LLEGÓ A DONDE ESTABA ÉL

CAMINANDO HACIA LA GRAN MISIÓN DIOCESANA

AÑO DE LA ESPERANZA

Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo Obispo de Getafe 

“Un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al verlo se compadeció”(Lc 10,33).

Introducción.

Queridos hermanos y hermanas, sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados y laicos:

En mi carta pastoral “Llenos de amor por el hombre, con la antorcha de Cristo en la mano”, del 15 de Junio de 2012, os proponía conmemorar el vigésimo quinto aniversario de la Diócesis promoviendo una Gran Misión. “El Señor nos llama -os decía– a todos y cada uno de nosotros para que en el seno de la Iglesia, en nuestra Diócesis, anunciemos el Evangelio de Cristo a los que no lo han recibido plenamente, a los que lo recibieron, pero se alejaron de la Iglesia y, también, respetuosamente, a los no creyentes o a quienes se confiesan agnósticos o abiertamente ateos”. 

Hablar de Misión para un determinado año, en modo alguno significa que hasta que llegue ese momento la Iglesia se despreocupa de la Misión. La Iglesia siempre es misionera; la Iglesia existe para la Misión. Si proponemos una fecha determinada para unirnos en la Misión es porque, como os decía en mi carta anterior, estos veinticinco años transcurridos han ido configurando nuestra historia familiar con una identidad y personalidad propia y la Gran Misión ha de ser para nosotros un momento que nos ayude a fortalecer los vínculos diocesanos, a acrecentar nuestra vocación misionera, a reflexionar juntos sobre los logros y retos que suponen estos veinticinco años de historia y a mirar el futuro con esperanza. 

La Gran Misión ha de ser un momento de gracia para renovar, con espíritu misionero, nuestros proyectos pastorales y nuestros modos de pensar y de actuar; y para abrirnos a la novedad de Dios. Porque lo cierto es que en la Iglesia siempre hay novedad. Y la novedad está dada por los desafíos que nos marca el tiempo presente, la época que estamos viviendo. Esta es la maravilla de la presencia del Espíritu en la Iglesia. El Espíritu siempre sopla para encontrar lo nuevo en lo ordinario, renovando lo cotidiano, porque es Cristo el que hace nuevas todas las cosas. “Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando no lo notáis” (Is 43,18).

La parábola del Buen Samaritano puede servirnos de “icono” para entender la Misión. Jesús es el “buen samaritano” por excelencia. El “buen samaritano vio al hombre caído, se conmovió, se acercó, le curó, le subió en su cabalgadura, le llevó a la posada, y pagó al posadero para que lo cuidara. Jesús es el verdadero prójimo del hombre caído por el pecado, es el Bendito que viene en el nombre del Señor, el Dios con nosotros, el Dios que estará con nosotros hasta el fin del mundo. El despojo que supone esta apertura del Señor, esta cercanía, este dejarse tocar por la gente que lo reclama y lo va como “deshilachando”, sacándole gracia tras gracia, es un despojo total que tendrá su expresión máxima en la Cruz, pero que el Señor fue viviendo día a día.

La Gran Misión no la hacemos nosotros; la hace el Señor con nosotros. Sólo viviendo la comunión plena con el Señor, en el Misterio de su Cruz y Resurrección, podremos ser, a modo de “buenos samaritanos”, verdaderos misioneros.

LLEGÓ A DONDE ESTABA ÉL

CAMINANDO HACIA LA GRAN MISIÓN DIOCESANA

AÑO DE LA ESPERANZA

Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo Obispo de Getafe 

“Un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al verlo se compadeció”(Lc 10,33).

Introducción.

Queridos hermanos y hermanas, sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados y laicos:

En mi carta pastoral “Llenos de amor por el hombre, con la antorcha de Cristo en la mano”, del 15 de Junio de 2012, os proponía conmemorar el vigésimo quinto aniversario de la Diócesis promoviendo una Gran Misión. “El Señor nos llama -os decía– a todos y cada uno de nosotros para que en el seno de la Iglesia, en nuestra Diócesis, anunciemos el Evangelio de Cristo a los que no lo han recibido plenamente, a los que lo recibieron, pero se alejaron de la Iglesia y, también, respetuosamente, a los no creyentes o a quienes se confiesan agnósticos o abiertamente ateos”. 

Hablar de Misión para un determinado año, en modo alguno significa que hasta que llegue ese momento la Iglesia se despreocupa de la Misión. La Iglesia siempre es misionera; la Iglesia existe para la Misión. Si proponemos una fecha determinada para unirnos en la Misión es porque, como os decía en mi carta anterior, estos veinticinco años transcurridos han ido configurando nuestra historia familiar con una identidad y personalidad propia y la Gran Misión ha de ser para nosotros un momento que nos ayude a fortalecer los vínculos diocesanos, a acrecentar nuestra vocación misionera, a reflexionar juntos sobre los logros y retos que suponen estos veinticinco años de historia y a mirar el futuro con esperanza. 

La Gran Misión ha de ser un momento de gracia para renovar, con espíritu misionero, nuestros proyectos pastorales y nuestros modos de pensar y de actuar; y para abrirnos a la novedad de Dios. Porque lo cierto es que en la Iglesia siempre hay novedad. Y la novedad está dada por los desafíos que nos marca el tiempo presente, la época que estamos viviendo. Esta es la maravilla de la presencia del Espíritu en la Iglesia. El Espíritu siempre sopla para encontrar lo nuevo en lo ordinario, renovando lo cotidiano, porque es Cristo el que hace nuevas todas las cosas. “Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando no lo notáis” (Is 43,18).

La parábola del Buen Samaritano puede servirnos de “icono” para entender la Misión. Jesús es el “buen samaritano” por excelencia. El “buen samaritano vio al hombre caído, se conmovió, se acercó, le curó, le subió en su cabalgadura, le llevó a la posada, y pagó al posadero para que lo cuidara. Jesús es el verdadero prójimo del hombre caído por el pecado, es el Bendito que viene en el nombre del Señor, el Dios con nosotros, el Dios que estará con nosotros hasta el fin del mundo. El despojo que supone esta apertura del Señor, esta cercanía, este dejarse tocar por la gente que lo reclama y lo va como “deshilachando”, sacándole gracia tras gracia, es un despojo total que tendrá su expresión máxima en la Cruz, pero que el Señor fue viviendo día a día.

La Gran Misión no la hacemos nosotros; la hace el Señor con nosotros. Sólo viviendo la comunión plena con el Señor, en el Misterio de su Cruz y Resurrección, podremos ser, a modo de “buenos samaritanos”, verdaderos misioneros.

Capítulo 1

I. Hacer memoria del año de la fe.

En este tiempo transcurrido hemos empezado ya a prepararnos para la Gran Misión, caminando con toda la Iglesia en el Año de la Fe. Han sido muchas las iniciativas pastorales y muchos también los frutos. Hemos vivido el acontecimiento de la renuncia del Papa Benedicto XVI y la llegada al pontificado del Papa Francisco. Y hemos recibido como uno de los primeros frutos de este pontificado la Carta Encíclica Lumen fidei.

