Homilía en la ordenación episcopal de Mons. José María Avendaño Perea
Obispo auxiliar de Getafe y titular de Illiberis

Getafe, 26 de noviembre de 2022

“El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 23,1).

Las palabras del salmo nos introducen en el sentido más profundo de esta celebración. Como toda acción litúrgica, lo que hoy celebramos es la gloria de Dios, un canto de alabanza a la Trinidad Santa que acompaña el camino de la Iglesia como el pastor acompaña a su rebaño cuidándolo y llevándolo a las verdes praderas de la salvación. Porque Jesucristo, el buen Pastor de nuestras almas, está en medio de nosotros nada nos puede faltar.

Hoy el Señor vuelve a bendecir a la iglesia de Getafe con el envío de un Obispo auxiliar, en la persona de D. José María Avendaño Perea, sucesor de los Apóstoles; estamos contentos y agradecidos, y bendecimos a Dios, autor de todo bien. Agradecemos de corazón al Santo Padre, el Papa Francisco, que nos haya dado un obispo para auxiliar nuestro ministerio apostólico, y que se haya fijado en un sacerdote de nuestro Presbiterio diocesano. Bendito sea Dios.

Saludo con afecto fraterno y agradecimiento a los hermanos obispos. A nuestro Arzobispo Metropolitano, el cardenal Carlos Osoro Sierra; al Sr. Nuncio de su Santidad en España, Mons. Bernardito Auza; al Presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Juan José Omella; a los Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos.

Saludo también con afecto a los sacerdotes, a los de esta Diócesis, y los que habéis venido de otras iglesias hermanas, especialmente de Madrid y Toledo. A los diáconos y a los seminaristas. También a vosotros, queridos consagrados y consagradas.

Mi saludo afectuoso a la familia de Mons. Avendaño, a sus hermanos, sobrinos, y tíos, sin olvidarme de los numerosos fieles que venís de Villanueva de Alcardete, pueblo toledano y manchego, de donde es natural el nuevo obispo.

Saludo con respeto y afecto a las autoridades civiles, militares, judiciales y académicas aquí presentes. Al Sr. Presidente de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, a la Alcaldesa de Getafe y a los demás alcaldes, a los representantes de la Comunidad Autónoma de Madrid.

Os saludo a todos, queridos hermanos y hermanas en el Señor, a lo que estáis aquí presentes, y a los que seguís esta celebración a través de los medios de comunicación.

También a ti, querido José María, que el Señor me regala como hermano y compañero para pastorear esta porción de su Pueblo.

1. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21,15). El ambiente en el que Jesús le hace la pregunta a Pedro es familiar y sosegado, están junto al lago, el lugar de lo cotidiano, donde han escuchado en los últimos años al Señor, han visto sus signos, lo han seguido; es el lugar de la memoria del discípulo, atrás han quedado los momentos dramáticos que hicieron caer a Pedro en la negación del Maestro, presentes siguen estando las lágrimas que derramó porque no supo dar la cara por el que tanto quería. Ahora la triple pregunta de Jesús le encoge el corazón: “Tú sabes que te quiero” (15), “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero” (17), responde con convicción y con dolor; no es momento para comparar el grado del amor, sencillamente, confiesa su amor. Desde la debilidad del amor probado por el pecado, Pedro ama al Señor.

Sin embargo, con estas preguntas, Jesús no pretende hacer un examen a Pedro, solo quiere recordarle que Él es fiel, que mantiene su voluntad de dejar en sus manos lo más grande que tiene, el pueblo que ha adquirido por su Sangre, y para esto solo es necesario el amor, aunque sea débil e imperfecto, pero el amor. En este pasaje evangélico encontramos la raíz de nuestro ministerio: el amor a Cristo, un amor que se hace de confianza e intimidad, un amor que se manifiesta en la fidelidad de cada día, en la perseverancia en medio de la prueba, en la paciencia del que sabe esperar en que Dios siempre cumple su promesa.

El diálogo del Resucitado con Pedro es una llamada a volver siempre al primer amor. Una llamada para todos, y hoy especialmente para ti, querido José María. Es volver a tu casa, a tu pueblo, al testimonio de fe y generosidad de tus padres, Cándido y Jorja, hoy Sierva de Dios comenzado su proceso de beatificación, a tu búsqueda juvenil del bien y la belleza, al impacto que sentiste en el corazón cuando descubriste que un pastor, un obispo, está llamado a dar la vida, incluso con el derramamiento de su sangre, esta revelación te hizo dejar todo aquello que legítimamente te correspondía para servir al Señor en el ministerio sacerdotal. Volver al primer amor es volver a la ilusión del encuentro con la verdad revelada por Dios, y que la Iglesia custodia y transmite como el tesoro que es, y es volver, al mismo tiempo, a la vida que descubriste en Leganés, entre la gente, en medio de los más pobres, de los descartados. Volver al primer amor es volver siempre al encuentro personal e íntimo, al encuentro cotidiano y jugoso, para “estar con Él”, para experimentar que nunca estamos solos, que en Cristo está nuestra fuerza y nuestro consuelo, que en Él todo lo podemos, y sin Él no somos nada.

