2013

Homilía de la Vigilia de la Inmaculada 2013

VIGILIA DE LA INMACULADA – 2013

Querido hermano en el episcopado, Don José, queridos sacerdotes, seminaristas y consagrados. Queridos hermanos todos.

Hoy la Virgen María, que fue concebida sin pecado, nos convoca, como madre, para que vivamos el gozo de sentirnos, con ella, en familia junto a su Hijo Jesucristo, que es nuestra vida, nuestra alegría y nuestro mayor bien. Jesucristo es nuestro gran tesoro, que ha llegado a nosotros gracias a la generosidad de María, que supo decir SÍ, con valentía, a la voluntad de Dios, aceptando ser la Madre del Redentor, según el plan de salvación que Dios había preparado desde antiguo para la humanidad entera.

Nos sentimos felices en este momento, junto a muchas personas muy queridas para nosotros, con las que compartimos en nuestras parroquias y comunidades el camino de la fe, y junto a otras muchas que, aunque no las conocemos directamente, sabemos que están íntimamente unidas a nosotros en el amor a Jesucristo y en el amor a la Virgen María y a la Iglesia.

En un antiguo himno, del siglo VIII, por tanto de hace más de mil años, la Iglesia saluda a María, la Madre de Dios, llamándola “estrella del mar”: Ave maris stella. La vida humana es un camino; pero ¿a dónde nos conduce ese camino? ¿Hacia qué meta nos lleva? ¿Cómo podremos encontrar el verdadero rumbo? La vida es como un viaje por el mar de nuestra propia historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que intentamos escudriñar los astros que nos vayan indicando la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son para nosotros luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación en nuestro camino por la vida. Y, ¿quién mejor que la Virgen María podría ser para nosotros estrella de esperanza? Ella con su SÍ abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo. A ella nos encomendamos en esta Año de la Esperanza que acabamos de empezar.

Muchos sabéis la fuerte llamada que hace el Señor a la Iglesia entera y, en particular a nuestra diócesis, a ser misioneros, a convertir nuestra diócesis en una diócesis “en misión”; a ser, todos los que formamos esta gran familia diocesana, discípulos misioneros. El Señor nos invita a una Gran Misión que lleve el gozo del Evangelio a todos los rincones de nuestra diócesis. El Señor quiere que, guiados por María, seamos estrellas de esperanza para esa gran multitud de hermanos nuestros que vagan por el océano tempestuoso de la vida, desorientados y sin rumbo.

El pasaje del Evangelio que hemos escuchado nos va a ayudar a descubrir a la Virgen María como la maestra que nos enseña qué es, según el plan de Dios, la auténtica y verdadera Misión. Ella nos va a acompañar, como estrella de la esperanza, que guíe nuestro camino. Ella va a ser la que ponga a Jesús en nuestro corazón para que hablemos a los hombres de Él; Ella nos va a introducir en el dinamismo de la misión, escuchando devotamente la Palabra de Dios, custodiándola con celo y trasmitiéndola con fidelidad.

Os invito a contemplar a María en ese momento de la visitación a su prima Isabel que nos describe san Lucas en el Evangelio que acabamos de escuchar (cf. Lc 1, 39ss).

El Evangelio nos dice que la Virgen después de haber escuchado el mensaje del ángel y después de haber aceptado, como esclava del Señor, la misión que se le ha confiado, se levantó, se puso en camino con prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; y, después de un largo y difícil camino atravesando el desierto, entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y, como fruto de ese saludo y de este encuentro, Isabel se llenó de Espíritu Santo y la casa entera se inundó de alegría. Vamos a meditar brevemente este Evangelio en cuatro puntos.

PRIMER PUNTO. Lo primero que hace la Virgen después de conocer lo que Dios quiere de ella es levantarse. La Virgen no se queda pasiva. No se queda inerte, esperando que todo se lo den hecho. Sabe que Dios cuenta con ella. El ángel ya la ha dejado y no volverá aparecer más en su vida. Es el momento de poner en acción los dones inmensos que ha recibido de Dios. María siente en su corazón el dinamismo de la misión: tiene que comunicar a Isabel la gracia que ha recibido. María siente la urgencia de llevar a Jesús, que es el Hijo del Dios Altísimo, y que, como hombre, ya ha concebido en su vientre, a su pariente Isabel para que ella también goce de esta bendita presencia.