En la fe, nos dice el Papa en esta Carta, “reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra Buena y, que si acogemos la Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios”.

Esta admirable “urdimbre” de las tres virtudes teologales es la que queremos ir desplegando, con la gracia de Dios, en la preparación para la Gran Misión. Al Año de la Fe, seguirá el Año de la Esperanza y el Año de la Caridad. Con este dinamismo de las virtudes teologales queremos seguir caminando hacia la plena comunión con Dios, como Iglesia diocesana, siendo misioneros y atrayendo a la vida divina a esa gran multitud de hermanos nuestros que aún no han descubierto el gozo de la fe. Tenemos que anunciar a nuestros hermanos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está muy cerca de nosotros con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación y que alienta incesantemente nuestra esperanza.

En el todavía corto, pero muy intenso ministerio, del Papa Francisco, hay una llamada constante a la Misión. Una llamada que ha resonado con fuerza en la reciente JMJ de Río de Janeiro. “¿Qué es lo que espero como consecuencia de la JMJ? -les decía a los jóvenes peregrinos llegados de Argentina–: Espero lío. (…) Quiero lío en las diócesis, quiero que se salga afuera. Quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que sea estar encerrados en nosotros mismos. Las parroquias, los colegios, las instituciones, son para salir, si no salen se convierten en una ONG y la Iglesia no puede ser una ONG” . El Papa no quiere que caigamos en la trampa del secularismo que pretende que la Iglesia se doblegue a los dictados de la moda y se contente con ser una ONG piadosa para consuelos privados y para algunos servicios humanitarios.

Y en el encuentro con los voluntarios, fue todavía más lejos. Les habló de la revolución de los santos, “Dios nos llama a todos a la santidad, a vivir su vida. (…) Os pido que seáis revolucionarios, os pido que vayáis contracorriente, os pido que os rebeléis contra esta cultura de lo provisional que cree que no sois capaces de asumir responsabilidades, que no sois capaces de amar verdaderamente. Yo tengo confianza en vosotros, jóvenes, y pido por vosotros. ¡Atreveos a ir contracorriente! ¡Atreveos a ser felices! porque, a fin de cuentas, Dios llama a opciones definitivas, tiene un proyecto para cada uno: descubrirlo, responder a la propia vocación, es caminar hacia la realización feliz de uno mismo”.

El Papa nos invita a sentir la urgencia de la Misión: “Quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí. (…) La Palabra recibida se convierte en respuesta, confesión y, de este modo, resuena para los otros, invitándolos a creer. (…) La luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz”. Anunciar a Jesucristo en nuestros días exige coraje y espíritu profético. Hemos de ser muy conscientes de que la fe ha de llevarnos a engendrar modelos culturales alternativos para la sociedad actual. Esos modelos ya existen y, con espíritu misionero, se los debemos mostrar al mundo.

Os animo a preparar con entusiasmo la Gran Misión. Os invito a reflejar en vuestra vida la luz de Cristo. Y que esa luz brille en el corazón de todos los hombres. Este Año de la Fe nos ha ayudado, como pedía Benedicto XVI, a descubrir el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia y del Pan de Vida ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6,51). El Señor nos sigue diciendo con insistencia: “Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 27).

Capítulo 2

II. Insertar lo nuevo en lo cotidiano.

Una preocupación que surge inmediatamente es ¿cómo insertar la novedad de la Gran Misión en la pastoral ordinaria? ¿Supone la Gran Misión una interrupción de las tareas ordinarias de nuestras parroquias, movimientos, asociaciones, colegios o comunidades? Pensar esto sería absurdo. No sólo no debe interrumpir las tareas ordinarias sino que debe dinamizarlas.

En la Gran Misión tenemos por delante la apasionante tarea de hacer renacer el celo evangelizador de nuestras comunidades eclesiales, en el horizonte exigente y comprometido de la pastoral ordinaria, de acentuar la necesidad de una conversión pastoral y un estilo misionero en toda actividad pastoral cotidiana. Para ello, la Gran Misión, nos ofrece la posibilidad de realizar proyectos de misión organizados, capaces de llegar a todos los ámbitos de la vida social y de formar espiritualmente misioneros, llenos de Dios, que, como buenos samaritanos, encarnen y hagan visible este renovado estilo misionero. Esto permite que cada comunidad eclesial pueda adecuar su camino misionero vinculándolo con las prioridades pastorales que se vienen trabajando. Así la misión no aparecerá como punto de partida o como algo desvinculado de la vida ordinaria sin tener en cuenta el camino anterior, sino que vendrá a renovar y potenciar lo que se está haciendo”.

Podemos señalar, en concreto, cuatro ámbitos de la pastoral ordinaria que la Gran Misión puede y debe dinamizar:

1.- Alentar un espíritu misionero en la organización misma de la pastoral diocesana y, en especial, de la pastoral parroquial.

Para que la Misión no quede sólo en un gesto misionero, el gran desafío es el de renovar la pastoral ordinaria, desde un nuevo estilo misionero. Para ello es fundamental poner la mirada en la parroquia como institución pastoral privilegiada en la tarea evangelizadora. Cada parroquia, bajo el impulso de la Misión ha de renovarse en orden a aprovechar la totalidad de sus potencialidades pastorales para llegar, efectivamente, a cuantos le están encomendados. Para ello es muy importante saber acoger con cordialidad y respeto a quienes se acercan a nuestras parroquias. Será una ocasión para mostrar el rostro maternal de la Iglesia y para considerar estos encuentros como momentos privilegiados para la evangelización y ocasión para dar testimonio personal de Cristo. La Misión comienza, en el momento mismo en que alguien descubre a la Iglesia como casa y escuela de la comunión.

La Misión tiene que ayudarnos a promover una pastoral acogedora de las personas y de sus búsquedas, sufrimientos, dudas, temores y oscuridades. Esta pastoral acogedora requiere tener espacios cálidos y acogedores, para recibir a las personas y, sobre todo, corazones llenos de amor divino, capaces de escuchar. Tenemos que decir: no a la burocracia innecesaria, no al desinterés, a la frialdad o a las prisas; sí a la actitud llena de afecto; sí a la cercanía; sí a la ternura. El Papa Francisco nos decía recientemente: “Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras la batalla”.

2.- Dar prioridad a una pastoral misionera desde la catequesis de iniciación.

Todos somos conscientes de la dificultad que hoy existe en la transmisión familiar de la fe. Muchos niños nos llegan a la catequesis sin saber hacer la señal de la cruz y cada vez se retrasa más el momento del Bautismo e, incluso, ya en muchos casos, ni se celebra. Hoy va siendo cada vez más frecuente ver en nuestros barrios muchos niños sin bautizar. Y si no hay Bautismo no existe el vínculo primero y más esencial con la Iglesia, y no existe, por tanto, ningún grado de pertenencia a ella como familia.