Sin embargo, el amor a Cristo no nos encierra, el amor siempre es un camino de apertura y acogida del otro; la respuesta de Jesús a la confesión de Pedro es la misión: “Apacienta mis corderos”, “pastorea mis ovejas”, “apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). En estas palabras-encargo del Señor al apóstol está el contenido, y hasta el estilo, en el ejercicio de la misión apostólica. Me gustaría hacer mención a la riqueza de los términos con los que se define la misión del apóstol, pues aun siendo sinónimos tienen connotaciones diferentes que iluminan el ser y el quehacer de la misión encomendada. Jesús invita a apacentar los corderos, es decir, la cría de las ovejas, un animal pequeño, tierno y débil, al que hay que alimentar, proteger, instruir y enseñar; a las ovejas se les pastorea, se les cuida, se les dirige y gobierna.

¿Cuál es entonces la misión del Obispo? Pues apacentar, pastorear. Ser pastor al estilo del Buen Pastor. Alimentar al pueblo con la Palabra, después de haber bebido tú mismo de esta fuente. El Obispo anuncia con fidelidad el Evangelio, dirige a los hombres a la fe, también a los alejados y a los que no creen; en la fe los ha de robustecer porque así ejerce su paternidad en medio del pueblo. De Cristo, corazón del Evangelio, arrancan todas las verdades de la fe en las que se debe instruir al pueblo. Por eso, hemos de cuidar que el agua de nuestra enseñanza sea cristalina, que no se deje contaminar por ideologías, o acomodar a la moda, ni tampoco a nuestros propios criterios o puntos de vista, como dice el Apóstol: “no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús” (2 Cor 5,5).

La misión del Obispo toma cuerpo en la celebración de los misterios de Cristo. En cada uno de los sacramentos, y especialmente en la Eucaristía, se fundamenta y alimenta la misión del pastor, y su entrega en favor del pueblo santo. Como la Pascua es el corazón de la vida y la misión del Buen Pastor, la Eucaristía es el centro de la vida del Obispo, que ha de procurar que lo sea también de toda la comunidad.

Y no es menos misión el cuidado cercano y entregado del pueblo que se nos ha encomendado. Cuidar significa acompañar, acoger, escuchar, curar, y para esto hemos de estar, permanecer con nuestro pueblo, ser presencia real y significativa, porque nuestra presencia de pastores recuerda que Dios no nos abandona. El Obispo protege a su pueblo siendo promotor de comunión y adelantado en el testimonio de la caridad.

Nos lo recuerda el Papa Francisco: “Episcopado” es, en efecto, el nombre de un servicio, no de un honor, porque al obispo le compete más el servicio que la dominación, según el mandamiento del Maestro: “El que sea el más grande entre vosotros que sea como el más pequeño. Y quien gobierna, que sea como el que sirve” (Francisco. Ordenación episcopal 4 de octubre de 2019).

2. Al hablar de la vida de la vida del Obispo, querido José Ma, nos iluminan las palabras de san Pablo que hemos proclamado en la segunda lectura.

El apóstol nos exhorta: “Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef 4,1), habla de la coherencia que debe haber en toda vida y, más concretamente, de las implicaciones que tiene la existencia cristiana, destacando una de las más importantes, la unidad. Unidad, en primer lugar interior: vivir según lo que somos. Como dice san Gregorio Magno, los predicadores, especialmente los obispos, estamos puestos como atalayas para ver todo lo que se acerca, pero también estamos a la vista de todos y nuestra vida tiene que reflejar con transparencia lo que somos, y ser testigos con el ejemplo del tesoro que llevamos, aunque nuestras vasijas sean de barro. El testimonio de vida es la forma más clara del magisterio de un Obispo, y en este sentido cómo no recordar las palabras de S. Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan o, si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio" (Evangelii nuntiandi, n. 41).

El obispo es artesano de unidad, pues fundamentado su ministerio en la Trinidad Santa, “por el carácter trinitario de su ser, cada Obispo se compromete en su ministerio a velar con amor sobre toda la grey en medio de la cual lo ha puesto el Espíritu Santo para regir a la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya imagen hace presente; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, por el cual ha sido constituido maestro, sacerdote y pastor; en el nombre del Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y con su fuerza sustenta la debilidad humana” (Exhort. Apot. Pastores gregis, 7).