Queridos amigos, queridos hermanos, hagamos como María. Tenemos que levantarnos. Tenemos que salir del sueño. “Daos cuenta -nos decía el domingo pasado el apóstol san Pablo- del momento en que vivís, ya es hora de despertaros del sueño (…) la noche está avanzada, el día se echa encima dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz” (Rm 13,11-14) Tenemos que despertar de nuestro tedio, tenemos que salir de una fe tibia e inoperante, para acoger al Señor. Es el mensaje del Adviento que, en este año ha de convertirse, en preparación para la venida del Señor en esta Gran Misión que nos espera. Dios nos ha enriquecido con muchos dones. Dios ha cuidado de nosotros. Dios nos ha hecho experimentar en muchos momentos el gozo de su presencia. A pesar de nuestras muchas caídas, Dios siempre nos ha perdonado y nos ha hecho sentir el consuelo de su misericordia. Es el momento de dar a los demás los dones que hemos recibido. Hay que levantarse, como María, para llevar a todos la gracia del amor divino.

SEGUNDO PUNTO. En segundo lugar, dice el Evangelio que María se puso en camino de prisa hacia la montaña a una ciudad de Judá. El camino que va a emprender María nos es un camino cualquiera, no es un paseo placentero. El camino que emprende María es un camino que tiene que atravesar un duro y peligroso desierto. Los que hemos estado en Palestina sabemos cómo es ese desierto. Es un desierto árido, seco, sin vida aparente, solitario y lleno de amenazas. Es un desierto capaz de atemorizar a cualquiera; pero María es valiente. María tiene a Cristo en su seno. María está llena de amor. No hay desierto capaz de detener el anhelo misionero de María.

Dice el Evangelio que María se puso en camino de prisa. María tiene prisa por llevar a Cristo a los demás, No se para a pensar en las ventajas e inconvenientes de ese duro y peligroso camino. María se lanza a la aventura porque el Espíritu de fortaleza, de sabiduría, de ciencia y de piedad, llena su vida. Es el Espíritu Santo el que la lleva. Y Ella no se resiste a ese impulso del Espíritu, no pone obstáculos. Le abre la puerta.

Aprendamos de María a vencer los temores que nos paralizan. Siempre andamos calculando, siempre andamos midiendo nuestras fuerzas, siempre estamos aferrados a lo que consideramos nuestros propios recursos. Pero cuando hacemos eso, ¿Qué le dejamos al Señor? ¿Dónde está nuestra confianza en Él? ¿Qué significan para nosotros su amor y su gracia?

María no tuvo miedo de entrar en el desierto. La Misión supone entrar en muchos desiertos. No tengamos miedo a los desiertos. Para evangelizar hay que entrar en los desiertos; hay que atravesar muchos desiertos. Benedicto XVI, en la Misa del inicio de su pontificado nos hablaba de los diversos desiertos en los que viven los hombres. “Hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad y del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios y del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre”. Entremos con María en estos desiertos para ofrecerles la vida divina que es capaz de hacer fructificar hasta las tierras más áridas.

TERCER PUNTO. En tercer lugar dice el Evangelio que María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. La virgen no se queda a la puerta, entra en la casa, entra en el corazón de esa familia, entra en su vida, en sus preocupaciones, en su intimidad, en sus sufrimientos y en sus alegrías. Y entra, no para curiosear, sino para servir y para amar.

El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium nos dice que una Iglesia misionera es una Iglesia que se involucra, lo mismo que se involucró Jesús con sus discípulos lavándoles los pies y poniéndose ante ellos como “el que sirve”. “El Señor -dice el Papa- se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: “Seréis felices si hacéis esto” (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, acorta distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo” (EG n. 24).

Aprendamos de María a entrar en la vida de los hombres amando y sirviendo. Aprendamos a involucrarnos, como Cristo, dando la vida por ellos. En esto consiste la Misión: en llevar vida, en dar vida: una vida llena de felicidad y de esperanza.