Hay que pensar en cómo afrontar una decidida pastoral bautismal, donde la invitación a los padres, a partir del anuncio del Kerigma, consista en presentar el Bautismo como la puerta de la fe y camino para esa vida plena, que todos los padres desean para sus hijos.

La novedad misionera debe estar en agregar a la preparación prebautismal, una pastoral post-bautismal, donde la Iglesia haga visible que se hace cargo de los hijos que engendra. Y que este camino post-bautismal oriente y acompañe a los bautizados, y a sus padres, hasta la culminación de la catequesis de iniciación en la Confirmación y la Eucaristía.

La novedad misionera ha de estar también dirigida hacia los adultos, no bautizados, para ofrecerles el catecumenado diocesano bautismal; y a todos aquellos que, estando bautizados, se alejaron de la fe para que siguiendo también un camino catecumenal, llegan al encuentro personal con Cristo y con la Iglesia.

Hemos de aprovechar este impulso misionero de toda la Diócesis para despertar en nuestros catequistas la inquietud misonera y para acrecentar la conciencia de su vocación bautismal que les convierte en discípulos del Señor y en misioneros de la fe, ayudándoles a desarrollar el potencial misionero que hay en cada bautizado.

3.- Promover el compromiso misionero hacia una sociedad justa y responsable. Promover la pastoral familiar y la Doctrina Social de la Iglesia.

“Precisamente por su conexión con el amor (cf. Gal 5.6), la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por ese amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida en común. La fe no aparta del mundo, ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres. (…) La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común”.

La Misión ha de abrir nuestros ojos, como nos dice el Papa, a las necesidades de los hombres para poner la luz de la fe al servicio de la justicia, del derecho y de la paz. La Misión nos invita a presentar la Doctrina Social de la Iglesia, en nuestra pastoral ordinaria, como camino formativo y de compromiso con la construcción de la sociedad y, en especial, poniendo el énfasis en la pastoral familiar y educativa.

Desde esta perspectiva, la Misión, debe ayudar a caer en la cuenta de la escasa participación de los cristianos en los asuntos públicos como agentes de transformación de la vida social, económica y política, y a despertar vocaciones para el compromiso social y público.

La Misión ha de hacernos salir también al encuentro de las necesidades de los pobres y de los que sufren y crear las estructuras justas que son una condición sin la cual no es posible un orden justo en la sociedad.

4.- Desarrollar procesos misioneros permanentes.

Junto con la renovación misionera de la pastoral ordinaria, habrá que extender la presencia misionera, al modo de un proceso permanente, incluyendo aquellas acciones puntuales que ayuden a encender y mantener vivo el ardor misionero. No nos podemos contentar con esperar a los que vienen. Por tanto, imitando al Buen Pastor que fue a buscar a la oveja perdida, una comunidad evangelizadora ha de sentirse movida constantemente a expandir su presencia misionera en todo el territorio que ha sido confiado a su cuidado pastoral y también en la misión orientada a otros pueblos. “Lo nuestro es promover procesos, más que llenar espacios. Dios se manifiesta en el tiempo y está presente en los procesos de la Historia. Esto nos hace preferir las acciones que generan dinámicas nuevas. Y esto exige paciencia y esperar”.

Este es el ámbito que más reclama una pastoral de conjunto diocesana. Es el Obispo, junto a todo el presbiterio, los religiosos y religiosas y los fieles laicos quienes han de descubrir, cuáles son las realidades más necesitadas de la luz del Evangelio, y cuáles son los procesos de evangelización misionera que debemos promover. La Misión ha de ayudarnos a entender que hay acciones misioneras que desbordan la capacidad de nuestras parroquias o grupos apostólicos. Pensemos en el mundo de los jóvenes, en el mundo de la educación, de la sanidad, de la universidad, y en tantos otros a los que sólo podremos llegar si tenemos una mirada amplia y una capacidad de participación en las iniciativas misioneras que se promuevan desde la Diócesis. Hemos de salir de una visión cerrada y absolutizadora de nuestras parroquias, movimientos, carismas o grupos eclesiales, para entrar en un verdadero espíritu de comunión misonera, en una espiritualidad de comunión y participación.

Capítulo 3

III. Superar temores y cansancios

A la hora de plantearnos la Misión surgen, sin duda, muchos temores, desconfianzas y cansancios y buscamos motivos para no entrar en algo que, en cierto modo, nos va a sacar de la rutina ordinaria de nuestro trabajo pastoral. Y nos hacemos muchas preguntas y ponemos muchos obstáculos para justificar nuestra no participación en la Misión.

He oído a algunas personas, especialmente sacerdotes, que al proponerles la Misión me han dicho: “Lo que se propone en la Gran Misión ya lo vengo realizando en mi Parroquia desde hace años”; “la Misión va a sacar a la gente de mi parroquia”;”la Misión va a multiplicar hasta la saciedad, encuentros y reuniones para hablar en todas ellas de lo mismo”; “tenemos a la gente agotada con tantas reuniones”; “siempre son los mismos los que participan en todo”; “yo ya tengo mi parroquia organizada y esto no hace más que complicarme la vida.”; “al final, después de tantos proyectos y tareas, todo va a seguir igual, seguirán en la Iglesia los que ya están en ella y seguirán estando fuera los que están fuera.”; “las cosas diocesanas, al final terminan por debilitar la vida parroquial”.

No dudo de que, en estas objeciones, puede haber algo de verdad. Pero reconozcamos también que, muchas veces, detrás de ellas están nuestras “huidas”, nuestros “miedos” y nuestras “debilidades”. Creo además que algunas de estas objeciones son infundadas. La Misión no va a sacar a la gente de la parroquia, sino que la va a ayudar a incorporarse más a ella, a quererla más y a verla como un lugar privilegiado para acoger a todos, y para salir al encuentro de los que están lejos. La Misión no va a multiplicar innecesariamente reuniones, sino que va a llenarlas de más contenido. La Misión no va a convocar sólo a los que ya se vienen reuniendo, sino que va a hacer posible que se incorporen a ella muchas personas que, como los obreros de la última hora de la parábola, permanecen todavía inactivos. La Misión, ni va a complicar la vida de las parroquias, ni va a debilitar sus actividades, sino que las va a fortalecer introduciendo en ellas el “viento impetuoso” del Espíritu que renueva todas las cosas.

Me permito invitaros a una reflexión, a partir de la pedagogía que Jesús sigue con sus discípulos, sobre estas objeciones interiores. Quiero que todos, empezando por mí, reconozcamos, la necesidad que tenemos de conversión. En la pedagogía de Jesús, conversión y misión van siempre unidas.

