HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE DIÁCONOS Y PRESBÍTEROS
Getafe, 12 de Octubre de 2020

Queridos hermanos en el episcopado. Querido hermanos sacerdotes; Sres. Vicarios.
Saludo al Delegado del Superior Provincial de los PP Asuncionistas.
Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.
Queridos hijos Víctor, Mateusz, Daniel, Juan Luis y Benjamín que hoy recibís el orden sagrado del presbiterado. Y vosotros, queridos Fernando y Alfonso, que sois agregados al orden de los diáconos.
Queridos diáconos y seminaristas.
Queridos consagrados y consagradas.
Querido padres, familiares y amigos de los ordenandos.
Hermanos y hermanas en el Señor. Con afecto saludo a todos los que os unís a esta celebración a través del canal de YouTube de nuestra diócesis.

Moje serdeczne pozdrowienie kieruję do rodziny Mateusza, jego rodziców i rodzeństwa. Jednoczy nas wiara y modlitwa za nowego kapłana. Niech Bóg błogosławi Waszą rodzinę.

“El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec”.

Con el salmo, queridos hermanos, cantamos la fidelidad de Dios que mantiene su elección sobre estos hermanos nuestros consagrándolos con el don de su Espíritu. Jesucristo, el Señor, es el sacerdote eterno, y de su sacerdocio participamos nosotros, para entregar nuestra vida por la salvación de los hombres.

Hoy la Iglesia en Getafe está de fiesta. Un día como hoy, hace 29 años, el santo Papa Juan Pablo II, erigía nuestra Diócesis para ser presencia del Señor en este Sur de Madrid. Desde entonces, y durante muchos años, ha sido también este el día en que nuestra Diócesis se ha visto enriquecida con la ordenación de nuevos sacerdotes para su servicio. Este año, por la misericordia de Dios, vamos a ordenar a cinco nuevos presbíteros, cuatro de nuestro Seminario diocesano y un religioso Agustino de la Asunción, Asuncionista, que comenzará su ministerio al servicio de esta Iglesia, en Leganés. Junto a ellos reciben el orden sagrado del diaconado dos hermanos nuestros, alumnos de este Seminario de Getafe. Damos gracias a Dios que nos sigue bendiciendo con nuevas vocaciones para su gloria y el servicio de la Iglesia.

Este año realizamos esta celebración en circunstancias particulares provocada por la pandemia de la Covid-19. Los ordenandos no han podido invitar a tantas personas como habrían querido, tampoco pueden estar aquí en la Basílica muchos fieles que cada tarde del día 12 de octubre vienen a celebrar estas ordenaciones con un precioso sentido de Iglesia. Algunos lo estáis siguiendo esta tarde a través de los medios de comunicación. Todo es diferente, pero queremos ver este momento de nuestra historia como una llamada del Señor; de la dificultad queremos hacer posibilidad para nuestra vida y para nuestra pastoral.

Para vosotros, queridos ordenandos, esta realidad es una llamada especialísima del Señor, una llamada dentro de la llamada. Seréis los sacerdotes y los diáconos que comenzáis vuestro ministerio en un mundo desconcertado y sorprendido en su propia vulnerabilidad; en una situación donde el dolor aflora ante la muerte de unos y la enfermedad de otros; muchos sufren ya o sufrirán las consecuencias del virus en la pobreza, incluso nuestras comunidades cristianas se ven diezmadas por el miedo al contagio o por el cumplimiento de la legalidad que limita la presencia en la vida de nuestras parroquias. Pero esto no puede ser una excusa, todo lo contrario, debe ser un impulso apostólico y misionero para llevar la esperanza y la alegría del Evangelio a todos.

Hace unos días, el Papa Francisco en su mensaje a la Asamblea General de las Naciones Unidas decía: “De una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores”. Y añadía: “La pandemia nos ha mostrado que no podemos vivir sin el otro, o peor aún, uno contra el otro”. Quiera Dios que vosotros colaboréis con toda la Iglesia a salir mejores de esta crisis y a ser el rostro de la misericordia de Dios que mira al otro como a un hermano.