CUARTO PUNTO. En cuarto lugar, siguiendo la meditación de este paaje del Evangelio de la Visitación, vemos que son dos los frutos del saludo de María: Isabel se llenó de Espíritu Santo y la criatura saltó de alegría en su vientre. El Espíritu Santo y la alegría son los frutos de la Misión.

El primer fruto y la fuente de todos los demás frutos es el don del Espíritu Santo. Isabel se llena de Espíritu Santo porque María está llena de Espíritu Santo, está llena de Dios. La llena de gracia, que lleva en sus entrañas al Hijo de Dios, se convierte en portadora de gracia.

María es la imagen de la Iglesia, que lleva a Cristo en su seno y tiene como misión ofrecer a los hombres la gracia divina, el don del Espíritu. La Misión de la Iglesia, nuestra Misión, es derramar sobre los hombres la gracia del Espíritu Santo. Nuestra Misión es llevarles el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida y que, como decimos en la secuencia de Pentecostés, es capaz de “regar la tierra en sequía, de sanar el corazón enfermo, de lavar las manchas, de infundir calor de vida en el hielo, de domar el espíritu indómito, de guiar al que tuerce el sendero”. Nuestra Misión es, como la de María, poner a los hombres junto a Jesús, el Ungido por el Espíritu Santo, que ha venido al mundo para “evangelizar a los pobres, proclamar a los cautivos la libertad y devolver la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,19).

Pidamos a María en esta Vigilia Santa que despierte en nosotros el entusiasmo por la Misión. Que el miedo, la pereza, el desinterés o la desgana no sean capaces de amortiguar en nosotros el amor a Cristo y a los hermanos. Que pensemos en todos aquellos que por nuestra palabra, nuestro testimonio y nuestra pasión misionera, con la ayuda de la gracia divina y con su respuesta libre, pueden salir del vacío y la oscuridad de una vida sin sentido para encontrarse con la luz de Cristo, para sentir el consuelo de su misericordia y para experimentar el amor de una Iglesia que les acoge como hermanos.

El segundo fruto de la visita y del saludo de María es la alegría. La alegría inunda toda la casa. Isabel se llena de alegría, la criatura salta de alegría en su vientre y María, llena de gozo, entona un himno de alabanza a Dios diciendo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1,47). Es la alegría que también hoy nos llena a nosotros. Es la alegría de Dios, que nadie podrá arrebatarnos. Es la alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.

El Papa Francisco, al final de su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, nos dice que hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia, porque, cada vez que miramos a María, volvemos a creer en el valor revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son las virtudes de los débiles, sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes, Mirando a María descubrimos que la misma que alababa a Dios porque “derriba del trono a los poderosos y despide vacíos a los ricos” es la que pone calor de hogar en nuestra búsqueda de justicia y nos ayuda a reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles.

Virgen y Madre María, tú que movida por el Espíritu Santo acogiste al Verbo de la Vida en la profundidad de tu humilde fe, llénanos de ardor misionero para llevar a todos el Evangelio de la Vida que vence la muerte.

Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga: Jesucristo tu Hijo que vive y reina por los siglos de los siglos. Amen (cf. EG n. 288).



Homilía con motivo de las Ordenaciones de presbíteros y diáconos, celebradas el 12 de octubre de 2013

Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, con motivo de las Ordenaciones de presbíteros y diáconos, celebradas el 12 de octubre de 2013, en el Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, del Cerro de los Ángeles.

Querido hermano en el episcopado, D. José, queridos sacerdotes, queridos seminaristas, consagrados y consagradas, queridos hermanos y hermanas. Saludo con mucho afecto a los padres y familiares de los que hoy van a recibir el sagrado orden del diaconado y del presbiterado.

“Ya no os llamo siervos (…) a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. Durante la última Cena, Jesús dirige estas palabras a los apóstoles, al instituir el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, a la vez que les encargaba: “Haced esto en conmemoración mía”.

Estas palabras de Jesús, van dirigidas hoy a vosotros, queridos ordenandos, de una manera especial, Son palabras íntimamente relacionadas con la vocación sacerdotal. Cristo hace sacerdotes a los apóstoles, confiando en sus manos el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre: ese Cuerpo que será ofrecido en la cruz, esa Sangre, que será derramada, constituye la memoria del sacrificio de la cruz de Cristo.