Cuando meditamos en el Evangelio la pedagogía que Jesús sigue con sus apóstoles y especialmente con Pedro para irles preparando a la misión que les va a confiar, es muy conmovedor ver cómo va corrigiendo sus errores, les va reprendiendo en sus equivocaciones y, sobre todo, les va perdonando sus pecados con infinita paciencia y misericordia. Jesús quiere hacerles ver que la llamada que han escuchado y el ministerio que van a recibir no dependen de sus propios méritos. Les hace comprender que todo es pura gracia y que si son corregidos, una y otra vez, en este ámbito de la elección gratuita y de la fidelidad definitiva por parte del Señor, es signo de su gran amor por ellos.

El Señor, que es grande en su amor, cuando nos llama a la conversión, lejos de agobiarnos o empequeñecernos, lo que hace es confiar en nosotros y animarnos a ser grandes en su Reino. De la mano de la reprensión del Señor, siempre viene su misericordia abundante.

Os invito a poner delante de vuestros ojos el pasaje de Lucas sobre la vocación de los primeros apóstoles y lo que podríamos llamar la primera confesión de fe de Pedro (Lc 5,1-11). La escena se desarrolla en el contexto de la predicación de Jesús. Una vez que la gente se agolpaba en torno a Él para escuchar la palabra de Dios, estando Él de pie, junto al lago, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de ellas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. El Señor enseña a la multitud desde la barca de Simón, símbolo de la Iglesia, y luego se los lleva mar adentro y los regala la pesca milagrosa.

Al ver esto, Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: Señor, apártate de mí que soy un hombre pecador. Y el Señor, allí mismo le convierte en pescador de hombres: No temas, desde ahora serás pescador de hombres. Conversión y misión quedan así unidas en el corazón de Pedro. El Señor acepta su aléjate de mí que soy un hombre pecador, y le da un sentido nuevo, lo reorienta diciéndole: Yo te haré pescador de hombres. A partir de este momento, Pedro nunca separará estas dos dimensiones de su vida: siempre se confesará pecador y pescador, pecador perdonado y apóstol enviado. Y, así, también nosotros: nunca debemos separar nuestra conciencia de pecado y nuestra conciencia de misión. La conciencia de nuestros pecados, lejos de apartarnos de la misión lo que ha de hacer es acercarnos a la misericordia de Dios. Somos pecadores, arrepentidos y perdonados que han sido convertidos por la misericordia del Señor en pescadores de hombres. En el caso de Pedro, sus pecados no le harán desertar de la misión recibida, no harán de él un pecador, agobiado, aislado y obsesionado con su culpa. Él permanecerá con Jesús y será consciente de su misión. Pero, eso sí, la conciencia de su misión no le hará enmascarar su pecado, como les sucedía a los fariseos, que se creían muy justos y despreciaban a los demás (Lc 18,9).

Sólo podremos impulsar la Misión si, reconociendo nuestra condición de pecadores, acogemos con amor la llamada del Señor, la gracia de su elección y nos dejamos corregir por Él.

En el contexto de esta gracia primera de la elección y de la llamada del Señor a la misión, hemos de entender las correcciones que el Señor hace a los apóstoles y nos hace a nosotros. Y así hemos de entender también nuestro camino de conversión. No hay verdadera conversión del pecado que no nos conduzca y nos lleve al ámbito de la misión; es decir, al deseo muy profundo de convertir y ganar a otros para Aquél que nos perdonó y nos sedujo con su llamada a nosotros. La verdadera conversión siempre es apostólica, siempre es dejar de mirar “los propios intereses” para mirar los “intereses de Cristo Jesús”. Y, de la misma manera, la verdadera misión de evangelizar y ayudar a los demás a cumplir lo que Jesús nos enseñó siempre ha de partir de esta conciencia de que somos pecadores perdonados.

Y ¿en qué aspectos de nuestra vida pastoral nos reprende y nos corrige el Señor? Me voy a fijar en tres:

1.- En primer lugar nos reprende por nuestras huidas que, en el fondo, provienen de nuestra falta de caridad. Tenemos un ejemplo en la actitud de los apóstoles en la multiplicación de los panes. Están en una situación difícil y comprometida y ellos, desde una lógica humana, se van por lo más fácil y, en cierta manera, por lo más razonable: el lugar está deshabitado y la hora es avanzada. Despide a la gente para que vayan a sus aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer (Mc 6,35-38). Pero el Señor les responde de una manera que les deja desconcertados. Les dice: “pues si el lugar está deshabitado y la hora es avanzada, dadles vosotros de comer”. Es decir: no huyáis del problema, afrontadlo con decisión y contad conmigo; yo estoy a vuestro lado, no os voy a dejar solos; fiaros de mí y habrá comida para todos; nos os quedéis solo en vuestras propias fuerzas; poned de vuestra parte todo lo que podáis y tengáis y yo pondré lo que falta”.

Esta actitud de las “evasivas” y de no querer afrontar los problemas, o mejor dicho, de afrontar los problemas sin contar con la gracia del Señor, aparece varias veces en el Evangelio. Por ejemplo aparece en el caso de la mujer sirofenicia. Dice el Evangelio que una mujer salió gritando pidiendo ayuda para la curación de su hija. Entonces los discípulos se le acercaron a Jesús para decirle: atiéndela que viene detrás gritando (Mt 15, 23). Los apóstoles están molestos, no saben qué hacer, y lo que se les ocurre es quitarse el problema de encima y trasladárselo directamente a Jesús.

Otro ejemplo lo tenemos con el asunto de los niños. Acercaban a Jesús niños para que los bendijese, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el Reino de Dios (Mc 10, 13). Otra vez vemos cómo los apóstoles quieren quitarse de encima a los que molestan. En este caso son los niños; pero podríamos pensar en los que el Evangelio llama “los pequeños”, es decir, los pobres, los incultos, los que no cuentan en este mundo; y también podríamos pensar en los pecadores y en todos los que llevan una conducta indigna y son reprochados por la sociedad. Esta cultura dominante, hipócrita, es muy tolerante con el pecado, pero implacable con los que han sido destruidos por el pecado.

Por otro lado el Evangelio, a la vez que presenta estas actitudes evasivas de los apóstoles que Jesús reprende, nos presenta por dónde iban sus intereses más o menos ocultos. Y esto aparece en las discusiones que tienen entre ellos y que giraban en torno a quién era el mayor.

La conversión de nuestros pecados, de nuestras faltas de caridad por omisión, debe orientarse en esta actitud de disponibilidad, que Jesús nos muestra. La misión del pastor de acoger a todas las ovejas, también las que no son de su redil, implica una verdadera conversión de nuestros egoísmos; y, también, de ciertos comportamientos pastorales. A veces podemos caer, sin darnos demasiada cuenta, en esa actitud de ahuyentar a la gente por nuestro mal carácter o por nuestra estrechez de miras. No tengamos miedo a la bondad e incluso a la ternura. Que no caigamos nunca en esas dos posturas típicas de los malos pastores: la actitud de desentenderse de los problemas diciendo: “que se las arreglen”, o la actitud de la ansiedad que despierta en nosotros el querer solucionar todo sin el Señor y que termina convirtiendo en estéril preocupación lo que debió ser trabajo de servidor fiel.