Es nuestra misión construir la unidad con paciencia y determinación al mismo tiempo; congregar a los que están alejados por las razones que sean, unir a lo que son distintos, dar voz a los que no la tienen, hacer de la Iglesia un verdadero hogar donde todos encuentren acogida, calor y comprensión. No se pierde la identidad por la apertura al que es diferente, sino por la falta de compasión para con el otro. Así nos exhortaba el apóstol, “sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor” (Ef 4,2); la razón no es solo pastoral, es teológica: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa en medio de todos y está en todos” (Ef 4,4-5).

La unidad que el ministerio episcopal ha de construir cada día se concreta en las cuatro cercanías de las que nos habla el Papa: cercanía a Dios, cercanía entre nosotros, pues somos un cuerpo continuación del colegio apostólico, bajo la guía de Pedro, cercanía con los sacerdotes, y cercanía con el pueblo santo de Dios.

Querido José María, hoy vas a ser constituido Sucesor de los apóstoles, vas a recibir el sacramento del orden en el primer grado, hoy se realiza en ti la obra de Dios, pero un obispo no sale de aquí acabado, ahora la vida, la historia, el pueblo irán moldeando este ministerio que hoy recibes sacramentalmente; déjate hacer. Ahora emprendes un camino que no sabes por dónde te llevará, fíate. El Señor en cada momento de tu vida te irá poniendo en el corazón qué quiere de ti; escucha la voz del Dios que habla a través de los hombres y de los signos de los tiempos y dile siempre como el profeta: “Aquí estoy, mándame” (Is 6,8).

3. Por último, quiero recordar unas palabras que hemos escuchado en la profecía de Isaías, son un canto a la esperanza, de la que el obispo es servidor como nos recordaba la X Asamblea del Sínodo de los Obispos dedicada al ministerio episcopal “El Obispo: servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo”.

Vas a ser ungido por el Espíritu Santo con el óleo de alegría para anunciar la Buena Noticia y curar los corazones desgarrados, para transformar en fiesta el duelo de tantos hombres y mujeres que han perdido la esperanza, que no tienen horizonte de sentido, que encerrados en sí mismos no son capaces de vislumbrar “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21,1). Esta Diócesis tan poblada, en sus grandes ciudades y en sus pueblos, encierra, como bien sabes, muchos hombres y mujeres instalados en un espíritu de abatimiento que, aunque no lo sepan, esperan un vestido de alabanza. Tenemos una gran misión a la que todos estamos llamados; nosotros, los obispos, en comunión, tenemos que alentar la evangelización de este pueblo que ha borrado a Dios de su existencia cotidiana, siendo los primeros y caminando juntos.

Querido José María, los pobres han sido siempre la mejor parte en tu ministerio, hoy los recibes porque te los da el Señor con un título nuevo. El Obispo es el “padre de los pobres”, en su corazón de padre deben estar los pobres, todos, todos los rostros de la pobreza; los pobres no se delegan, son nuestros, forman parte de nuestra vida y de nuestra casa. En palabras del S. Juan Pablo II, debemos favorecer “la fantasía de la caridad que pondrá de relieve, más que la eficacia de las ayudas prestadas, la capacidad de compartir de manera fraterna” (Pastores gregis, 20). El lema que has elegido para tu ministerio episcopal expresa esta cercanía a los más pobres con un corazón como el de Cristo: “Cáritas et humilitas”.

Queridos José María, comienzas hoy un nuevo camino en esta diócesis a la que has servido con generosidad durante tantos años. Juntos seguiremos el camino de la evangelización de esta Iglesia con la mirada fija en Jesús y recogidos en su Corazón que nos anima a entregarnos con un amor como el Suyo. Nos acompaña la oración de la Iglesia y nos mueve que Jesucristo sea conocido, amado y servido en cada rincón de la diócesis. Todos los que te conocemos sabemos de tu devoción a los santos, desde Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz a Carlos de Foucauld, desde el obispo Romero a San Pablo VI. Pero hoy quiero recordar un episodio de la vida de san Pedro Poveda -santo tan unido a nuestras vidas-, cuando en el momento de su martirio le preguntaron quién era, su respuesta fue: “Soy sacerdote de Cristo”. Tú, querido hermano, “Obispo según el Corazón de Cristo”.

Bajo la mirada maternal de la Virgen, Nuestra Señora de los Ángeles, que hoy nos preside, comienzas tu ministerio. A su protección te encomendamos, y le pedimos que te mire siempre con ojos de misericordia, te recoja en su regazo y te lleve a Jesús.