Y en este contexto tan solemne y, a la vez, tan íntimo, Jesús llama a los apóstoles, amigos: “a vosotros os llamo amigos”. Y les llama amigos porque les está entregando su Cuerpo y su Sangre. Está poniendo en las manos de los apóstoles su misma vida. Jesús, les está diciendo que quiere vivir en ellos, que quiere hacerse vida para el mundo en ellos, que quiere que el mundo reconozca la presencia de Cristo en ellos. A partir de aquel momento, realizando sacramentalmente este sacrificio eucarístico, los apóstoles van a empezar a actuar en su nombre, van a representarle personalmente, van a actuar in persona Christi.

En esto consiste la grandeza del sacerdocio ministerial que hoy, los que vais a ser ordenados presbíteros, vais a recibir. Es este un día muy importante en vuestra vida y en la vida de la Iglesia y en nuestra Diócesis.

La liturgia de hoy en la ordenación de los diáconos, pero sobre todo en la ordenación de los presbíteros, manifiesta de modo muy profundo la verdad sobre la vocación sacerdotal. Quiero destacar cuatro aspectos importantes de la vocación sacerdotal:

1.- En primer lugar: la vocación sacerdotal es ante todo una iniciativa de Dios. Dios llama continuamente al sacerdocio, como anteriormente había llamado al profeta Jeremías. Es muy impresionante la descripción que Jeremías hace de esta llamada. “Antes de haberte formado yo en el seno materno te conocía”. El “conocer” de Dios es una elección, es una llamada a participar en su plan de salvación sobre los hombres. A la luz del misterio de la encarnación esta elección, y esta llamada, hay que verlas íntimamente relacionadas con el sacerdocio de Cristo. Es una llamada a participar en el sacerdocio de Cristo.

2.- En segundo lugar: en la vocación sacerdotal, junto a esa elección fruto de una iniciativa divina, junto a esta llamada, viene la consagración. “Antes de que nacieses te tenía consagrado”. La consagración a Dios significa dedicación plena a Él, significa dedicación total de la vida a una misión, bajo la acción del Espíritu Santo que unge y envía.

Por la ordenación sagrada el sacerdote participa de la unción y misión de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, “ungido y enviado por el Espíritu Santo para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4,18). Lo que se produce en el sacerdote, en virtud de la ordenación sacerdotal, es una verdadera expropiación. El sacerdote, con la gracia del Espíritu Santo, deja de pertenecerse a sí mismo, para pertenecer sólo a Dios; y llegar a reproducir en él la experiencia de san Pablo: “ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

Queridos ordenandos: si la vocación sacerdotal es un don tan grande para la Iglesia, ello quiere decir que ya no os pertenecéis a vosotros mismos, sino que sois propiedad de Cristo que vive en la Iglesia y que os espera en los múltiples campos del apostolado.

3.- En tercer lugar, podemos decir que el compromiso del sacerdocio, porque supone una pertenencia plena y exclusiva al Señor, lleva el sello de lo eterno. Sois consagrados para siempre. No es una decisión sujeta al vaivén del tiempo ni a las visicitudes de la vida. Ni puede fundarse en sentimientos o emociones pasajeras. Implica, como el verdadero amor la permanencia de la fidelidad. Sois llamados a estar siempre con el Señor, a perpetuar día a día su amistad para moldearos en su Corazón. Sólo a la luz del amor del Corazón de Cristo comprenderéis y viviréis las exigencias evangélicas del sacerdocio ministerial. Vuestra juventud la habéis de poner plenamente, sin reservas, al servicio de Cristo para convertiros en instrumentos de salvación en todo el mundo.