2.- En segundo lugar el Señor nos reprende por nuestros miedos. Esos miedos son una manifestación clara de nuestra falta de fe. En el pasaje de la tempestad calmada, los apóstoles, llenos de miedo, despiertan a Jesús diciendo: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? El Señor después de calmar la tormenta les apacigua también a ellos y les dice con un reproche lleno de cariño, pero a la vez aleccionador: ¿Por qué tenéis miedo, es que aún no tenéis fe? (Mc 4,40). Algo parecido sucede cuando caminando sobre las aguas se asustan creyendo que es un fantasma. Ánimo soy yo, no tengáis miedo (Mc 6,50). En estos reproches, Jesús une sus miedos a su falta de fe: tienen miedo porque no tienen fe. Con este reproche Jesús quiere decir a sus apóstoles, y nos quiere decir a nosotros, que Él, su presencia, su cercanía, es mucho más fuerte que todos los miedos y que todas las amenazas que puedan acecharnos. Quiere decirnos que Él es más fuerte que la prueba, que las dificultades, que la tentación. Cuando no tenemos esto claro, puede ocurrir que caigamos en el pecado por puro miedo. Por miedo a no ser suficientemente aceptado por los otros, puedo caer en el pecado de la soberbia o de la vanidad. Por miedo a que las cosas no salgan con la perfección que yo quiero, puedo caer en el pecado de no comprender o de no esperar. Por miedo a que un proyecto en el que tengo mucho empeño no prospere, puedo caer en el pecado de excluir de mi vida, o de mi amistad, a la persona que me molesta. Por miedo a pasar un mal trago en una situación difícil y comprometida, personal o comunitaria, vamos dejando pasar cosas que nos hacen daño o hacen daño a los demás. El miedo hace ver fantasmas, acrecienta los problemas y los desfigura, saca de contexto las cosas, nos hace confundir el bien con el mal, hasta el punto de que, a veces, se nos aparece el Señor, nos habla el Señor, como a los apóstoles en el lago, y lo confundimos con un fantasma (cf. Mc 6,49).

La fe, en cambio, nos serena y nos fortalece y hace que evitemos reacciones puramente emocionales y hasta convulsivas propias del miedo. Reacciones que en unos casos pueden ser de cobardía y en otros de temeridad, de huida hacia delante. Y es que el miedo, a veces, se disfraza de falsa valentía y nos hace ser temerarios y nos mete en problemas o situaciones, de tipo afectivo o de relación con otras personas, o de ciertos compromisos “muy comprometidos”, en lugar de actuar con prudencia evangélica. Por ejemplo, Jesús reprende la temeridad de Pedro que afirma de una manera irreflexiva que nunca se escandalizará de él: Aunque tenga que morir contigo no te negaré (Mc 14, 29).

En la vida de todo hombre, se entremezclan esperanzas y temores, sobre todo cuando tenemos que tomar decisiones importantes. Estos temores y esperanzas hay que tenerlos en cuenta a la hora del discernimiento; pero el discernimiento ni podemos, ni debemos, hacerlo solos. Hemos de hacerlo ante el Señor, con mucha fe, con mucha confianza, pidiéndole su amor y su gracia, sabiendo que Él está siempre con nosotros. Y que con Él se hace posible lo que para el mundo parece imposible. Y, además, hemos de hacerlo, abriendo nuestro corazón a quienes han sido puestos por el Señor para guiar, como pastores, a su Iglesia. Y siempre apelando a la originalidad del Evangelio, no quedándonos en los cálculos y en las ciencias puramente humanas. El Evangelio y la fe, aunque no desprecian lo que la psicología o la sociología puedan decir, van mucho más allá de lo que ellas nos digan.

Tenemos que encontrarnos continuamente con la fe de nuestros padres, la fe que nos entrega la Iglesia. Una fe que es en sí misma liberadora, que nos hace ser más personas y mejores personas. Tenemos que encontrarnos con esa fe tal como es sin añadirle ni quitarle nada. Esa fe que nos hace justos ante el Padre que nos creó, ante el Hijo que nos redimió y nos llamó a su seguimiento, y ante el Espíritu Santo que actúa directamente en nuestros corazones. Por eso nuestra fe es necesariamente misionera y combativa; pero no para las pequeñas batallas de cuestiones irrelevantes y pasajeras, sino para el gran proyecto de amor de Dios sobre el mundo y los hombres, bajo la guía del Espíritu Santo, para el bien de la humanidad entera y de la Iglesia.

Pero, no lo olvidemos. Precisamente porque la fe es revolucionaria, como les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Río, y rompe los esquemas de todas las ideologías basadas en el poder, la Iglesia y nosotros, que estamos en el corazón de la Iglesia, siempre seremos tentados por el enemigo, como lo fue Jesús en el desierto. Y la fe será tentada, en nuestro caso, no para destruirla sino para debilitarla, para hacerla inoperante, para apartarla del contacto íntimo con su Señor.

Una de las tentaciones más serias, que aparta nuestro corazón del Señor, es la conciencia de derrota, el derrotismo. Frente a una fe “revolucionaria” el enemigo, bajo la forma de “ángel de luz”, tratará de sembrar en nosotros las semillas del pesimismo. Y nos quiere meter esas semillas porque sabe que nadie puede emprender ninguna lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza algo sin confiar en la victoria ya ha perdido, por lo menos, la mitad de la batalla. El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que es la bandera de la victoria; la victoria de un amor que da la vida.

3.- En tercer lugar, el Señor nos reprende por nuestras debilidades. No nos reprende por las debilidades propias de la fragilidad humana (temperamento, cansancio, debilidad física), nos reprende por las debilidades que provienen de nuestra falta de esperanza. El Señor no pierde la oportunidad, cuando lo ve necesario, de hacer caer en la cuenta a sus discípulos de que el sufrimiento que brota de cumplir la voluntad de Dios es condición esencial del Reino. A Pedro que quiso quitar la cruz del Evangelio, el Señor le llegó a decir “Satanás”.

El Señor reprende fuertemente a Pedro y le hace ver que así como hay pensamientos que los inspira el Padre, hay también otros pensamientos que “no son de Dios sino de los hombres” (cf. Mc 8,33).

Sería una tentación para nosotros pensar que la Gran Misión la podremos realizar sin sufrimientos. La cruz no nos la tenemos que inventar, ni tampoco la vamos a encontrar como si fuera un fatalismo. Es el Señor quien nos la va a poner sobre el hombro, esa cruz que es yugo, llevado entre dos, Jesús y nosotros, llevando Él, el mayor peso, y nos dice: toma tu cruz y sígueme (cf. Mc 8,34). Para llevar la cruz el misionero necesitará la fortaleza que viene de la esperanza y debe pedirla en la oración para tomar las decisiones necesarias aunque sean impopulares; y magnanimidad para comenzar empresas difíciles en servicio de Dios nuestro Señor y para perseverar en ellas sin perder el ánimo ante las contradicciones. Cuando no se lleva la cruz de nuestra misión tampoco se saborea la esperanza. Y caemos en la búsqueda de compensaciones humanas y de señales extraordinarias y nos pasa lo que a los discípulos de Emaús que pierden la memoria de las señales de Dios en las pruebas y dificultades personales y de la Iglesia a lo largo de su historia. En el pasaje de Emaús vemos cómo las cosas que los discípulos “esperaban” estaban en contradicción con la cruz del Señor. Cuando éste les muestra que era necesario que el Mesías padeciera para entrar en la gloria (Lc 24,26) les comienza a arder el corazón con la verdadera esperanza, la esperanza que abraza la cruz.

