HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL MARTES SANTO

Getafe, 7 de abril de 2020

1. Hoy, en esta Eucaristía, se manifiesta de un modo extraordinario la comunión del Presbiterio con su Obispo. Es un signo precioso de nuestra unidad en la vocación y en la misión; en definitiva, de nuestra unidad en Cristo que nos ha llamado, nos ha consagrado y nos ha enviado.

El escenario de esta basílica vacía puede contradecir la afirmación de una manifestación gozosa de la comunión sacerdotal, pero no lo es. El Obispo celebra este año la Misa Crismal con su Obispo auxiliar y con algunos miembros de su presbiterio, pero esta es sola una visión externa. La realidad es mayor, más profunda, misteriosa. Hoy, aquí, está todo el Presbiterio. Está nuestro Obispo emérito, D. Joaquín, y cada uno de vosotros, hermanos sacerdotes que, en vuestras parroquias, o en vuestras casas, os unís a esta celebración. En este momento quiero ver en esos bancos vacíos vuestros rostros, vuestra vida. Todos estáis en el corazón de Cristo, como lo estáis en el nuestro. Ahora más que nunca se manifiesta nuestra unidad, nuestra misteriosa unidad en torno a Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia. Estoy convencido que nuestro presbiterio ha de salir reforzado de esta prueba, para poder servir con más entrega al pueblo que el Señor ha dejado a nuestro cuidado. Así lo pido con todas mis fuerzas.

Quiero tener un recuerdo agradecido para los sacerdotes que nos han dejado en estos últimos días, a los que encomendamos a la misericordia de Dios. A D. Manuel García Barrio, párroco del Divino Pastor de Móstoles, a D. Feliz Lorrio Mangas, que fuera párroco del Salvador de Leganés, y a D. Luis Hernández Pérez, que lo fuera de Perales del Río. No podemos olvidar tampoco a las madres fallecidas de los sacerdotes, y a los demás familiares.

También tenemos muy presentes a los sacerdotes enfermos, a los que están ingresados en el hospital y a los que se recuperan en su casa. Nos alegramos con los hermanos que han pasado por la enfermedad, y ya, gracias a Dios, están bien.

Nuestro pensamiento se va también a las comunidades de vida consagrada de nuestra diócesis que sufren el azote de la pandemia del Covid-19 en propia carne. Algunas hermanas han muerto, otras están enfermas o en cuarentena. Nuestra cercanía y la fuerza de nuestro afecto y de nuestra oración para todos los consagrados.

El corazón del pastor sufre con el dolor de su pueblo, por eso, querido hermanos sacerdotes, estos días sufrimos con nuestra gente. Sentimos el peso de la prueba en nuestra propia carne y, al tiempo, renovamos nuestra misión de servirlos, de anunciarles el amor de Dios, de celebrar con ellos y por ellos los sacramentos, de hacer presente la caridad de Dios. Los muertos son nuestros, los enfermos son nuestros, las familias rotas por el dolor son nuestras familias, la pobreza es nuestra propia pobreza. Este es nuestro sacerdocio, para esto fuimos ordenados para compartir la vida de nuestro pueblo haciendo presente a Dios mismo, ofrecernos a ellos en la entrega de Jesucristo por la humanidad. Nos queda mucho por hacer, pero con la ayuda de Dios y en comunión lo haremos.

2. Hemos escuchado en el Evangelio que Jesús fue a Nazaret, donde se había criado, y entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados. Es decir, Jesús va al origen de su fe, a los lugares donde ha ido descubriendo el plan de Dios sobre él. Su vocación ha crecido y se ha concretado en ese lugar, en la escucha de la Palabra, al calor de la fe de su pueblo y de su familia. Qué importante es siempre volver al origen, al primer amor, volver a descubrir las raíces de nuestra fe, de nuestra vocación. Es escuchar de nuevo la palabra que me interpeló, que me derribó de mi caballo particular, la que me ilusionó, la que me hizo fuerte para dejarlo todo, para romper proyectos, para comenzar un camino nuevo de servicio a Dios y a los hermanos.

No es casualidad que hoy estemos celebrando la Misa Crismal en este lugar donde buena parte de vosotros recibió la ordenación sacerdotal. Parece que el Señor nos dijera: este tiempo de prueba es un verdadero “kairos”, es el momento de renovar nuestro sacerdocio volviendo a la fuente, volviendo a Aquel que nos llamó y nos consagró. Es momento para renovar nuestra entrega, nuestro Sí sin condiciones. Es el momento de dar unidad a nuestro corazón, de redescubrir el don de nuestro celibato vivido en esa soledad habitada que estamos experimentando estos días; es el momento de la obediencia sincera, de vivir lo más hondo de la pobreza que anida en nuestro corazón, de sentirnos pobres y vulnerables, como tanta gente, de ver que no lo podemos todo, que no somos Superman, que somos vasijas de barro para que se vea que el tesoro lo llevamos dentro. Qué bonito sería que al final de esta prueba pudiéramos decir, no con los labios, sino desde lo más profundo del corazón: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Filp, 4,13).

Esta fuerza que se realiza en la debilidad nos hace gustar más y mejor la grandeza y la belleza de lo que somos y de lo que realizamos. Permitidme que comparta con vosotros una confidencia, un mensaje de un joven sacerdote que yo mismo he ordenado: “Hoy al celebrar la Sana Misa sólo me he dado cuenta del gran regalo que recibí del Señor siendo sacerdote. Esa gracia de la imposición de manos que me hace estar agradecido eternamente”. No tengamos miedo que esta situación debilite la fe en los sacramentos ni en la vida eterna, será todo lo contrario, la fortalecerá.

3. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido”, las palabras de la profecía de Isaías en los labios de Jesús hablan de realización. Hoy se han cumplido, y ese hoy es cada día, cada instante donde se realiza nuestra salvación. Este Hoy es el hoy de la salvación.

Nosotros hemos sido ungidos con el óleo santo. Nuestras manos, y en ellas toda nuestra existencia, ha sido consagrada a la gloria y al servicio de Dios. En la consagración somos hechos de Otro, y para Otro. Es una unción que corre por el cuerpo y transforma al ungido dándole una nueva identidad, penetrándolo con la fuerza que viene de Dios, al tiempo que llena del perfume nuevo del gozo y la alegría. El consagrado no se pertenece, su libertad está rendida a Aquel que lo consagra. La unción nos hace hijos de Dios, nos sella con el don del Espíritu Santo, nos fortalece en la debilidad, nos capacita para actuar en la persona de Cristo. La unción es un don, un gesto de donación de Dios que es Padre.

En la Escritura santa, los hombres son ungido y consagrados para ser destinados a una misión. Podemos decir, son ungido para ungir. “Que la unción sacerdotal nos vaya convirtiendo en Pan mientras ungimos el pan cotidiano al consagrarlo en cada Eucaristía y al compartirlo solidariamente con nuestros hermanos. Que la unción sacerdotal nos vaya convirtiendo en hombres llenos de ternura, mientras ungimos con bálsamo el dolor de los enfermos. Que la unción sacerdotal nos libere de nuestros pecados mientras ungimos con el Espíritu del perdón los pecados de nuestros hermanos y les ayudamos a llevar su cruz. Que la unción sacerdotal nos vaya convirtiendo en luz del mundo mientras predicamos con unción el Evangelio como nos mandó el Señor enseñando a guardar todo lo que Él nos dijo. Que la unción sacerdotal unja nuestro tiempo y el uso que hacemos de él para que se convierta en "tiempo de gracia" para nuestros hermanos, mientras seguimos –al ritmo eclesial del Breviario- el curso ordinario de la vida que el Señor nos da” (J. Bergoglio, homilía de la Misa Crismal 2002).

4. Nuestra misión es evangelizar, poner el Evangelio en el corazón de los hombres y en las entrañas del mundo, y desde dentro transformar la humanidad (cfr. EN, 19). Evangelizar es, en definitiva, hacer que Jesucristo sea real en la vida del hombre, esa realidad que es encuentro que transforma, por eso la buena noticia de Jesucristo cura. Nos decía Isaías que el Espíritu nos envía a curar los corazones desgarrados. Esta misión nos toca y nos interpela en este momento de modo especial. Estos días siento en el corazón la llamada: consuela a mi pueblo. Esta llamada se ve hoy iluminada por las palabras del profeta: “para consolar a los afligidos, para dar a los afligidos de Sion una diadema en lugar de cenizas, perfume de fiesta en lugar de duelo, un vestido de alabanza en lugar de un espíritu abatido”.

¿Quién nos iba a decir cuando comenzamos este año dedicado a la caridad que el Señor pondría ante nosotros nuevos rostros de la pobreza? ¿Cómo pensar que la caridad tendría que hacerse bálsamo de consuelo, mensaje de esperanza, anuncio de que no estamos solos? Ahora estamos llamados a vivir la caridad, a llevar a los que sufren el consuelo del amor de Dios. Son muchas las situaciones de sufrimiento en el cuerpo y en el espíritu que nos llaman a crear, a renovar, a vivir una nueva imaginación de la caridad en palabras de S. Juan Pablo II (cfr. NMI, 50). Tendremos que responder a esta nueva llamada, y lo haremos con la luz y la fuerza del Espíritu del Señor, lo haremos con el amor que no defrauda, escuchando en comunión, y siendo dóciles a la voz de Dios. Que oportunas suenan ahora las palabras que escribimos en nuestra Carta pastoral con motivo del Centenario de la Consagración de España al Corazón de Jesús: “El momento presente exige, quizás más que nunca, evangelizar desde el Corazón. Jesús es el Maestro que modela el corazón de los discípulos y nos invita a aprender de su Corazón manso y humilde (cf. Mt 11,29). Necesitamos aprender del Corazón de Cristo la “lógica del corazón” (Carta “Mirar al que traspasaron”, 3.1). En estos días estamos siendo testigos de muchas historias de santidad. Muchos de vosotros, hermanos sacerdotes, nos habéis ayudado con vuestra entrega y espíritu de fe a mirar este momento trágico como una oportunidad para ver a Dios, para tocarlo. 5. Hoy no haremos la renovación de las promesas sacerdotales, la haremos más adelante, cuando pueda ser, pero cada uno en su corazón sí que le puede decir al Señor: “Soy tuyo Señor, renueva en mí la gracia del sacerdocio y permíteme que me entregue siempre y sin condiciones al cumplimiento de tu voluntad”. María, es compañera de nuestro camino; la madre que nos escucha y nos arropa, es consuelo y fortaleza. A Ella, Madre de los sacerdotes, encomendamos nuestra diócesis y nuestro Presbiterio. A Ella consagramos nuestra vida.

+ Ginés, Obispo de Getafe.

+ Ginés, Obispo de Getafe