1. El relato de la vocación del Jeremías que hemos escuchado en la primera lectura nos recuerda siempre el misterio de la vocación. Nos habla del proyecto eterno de Dios sobre cada uno de nosotros y la grandeza de la misión a la que somos llamados; el profeta, como todo llamado, solo puede responder desde su pequeñez y su indignidad: “¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño” (Jr 1,6). Es el sentimiento que tantas veces ha anidado en nuestro corazón y que hoy se hace presente de un modo especial en vosotros, queridos ordenandos. El diálogo en el que se desarrolla toda vocación se convierte, muchas veces, en una verdadera lucha interior: lucha ante la desproporción del que llama y del que responde, de la llamada y de la respuesta. ¿Cómo responder a Dios? Solo podemos hacerlo de un modo: con nuestra vida, con la entrega de lo que somos.

Los temores del profeta se ven acallados por la promesa de la presencia de Dios: “Yo estoy contigo para librarte”. Es más, es Dios quien envía y quien pone las palabras en tu boca. No es tu proyecto el que llevas a cabo, eres un enviado; no tienes mensaje propio, sino que eres altavoz del que te envía. ¿Y qué se espera del que es enviado, del administrador? Que sea fiel, que transmita lo que ha visto y oído, en definitiva, que sea testigo (cf. 1Cor 4,2). Sed, queridos hermanos, el agua limpia del mensaje de salvación que habéis recibido sin cambiarlo, sin ensuciarlo, sin adaptarlo a vuestras ideas e intereses. Nuestra palabra no salva, la Palabra del Dios, de la que sois constituidos mensajeros, sí.

En la misión del profeta Jeremías hay un doble cometido que siempre tiene actualidad, como toda la Palabra de Dios, pero que en este momento de la historia percibimos con mayor claridad. Dios llama a Jeremías para “arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para reedificar y plantar” (Jr 1,10). La misión consiste en arrancar del corazón humano y del corazón del mundo todo aquello que va contra el proyecto de salvación de Dios, acabar con el odio, con la injusticia, con la división y el individualismo, demoler el edificio de un mundo construido sobre el mal y el pecado, y hacerlo con el bien, con el amor de Dios que hace caer el muro del odio que nos separa. Y en la misma desolación plantar la semilla de la esperanza, construir la civilización del amor. Es verdad que surgirá en tu corazón la pregunta: ¿cómo lo haré? Lo harás con la gracia y por la gracia. El Señor no te pide que seas un héroe, te pide que seas santo.

La crisis humanitaria provocada por la Covid 19 ha llegado hasta lo más profundo del corazón del hombre, junto a la pobreza material que es grave, se ha instalado en muchos la falta de esperanza, y la desconfianza, ¿acaso esta pobreza no es más dura que la pobreza material? Hay tristeza en los ojos y pesar en el alma en nuestros contemporáneos, y esto llega hasta nuestras comunidades. Vosotros no estáis aquí por casualidad, estáis para llevar a los hombres la alegría del Evangelio, la esperanza que nace de Jesucristo, la confianza en la paternidad de Dios. No necesitáis mucho ajuar para salir a los caminos de la vida, solo la voz del Señor que te repite hoy: ve y dile a mis hermanos que estoy con vosotros hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,20).

2. Somos encargados de este ministerio por la misericordia de Dios como nos ha recordado san Pablo. El sacerdocio ministerial, como el diaconado, es pura gracia. Es un don precioso que recogemos en la vasija de barro que es nuestra vida. No hemos sido escogidos por ser los mejores sino por la misericordia de Dios. Pienso en las preguntas que según el Rito de ordenación se hace a los elegidos relativas a su compromiso y que describen lo esencial del don que reciben y del ministerio al que son llamados.

Después del llamado a ejercer el ministerio de la Palabra, la celebración de los misterios de Cristo y la oración por el pueblo, el Obispo pregunta: “¿Queréis uniros cada día más a Cristo, sumo sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como víctima santa, y con él consagraros a Dios, para la salvación de los hombres?”.