4.- Y, en cuarto lugar, esta elección del Señor va siempre acompañada de una presencia suya, que nos llena de paz y nos ayuda a superar todos los temores. Es una presencia que nos capacita para realizar la misión que nos confía. Cuando pensamos en una entrega tan plena, surge siempre en nosotros el temor de no ser capaces de ello. Pero el Señor responde a nuestros miedos diciéndonos con las palabras del profeta Jeremías. “No les tengas miedo”. No te dejes invadir por dudas y desalientos. “yo estoy contigo”. La debilidad humana, que Dios conoce, no es obstáculo para cumplir la misión que el Señor te confía. Si, con humildad, sabes reconocer tu fragilidad y te sabes poner confiadamente en sus manos, experimentarás continuamente en tu vida, con asombro, la fortaleza que viene de Dios.

Cuando reconocemos la propia debilidad es cuando somos fuertes  (cf. 2, Cor 12,10). “Muy a gusto presumo de mis debilidades - nos dice el apóstol san Pablo – porque así residirá en mi la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de mis debilidades. (…) Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.” (2 Co 12,9-10).

Jesús resucitado, ante las dudas de los apóstoles les dice: “¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo en persona” (Lc 24,36). “Yo estaré con vosotros” (Mt. 28,30”. “A dondequiera que yo te envíe irás” (Jr 1,7) “Mira, he puesto mis palabras en tu boca” (Jr 1,9). Son palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

Podemos tener miedo a la debilidad humana; pero nunca hemos de tener miedo a la llamada que viene de Dios. La llamada que viene de Dios indica siempre un camino maravilloso. Es una llamada que nos invita a participar en las grandes cosas de Dios. Es un camino que nos introduce en la intimidad de Dios, para ser testigos de su amor entre los hombres. “Vosotros sois mis amigos”.

Somos los amigos del Señor.

La segunda lectura, de la carta a los Efesios, se refiere a nuestro modo de vivir. No podemos vivir de cualquier manera. No podemos acomodarnos a los usos de este mundo que pasa. El apóstol nos invita a un modo de vivir que favorezca y refleje la vocación a la que hemos sido llamados. Los que, por la misericordia de Dios hemos tenido la dicha de haber sido llamados a una misión tan grande y tan bella hemos de estar muy atentos a las palabras del apóstol: “Yo, el prisionero por el Señor; os ruego que andéis como pide la vocación a la que hemos sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener al unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.” (Ef 4,1-7).

Queridos ordenandos: tenéis que estar a la altura de la vocación a la que habéis sido llamados. Pensad, en todo momento, que el camino hacia la santidad sacerdotal y el apostolado es un camino de pobreza interior, de desprendimiento, de humildad y de confianza en el Señor. Esta actitud de humildad, que, en el fondo, es una actitud de autenticidad y de verdad, os hará reconocer con gozo que la vocación sacerdotal es un don del Corazón de Cristo y una opción que llega a lo más profundo de vuestro ser.

San Juan de Ávila exhortaba con vehemencia a los sacerdotes a identificarse con Cristo, no sólo en el sacrificio eucarístico, sino en toda su vida. “El sacerdote, que en el consagrar y en los vestidos sacerdotales representa al Señor en su pasión y en su muerte, que le representa también en la mansedumbre con que padeció, en la obediencia, aun hasta la muerte de cruz; en la limpieza de la castidad, en la profundidad de la humildad, en el fuego de la caridad que haga al sacerdote rogar por todos con entrañables gemidos y de ofrecerse a sí mismo a pasión y muerte por el remedio de ellos, si el Señor le quisiere aceptar” (Tratado del sacerdocio, n.26)

El apóstol san Pablo, en su carta a los Efesios, nos invita también a ser vínculo de unidad en la Iglesia. “Un sólo cuerpo y un solo Espíritu como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef 4. 7-13). Si bien es verdad que la gracia del sacerdocio es un don que Dios os hace a cada uno de vosotros, esta gracia es, sobre todo, un don para la Iglesia. Es un don, no para vosotros, sino para la Iglesia. Lo que vais a recibir no es para vosotros, para que lo guardéis y disfrutéis vosotros; es un don que está al servicio de la Iglesia.

Y en la Iglesia, como nos enseña el mismo apóstol, existen dones diferentes: “A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia según la medida del don de Cristo” (Ef 4,7). Todos los diversos dones y carismas forman parte esencial e irrepetible del don de Cristo. Todas las gracias y ministerios sirven conjuntamente para “edificar el cuerpo de Cristo”. Entre todos estos dones, el sacerdocio tiene una especial importancia.