Cápitulo 4

IV. Dinamismo de la Misión:

En la Gran Misión, con pleno respeto a todas las personas y a sus conciencias, queremos, ante todo, con sencillez y humildad, proponer a quien quiera escucharnos nuestra fe en Cristo, único salvador del hombre. Queremos anunciar la fe, que hemos recibido como un don, que proviene de lo Alto, sin mérito por nuestra parte. Podemos decir con san Pablo: No me avergüenzo del evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree (Rm 1,16).

Los mártires cristianos de todas las épocas - también los de nuestra época – han dado y siguen dando la vida, por testimoniar ante los hombres esta fe, convencidos de que cada hombre tiene necesidad de Jesucristo, que ha vencido el pecado y la muerte y ha reconciliado a los hombres con Dios. Nosotros, también, ante el panorama de increencia que vivimos en nuestra Diócesis, no podemos dejar de proclamar que Jesucristo vino a revelar el Rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres.

En mi carta anterior daba respuesta a las preguntas: ¿para qué la Misión? y ¿por qué la Misión? Pero, ante las dudas que continúan surgiendo, quiero seguir insistiendo en ellas.

A la pregunta ¿para qué la Misión? hemos de responder, con la fe y la esperanza de la Iglesia, que la Misión tiene como fin decir a los hombres que la verdadera liberación sucede cuando el hombre se abre al amor de Dios. En Él, solo en Él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la esclavitud del pecado y de la muerte. Tenemos que sentir la urgencia de anunciar a los hombres que Cristo es verdaderamente nuestra paz (cf. Ef 2,14) y el amor de Cristo nos apremia (2 Cor 5,14).

La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia de vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una gradual secularización de la salvación, debido a lo cual se lucha ciertamente a favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina.

A la pregunta ¿por qué la Misión? debemos contestar que nos lanzamos a la Misión porque a nosotros, como a san Pablo, se nos ha concedido la gracia de anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo (cf. Ef 3,8). La novedad de vida, en Cristo, es la “Buena Nueva” para el hombre de todo tiempo: a ella han sido llamados y destinados todos los hombres. De hecho, todos la buscan, aunque, a veces, de manera confusa y tienen el derecho a conocer el valor de este don y la posibilidad de alcanzarlo. Los que hemos conocido al Señor, no podemos esconder y conservar, sólo para nosotros, esta novedad y riqueza, recibidas de la divina bondad para ser comunicada a todos los hombres.

El “porqué” y el “para qué” de la Misión no lo podemos entender planteándolo como una cuestión personal o de nuestra propia comunidad o grupo apostólico. Sólo la entenderemos bien saliendo de nosotros mismos y viviendo, con gozo, nuestra comunión con la Iglesia diocesana y la Iglesia universal. Para ser verdaderos misioneros de Cristo hemos de identificarnos plenamente con la Iglesia que, con la luz del Espíritu Santo y bajo la guía de sus pastores, ha conservado fielmente a lo largo de los siglos, desde los tiempos apostólicos, el Evangelio de Cristo, fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta. Nuestra fe personal y nuestra vocación misionera, no se pueden construir en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente que es la Iglesia; y me introduce así en la multitud de los creyentes, en una comunión que no es sólo sociológica, sino enraizada en el eterno amor de Dios que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal sólo si es también comunitaria: puede ser mi fe sólo si se vive en el “nosotros” de la Iglesia, sólo si es “nuestra” fe, la fe común de toda la Iglesia. Por eso, sólo se puede ser misionero en la Iglesia y con la Iglesia. La Iglesia es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el lugar donde, por el Bautismo, se está inmerso en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la prisión del pecado, nos da la libertad de hijos, y nos introduce en la comunión con el Dios trinitario.

“El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, por mandato divino; y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído”.

Nuestra Misión solo llegará al corazón de los hombres si, en comunión con nuestra Madre la Iglesia nosotros, misioneros de Cristo, vivimos y profundizamos, cada día con mayor intensidad, estas tres dimensiones de la transmisión de la fe: escuchar, custodiar y explicar.

1.- Escuchar devotamente.

Para ser misioneros tenemos que avivar en nosotros un gran deseo de Dios, un gran deseo de escucharle, de conocerle y de amarle para, de esta manera, poder trasmitir a los demás el gozo de este conocimiento y de este amor, que llena de luz nuestras vidas Benedicto XVI habla de la pedagogía del deseo: “Una pedagogía que comprende, al menos, dos aspectos. En primer lugar aprender, o re-aprender, el gusto de las alegrías auténticas de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado y, entonces, dejan a su paso amargura, insatisfacción, o una sensación de vacío. Educar desde la tierna edad a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la existencia —la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza—, significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el aplanamiento hoy difundidos. Igualmente los adultos necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que pueden verse envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo, se revela en cambio insípido, fuente de rutina y no de libertad. Y ello dejará que surja ese deseo de Dios del que estamos hablando”.

Esta pedagogía del deseo debe llevarnos, sobre todo, a Aquél que es el principio inspirador de toda obra catequética y misionera. Tenemos que aprender a escuchar devotamente al Espíritu Santo. “El Espíritu Santo es el Maestro interior, prometido a la Iglesia y a cada fiel, que en la intimidad de la conciencia y del corazón hace comprender lo que se había entendido pero que no se había sido capaz de captar plenamente. «El Espíritu Santo desde ahora instruye a los fieles — decía a este respecto san Agustín— según la capacidad espiritual de cada uno». Y él enciende en sus corazones un deseo más vivo en la medida en la que cada uno progresa en esta caridad que le hace amar lo que ya conocía y desear lo que todavía no conocía. (…) La catequesis y toda acción misionera, que es crecimiento en la fe y maduración de la vida cristiana hacia la plenitud, es por consiguiente una obra del Espíritu Santo, obra que sólo Él puede suscitar y alimentar en la Iglesia”.

2.- Custodiar celosamente.

La Iglesia, fiel a la misión que el Señor le ha confiado de custodiar el tesoro de la fe, nos regaló como fruto del Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica. A él tenemos que acudir constantemente en nuestra acción misionera para tener la seguridad de que lo que anunciamos no son nuestras opiniones, sino la fe de la Iglesia y para participar, con toda la Iglesia, en la custodia de la fe.