En estas palabras está contenida la esencia más profunda de nuestro sacerdocio, queridos hijos. Solo la unión, cada día mayor, con Cristo puede dar consistencia y sentido a nuestro sacerdocio, al don que hoy recibís. No hay nada más importante, y, por tanto, nada que se le pueda anteponer que la unión con Cristo. El secreto del sacerdocio ministerial está en la unión con Cristo, como lo está también el ministerio de los diáconos.

Os invito de corazón a cuidar vuestra vida interior, vuestra relación con el Señor. Si dejamos esta unión con Cristo un día podemos levantarnos y pensar: ¿qué hago yo aquí? ¿para qué sirve mi vida? Es Cristo quien ilumina y sostiene nuestra vida y ministerio. La oración íntima y diaria, el encuentro con el Señor en su Palabra conforta nuestra entrega y nos contrasta con nosotros mismos, hace vida lo que oramos y celebramos cada día.

Nuestro sacerdocio es configuración con Cristo, es perdernos en su Corazón, dejarlo que reine en mí y por mi vida que reine en los demás. Configurarnos con Cristo es tener sus mismos sentimientos y realizar en mí el don de su entrega. Él se entregó como víctima santa para la salvación de los hombres. ¿Qué debemos hacer nosotros? Pues con Él y por Él entregarnos también nosotros como víctimas por la salvación de los hombres, sin cálculos ni medida, con confianza y abandono.

Quiero repetir hoy una preciosa oración del P. Enmanuel d’Alzon, fundador de los Agustinos de la Asunción (Asuncionistas): “Salvador Jesús, que yo esté en vos y vos en mí; y mi inteligencia, mi voluntad, mi corazón elevándose cada vez más, realizarán el fin que vos deseáis; ¡oh Creador de mi ser! Señor Jesús, que no tuvisteis donde reposar la cabeza, que pobre como vos, me parezca en todo a vos. Sabéis cuál es mi mayor deseo, cuánto anhelo parecerme a vos, sobre todo por este sacerdocio en el que fuisteis a la vez sacerdote y víctima” (19 de febrero de 1831).

La entrega del Hijo se ha realizado en la cruz, cuyo misterio vais a celebrar cada día en la Eucaristía. Dentro de unos momentos, queridos hijos vais a recibir la patena con el pan y el cáliz con el vino y escucharéis: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. Estas palabras “resaltan con fuerza que, para el sacerdote, celebrar cada día la Santa Misa no significa proceder a una función ritual, sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor. (..) El presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que experimentó Jesús en primera persona, esto es, entregarse plenamente a la predicación y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al final, resumir todo en el gesto supremo de «dar la vida» por los hombres, gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial perpetuo de la Pascua de Jesús.” (Benedicto XVI, Homilía ordenaciones sacerdotales 29 de abril 2012).

Es este misterio, queridos hijos que vais a recibir el orden de los diáconos, la fuente de donde brota el servicio evangélico. La configuración con Cristo Siervo tiene su fuente en la Eucaristía. Nuestra caridad no es, y no puede ser, un impulso del corazón tocado por el amor a la humanidad sin más, ni una contestación a las injusticias o a los problemas del mundo; llega hasta ahí, sí, pero nace del corazón compasivo de Dios que envió a su Hijo al mundo porque quiere que todos los hombres se salven, porque la humanidad forma parte de su corazón y quiere sanarlo. Cuánto más bebáis de la Eucaristía que es Cristo mismo, más visible se hará en vuestra vida y en vuestro ministerio la caridad de Cristo.

3. La alegoría del buen pastor del evangelio de san Juan (10,14-17) que hemos escuchado nos lleva nuevamente al corazón de Cristo. Cristo tiene corazón de pastor. A diferencia del asalariado que cumple una función, pero no pone vida, el buen pastor entrega la vida por sus ovejas, le importan sus ovejas, hace del pastoreo su vida.

El pastor conoce a las ovejas. Conocer a las ovejas que el Señor os encomienda es tarea principal de vuestro ministerio; y conocer no es solo saber quiénes son, sino conocerlas interiormente para guiarlas, para alimentarlas con buenos pastos, para corregirlas. El pastor pastorea con fortaleza y suavidad, con delicadeza y dedicación. En el rebaño es importante la presencia del pastor, estar con ellas, echar tiempo; la organización de una parroquia es importante, pero lo es mucho más la presencia del pastor, que el que os busque os encuentre.