El carisma del sacerdocio es el carisma de la unidad; es el carisma integrador de todos los carismas; es el carisma que, por participar de modo singular en el sacerdocio de Cristo, acoge todos los carismas, como dones del Espíritu, y los orienta hacia la edificación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. El carisma del sacerdocio es el carisma de la comunión.

La diversidad y la peculiaridad de los dones hay que reconocerla, amarla y vivirla, precisamente, para construir el único Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, animada por un único Espíritu. En la medida en que améis gozosamente vuestro sacerdocio, os sentiréis llamados a apreciar, respetar, suscitar y cultivar todos los carismas de la comunidad eclesial, para construir el Cuerpo de Cristo hasta la perfección y la plenitud. La identidad sacerdotal es una realidad gozosa que se experimenta especialmente cuando amamos el don recibido para servir mejor a los demás con la actitud de “dar la vida” como el Buen Pastor.

Este corazón de pastor, este amor a la Iglesia, esta acogida de todos los carismas que la enriquecen, despertará constantemente en vosotros el ardor misionero y os hará sentir cada día, con mayor anhelo, el deseo ardiente de Cristo de llegar a todos aquellos que no han tenido la dicha de conocer al Señor. “También tengo otras ovejas que no son de este redil” (Jn 10,16). Es la llamada del Señor a la Misión: “id al mundo entero y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). Id a los que están lejos. Id a tantos hijos pródigos, que después de malgastar los dones de Dios, viven en tierra extranjera, muriéndose de hambre: hambre de amor y hambre de verdad.

Concluyo invitándoos, queridos ordenandos, a tener muy grabada en vuestro corazón la parábola de Buen Samaritano Está parábola será el referente bíblico para la Gran Misión que estamos preparando. Cristo es el verdadero buen samaritano que nos llama a salir a los caminos del mundo para buscar a los hombres heridos por el pecado. Cristo es el verdadero  prójimo del hombre caído, es el Bendito que viene en el nombre del Señor, el Dios con nosotros, el Dios que estará con nosotros hasta el fin del mundo, el Buen Pastor que busca la oveja perdida.

El despojo que supone esta apertura del Señor, esta cercanía, este dejarse tocar por la gente que lo reclama y lo va como “deshilachando”, sacándole gracia tras gracia, es un despojo total que culminará en la Cruz.

Los sacerdotes hemos de hacer sacramentalmente presente entre los hombres a Cristo, buen samaritano; y, lo mismo que Él, identificados con Él, hemos de tener bien abiertos los ojos del corazón para ver, para conmovernos y para acercarnos a tantos hermanos nuestros que viven sin fe, sin esperanza, sin ilusión, solos y abatidos, intentando llenar su sed de felicidad con alimentos que no sacian. No estemos siempre esperando a que estos hombres, alejados de la fe, vengan a nosotros; acerquémonos nosotros a ellos, como el buen samaritano. Tomemos nosotros la iniciativa. Esa es la Misión a lo que os invito, a vosotros y a toda la diócesis.

Os invito a acercaros a todos los que viven abatidos. Para que, como el buen samaritano, curéis sus heridas. Y después de curar sus heridas, en un diálogo lleno de respeto y de amor, los traigáis a la posada, que es la Iglesia, para cuidarles y sanarles con la Palabra de Cristo y con los sacramentos de la salvación.

Queridos ordenandos, queridos sacerdotes, queridos seminaristas, el Señor nos llama a compartir con Él esta búsqueda, este despojo total de nosotros mismos y esta cruz, fuente de vida. Démosle gracias por haber puesto su mirada en nosotros.

Y que la Virgen María, Madre del Señor, en esta fiesta del Nuestra Señora del Pilar, interceda por nosotros.

En este momento tan solemne, miremos a María, Madre amorosa de los sacerdotes, y pidámosle que nos enseñe a amar a Jesús, como Ella lo amó, y nos enseñe a mirar el mundo con una mirada apostólica, con la mirada de Jesús, buen samaritano.

Madre de la Iglesia, madre de los sacerdotes, ruega por nosotros.

+ Joaquín María López de Andújar
Obispo de Getafe