El Catecismo de la Iglesia Católica, aprobado por el Papa Juan Pablo II en el año 1992, es una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, comprobada o iluminada por la sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio de la Iglesia. Tenemos que considerarlo como un instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial, y una regla segura para la transmisión de la fe. Ojalá nos sirva, en la Gran Misión, para nuestra propia renovación a la que el Espíritu Santo incesantemente invita a la Iglesia de Dios, Cuerpo de Cristo, peregrina hacia la luz sin sombras del Reino.

La aprobación y la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica constituyen un servicio que el Sucesor de Pedro quiere prestar a la santa Iglesia católica, a todas las Iglesias particulares que están en paz y comunión con la Sede Apostólica de Roma: es decir, el servicio de sostener y confirmar la fe de todos los discípulos del Señor Jesús (cf. Lc 22, 32), así como fortalecer los lazos de unidad en la misma fe apostólica.

La Gran Misión nos va a ofrecer una oportunidad extraordinaria para que, tal como nos pide el Papa, acojamos el Catecismo con espíritu de comunión y lo usemos asiduamente en nuestra misión de anunciar la fe y de invitar a la vida evangélica. Este Catecismo se nos entrega para que nos sirva como texto de referencia, seguro y auténtico, para la enseñanza de la doctrina católica y para que nosotros mismos conozcamos más a fondo las riquezas inagotables de la salvación.

3.- Transmitir fielmente.

La cuestión que más nos preocupa, a los que queremos participar activamente en la Gran Misión, es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica en los corazones, frecuentemente cerrados, de nuestros contemporáneos y en sus mentes a veces distraídas por los muchos resplandores de la sociedad?.

Me remito ahora a lo que el Papa Benedicto XVI, nos dice sobre el modo de hablar de Dios a nuestros contemporáneos. Él nos invita a reflexionar sobre algunas verdades esenciales que hemos de tener en cuenta si queremos hablar de Dios.

a) Nosotros podemos hablar de Dios porque Él ha hablado con nosotros.

¡Dios ha hablado con nosotros! Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática muy apartada de nosotros. Dios se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha autocomunicado hasta encarnarse. Dios es una realidad de nuestra vida; es tan grande que también tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el «arte de vivir», el camino de la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ef 1, 5; Rm 8, 14). Jesús ha venido para salvarnos y mostrarnos la vida buena del Evangelio.

Lo que tenemos que llevar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo: no es un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y está presente en la historia. El Dios de Jesucristo es la respuesta a la pregunta fundamental del porqué y del cómo vivir.

Hablar de Dios requiere, por tanto, una familiaridad con Jesús y su Evangelio; supone un conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito. Hablar de Dios nace, por ello, de la escucha, y de un conocimiento de Dios que sólo puede realizarse en un trato asiduo con Él, en la vida de oración y viviendo según los Mandamientos.

b) El método de Dios es el de la humildad.

Es el método realizado en la Encarnación, en la gruta de Belén y en la sencilla casa de Nazaret, el de la parábola del granito de mostaza. Es necesario no temer la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y lentamente la hace crecer (cf. Mt 13, 33). Al hablar de Dios, en la obra de evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, es necesario una recuperación de la sencillez, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se hace cercano a nosotros, en Jesucristo, hasta la Cruz y que, en la Resurrección, nos da la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera.

Ese excepcional comunicador que fue el apóstol Pablo nos brinda una lección, orientada justo al centro de la fe, sobre la cuestión de «cómo hablar de Dios» con gran sencillez. En la Primera Carta a los Corintios escribe: Cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado (2, 1-2).

El fruto más importante de la Gran Misión es hacer misioneros que, como el apóstol Pablo, estén llenos del amor a Cristo y del amor a los hombres y estén dispuestos a dejarse guiar, con humildad, por el Espíritu Santo. Misioneros que no se busquen a sí mismos, sino que su único deseo sea ganar a las personas para el Dios verdadero y real. Misioneros que quieran predicar, no algo ajeno a sus vidas, sino aquello, que por la gracia de Dios entró en sus vidas, y que es la verdadera vida, que un día se adueñó de su corazón: la vida de Cristo, muerto y resucitado. Misioneros capaces de expropiar el propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos nosotros los que podemos ganar a los otros para Dios, sino que somos nosotros los que debemos esperarlos de Dios mismo.

c) Comunicar la fe es decir, abierta y públicamente, lo que uno ha visto y oído en el encuentro con Cristo.

Comunicar la fe es decir lo que uno ha experimentado en su existencia, ya transformada por ese encuentro: es llevar a ese Jesús que uno siente presente en sí, y se ha convertido en la verdadera orientación de su vida, para que todos comprendan que Él es necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada hombre.

d) Comunicar la fe es mostrar a los hombres la transparencia de Dios en sus obras y, especialmente, en nosotros.

Jesús nos invita a comprender que en el mundo, en toda la creación, se transparenta el rostro de Dios; y nos muestra especialmente cómo Dios está presente en las historias cotidianas de nuestra vida. Por los Evangelios vemos cómo Jesús se interesa por cada situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo con plena confianza en la ayuda del Padre. Y nos dice que en toda historia humana, escondidamente, Dios está presente y que, si estamos atentos, podemos encontrarle.

Los discípulos que viven con Jesús, las multitudes que le encuentran, ven su reacción ante los problemas más dispares, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él, anuncio y vida se entrelazan: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de una íntima relación con Dios Padre. Este estilo es una indicación esencial para nosotros, cristianos: nuestro modo de vivir en la fe y en la caridad se convierte en un hablar de Dios en el “hoy”, porque muestra, con una existencia vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de aquello que decimos con las palabras; muestra que no se trata sólo de palabras, sino de la realidad, la verdadera realidad.

e) La comunicación de la fe debe tener siempre una tonalidad de alegría.

Es la alegría pascual que no calla o esconde la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de la dificultad, de la incomprensión y de la muerte misma, sino que sabe ofrecer los criterios para interpretar todo en la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del Evangelio es precisamente esta mirada nueva, esta capacidad de ver cada situación con los ojos mismos de Dios. Es importante ayudar a todos a comprender que la fe no es un peso, sino una fuente de alegría profunda. La fe es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien que no hace ruido; y ofrece orientaciones preciosas para vivir bien la propia existencia.

f) Hablar de Dios quiere decir hacer comprender, con la palabra, y la vida, que Dios no es el rival de nuestra existencia, sino su verdadero garante.

Dios es el garante de la grandeza de la persona humana. Hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, ese Dios que nos ha mostrado un amor tan grande como para encarnarse, morir y resucitar por nosotros; ese Dios que pide seguirle y dejarse transformar por su inmenso amor para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; ese Dios que nos ha dado la Iglesia para caminar juntos y, a través de la Palabra y los Sacramentos, renovar toda la “ciudad de los hombres” a fin de que pueda transformarse en “ciudad de Dios”.

Capítulo 5

V. Itinerario a seguir.

1.- Calendario de fechas importantes.