Las ovejas escuchan la voz del pastor y la siguen, y es que no hay muchos pastores, solo hay un pastor, por eso para que las ovejas escuchen la voz del único pastor es necesaria la unidad. “Entonces las confió porque encontró a Pedro; más aún, hasta en el mismo Pedro se encareció la unidad”, dice san Agustín. Y continúa el santo de Hipona: “todos los buenos pastores están en uno, forman una unidad. Apacientan ellos: es Cristo quien apacienta. Los amigos del esposo no profieren su voz propia, sino que gozan de la voz del esposo. Por lo tanto, es él mismo quien apacienta cuando ellos apacientan. (..) Por lo tanto, al confiarle las ovejas, ¿qué le pregunta antes, como para no confiárselas a otro distinto de sí? Pedro, ¿me amas? Y respondió: Te amo. De nuevo: ¿Me amas? Y respondió: Te amo. Y por tercera vez: ¿Me amas? Y respondió: Te amo. Asegura la caridad para consolidar la unidad” (Sermón sobre los pastores, 30). Nacéis hoy, queridos hijos, a un Presbiterio en comunión con el Obispo, vuestro ministerio será fecundo en la comunión, una comunión que no es administrativa, formal, sino que nace del amor y se hace fraternidad. El amor a la Iglesia que es el pueblo santo de Dios nos exige la comunión real y afectiva. Cuidad con esmero la relación filial y en confianza con vuestro Obispo y no olvidéis que la amistad sacerdotal es un tesoro que hay que cultivar como elemento de fuerza para la fidelidad y perseverancia.

Y continúa el Señor en el Evangelio: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que atraer” (Jn 10.11). El corazón del pastor es grande y universal. No podemos conformarnos con los que nos son cercanos, con los que vienen a la Iglesia, nuestro corazón de pastor ha de abarcar a todos. El Papa Francisco nos acaba de recordar en la Encíclica Fratelli tutti: “creemos que Cristo derramó su sangre por todos y cada uno, por lo cual nadie queda fuera de su amor universal” (n. 85). Nadie queda fuera del Corazón de Cristo, nadie puede quedar fuera de nuestro corazón.

Queridos hermanos, en vuestro corazón de pastores tiene que haber un lugar privilegiado para los pobres. Las palabras del Papa en su mensaje para la IV Jornada Mundial de los pobres, que celebraremos en las próximas semanas, podemos leerlas hoy en clave sacerdotal y dejar que sean un buen programa para el ministerio sacerdotal o diaconal que hoy comenzáis: tender la mano a todos como signo de proximidad, solidaridad y amor, realizar gestos sencillos que den sentido a la vida. Nos interpelan estas palabras del Sucesor de Pedro: “El encuentro con una persona en condición de pobreza siempre nos provoca e interroga. ¿Cómo podemos ayudar a eliminar o, al menos aliviar, su marginación y sufrimiento? ¿Cómo podemos ayudarla en su pobreza espiritual? La comunidad cristiana está llamada a involucrarse en esta experiencia de compartir, con la conciencia de que no le está permitido delegarla a otros. Y para apoyar a los pobres es fundamental vivir la pobreza evangélica en primera persona. (...) Es cierto, la Iglesia no tiene soluciones generales que proponer, pero ofrece, con la gracia de Cristo, su testimonio y sus gestos de compartir. También se siente en la obligación de presentar las exigencias de los que no tienen lo necesario para vivir”.

Queridos hijos que vais a recibir el sacramento del Orden en el grado de los diáconos y de los presbíteros, os invito a mirar ahora, y cada día, a la Virgen santísima para que ella acompañe y sostenga vuestra vida y vuestro ministerio. Que sea el Pilar de vuestra existencia. Recordar siempre y rezar con las palabras de san Bernardo, el gran canto de María: “En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud. No te extraviarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiende su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía; llegarás felizmente al puerto, si Ella te ampara. Mira a la Estrella, invoca a María”.



+ Ginés, Obispo de Getafe