, querido hermanos sacerdotes, que cada uno, en su parroquia, renueve la pastoral de las vocaciones, que cuide de los niños, adolescentes y jóvenes para que respondan con generosidad a la llamada de Dios. Tenemos que empeñarnos en una oportuna renovación de este campo de la pastoral, sobre todo con el testimonio alegre e ilusionante de nuestra vida.

Hoy, vuestro Obispo, quiere confirmaros en la fe, la que hemos recibido de la Iglesia, nuestra Madre, y en cuya comunión la vivimos, al tiempo que os alienta a seguir trabajando por el bien de nuestro pueblo, mediante la entrega de la vida, con alegría, con ilusión, con pasión. Pedid por mí para que sea siempre un testimonio transparente del amor de Dios entre vosotros y no desfallezca en el ministerio que el Señor me ha confiado para deciros hasta el último aliento que Cristo es con mucho lo mejor (Filp 1,23).

A la Virgen pido para vosotros, para mí, para toda la Iglesia: “Madre Inmaculada, que no nos cansemos”. Ven siempre con nosotros, y no nos abandones nunca.


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