Primer domingo de Adviento del año 2013: Termina el Año de la Fe en la Iglesia Universal y, en nuestra Diócesis de Getafe, comienza el Año de la Esperanza. “La esperanza es la virtud teologal por lo que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. (…) La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento, sostiene en todo desfallecimiento, dilata el corazón en la espera de la eterna bienaventuranza. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad”.

Vigilia de la Inmaculada de 2013, en el Cerro de los Ángeles.

El Obispo hará un llamamiento, a toda la Diócesis, para constituir equipos misioneros que vayan concretando, a lo largo del año 2014, proyectos misioneros. A partir de este momento todos los que, respondiendo a la llamada del Obispo, decidan participar en la Misión, han de hacer crecer en ellos un corazón misionero y empezarán a prepararse espiritualmente para la Misión reflexionando y orando: en este año, sobre la virtud de la esperanza.

La Secretaría General de la Misión, que se constituirá en este momento, irá facilitando materiales catequéticos para esta reflexión. También irá dando las indicaciones oportunas sobre el modo de constituir los equipos y revisará los proyectos misioneros que se vayan presentando.

En esta Vigilia, preparada por la Delegación Diocesana de Juventud, y dirigida especialmente a los jóvenes, renovaremos nuestra consagración a María Inmaculada y pediremos su intercesión para que camine con aquellos que decidan participar en la Misión.

A partir de esta fecha se empezará a poner en marcha la Escuela de Evangelización.

Primer domingo de Adviento de 2014. Termina el Año de la Esperanza y comienza el Año de la Caridad. “La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios”.

Solemne Vigilia de Adviento del año 2014 en la Catedral. En esta Vigilia se hará la “Inscripción de los nombres de los equipos misioneros”, que se hayan ido constituyendo a lo largo del año.

Se abre con esta Vigilia y la “inscripción” de los equipos misioneros, un periodo de preparación intensa para la Misión. Todos los misioneros que hayan inscrito sus nombres se comprometerán a hacer “ejercicios espirituales” y a participar en los encuentros de preparación para la Misión que, bien por zonas o bien por sectores pastorales, se vayan convocando.

Vigilia de la Inmaculada del año 2014. Pondremos en manos de la Virgen María a todos los equipos misioneros y sus proyectos de misión.

Primavera del año 2015. Celebración del Congreso de Nueva Evangelización. Servirá para poner en común los proyectos misioneros que vayamos preparando, y para conocer las experiencias y testimonios misioneros de otros ámbitos de la Iglesia Universal.

Primer domingo de Adviento del año 2015. Termina el Año de la Caridad y comienza el Año de la Misión: “Lo que más me mueve a proclamar la urgencia de la evangelización misionera es que ésta constituye el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual, el cual está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el sentido de las realidades últimas y de la misma existencia. Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre. El hombre que quiere comprenderse a sí mismo, debe acercarse a Cristo”.

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús de 2016. Haremos la consagración de toda la diócesis al Sagrado Corazón de Jesús, le presentaremos los frutos de la Misión y conmemoraremos el vigésimo quinto aniversario de la creación de Diócesis de Getafe.

A partir de la experiencia de la Misión y bajo la luz del Corazón misericordioso de Cristo, nos preguntaremos qué esta pidiendo el Señor a nuestra Iglesia diocesana de Getafe. La Misión termina pero la evangelización prosigue. La Misión ha de hacernos más misioneros. La Misión nos va a hacer ver que hemos de convertirnos al Señor, que hemos de crecer más en la fe, que hemos de corregir muchas actitudes de pereza y negligencia. La Misión ha de ser una medicina contra el cansancio de creer y ha de despertar en nosotros un modo nuevo y rejuvenecido de ser cristianos.

2. Constitución de los equipos misioneros.

Se podrán constituir tres tipos de equipos:

a) Equipos misioneros de zonas territoriales (parroquias, arciprestazgos), coordinados por las personas que las propias parroquias o arciprestazgos designen.

b) Equipos misioneros de sectores pastorales. Proponemos, de momento, doce sectores: niños, jóvenes, familias, colegios, universidad y cultura, hospitales, cárceles, profesionales de la salud, mundo de la política y de la vida pública, economía, mundo del trabajo y medios de comunicación.

c) Equipos misioneros de otras instituciones eclesiales. Aunque todas las instituciones eclesiales estarán implicadas en la Misión de formas muy diversas e incluso muy intensas, vemos conveniente que se formen algunos equipos misioneros para cuidar estas instituciones de forma especial, teniendo algunos momentos dedicados directamente a ellas: seminario, presbiterio diocesano, comunidades de vida consagrada, asociaciones de fieles, movimientos apostólicos.

3. Preparación de los proyectos misioneros.

Todos los equipos deberán hacer su proyecto misionero y entregarlo en el plazo que se les vaya indicando. En estos proyectos hay que saber combinar: la proclamación explicita de la fe y el anuncio del Kerigma, con el testimonio y el diálogo personal. Y deberán ofrecerse caminos para avanzar en el conocimiento de Cristo y de la Iglesia. Sobre esta base puede haber encuentros festivos, encuentros formativos y encuentros litúrgicos. Puede haber expresiones de arte, conciertos, obras teatrales o manifestaciones artísticas, deportivas o culturales, de cualquier tipo. Todo puede ayudar para expresar la fe y para manifestar la cultura que genera esa fe. Hay que procurar que todos los proyectos misioneros concluyan con una gran celebración del sacramento de la Penitencia y con una solemne Eucaristía.

En la medida de lo posible hay que pedir la colaboración de los ayuntamientos, de los colegios y de los centros universitarios para manifestar en foros públicos (parques, plazas, centros culturales, polideportivos, aulas universitarias) nuestra visión del hombre, de la libertad, de la familia, de la enseñanza, del trabajo, de la economía, etc., y dar testimonio de nuestra fe. Tenemos que entrar en el “atrio de los gentiles”.

Capítulo 6

VI. Mirar a María.

El Papa Francisco, al final de su encíclica Lumen fidei se refiere a la Virgen María comparándola con la “tierra buena” de la parábola del sembrador (cf. Lc 8,4-15). “En la parábola del sembrador, san Lucas nos ha dejado estas palabras con las que Jesús explica el significado de la <<tierra buena>>: “Son los que escuchan la Palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia. En el contexto del Evangelio de Lucas, la mención del corazón noble y generoso, que escucha y guarda la Palabra, es un retrato implícito de la fe de la Virgen María. El mismo evangelista habla de la memoria de María, que conservaba en su corazón todo lo que escuchaba y veía, de modo que la Palabra diese fruto en su vida. La Madre del Señor es el icono perfecto de la fe, <<Bienaventurara tu que has creído>> (Lc 1,45).

Que la Virgen María, Reina de los Ángeles, ayude nuestra fe y abra nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y escuchemos su llamada a ser misioneros que anuncien a todos los hombres la alegría del Resucitado.

Con mi bendición.

+ Joaquín María. Obispo de Getafe

Getafe, 1 de Noviembre de 2013. Solemnidad de todos los Santos