MEDITACIONES PARA EL TRIDUO SANTO
Semana Santa 2020 – José Rico Pavés

JUEVES SANTO

El Jueves Santo es un día singular desde el punto de vista litúrgico. Por la mañana, hasta la hora de Nona, seguimos en el tiempo de Cuaresma, que llega a su fin. Por la tarde comienza el Triduo Pascual con la Misa Vespertina de la Cena del Señor. Es un día en que, por tanto, se nos pide realizar un tránsito, el que nos lleva de completar el camino penitencial de la Cuaresma a entrar en la Pascua, el “paso del Señor”. Para realizar ese tránsito, la liturgia nos propone tres celebraciones: primero, completar el tiempo cuaresmal, mediante la Liturgia de las Horas; después, siempre que sea posible, la Misa crismal, para bendecir los óleos, consagrar el Santo Crisma y renovar las promesas sacerdotales; y, al atardecer, abrir la puerta de la Pascua celebrando la Misa de la Cena del Señor.
Como ya se anunció, detengámonos un momento para prestar oído a la Palabra de Dios, poner la mirada de fe en los gestos y pedir al Señor que encienda de amor nuestro corazón.

1. El primer punto de esta meditación se detiene en la luz de la Palabra de Dios. Nos fijaremos en el final de la cuaresma, en la Misa crismal y en la Misa de la Cena del Señor.

1.1. Todas las lecturas del Jueves Santo por la mañana y mediodía, con las que se cierra el tiempo de Cuaresma, están tomadas de la Carta a los Hebreos para presentar a Jesucristo como Sumo Sacerdote. Recorrer el tiempo cuaresmal de manos de la Iglesia nos lleva a descubrir el rostro de Cristo Sacerdote, para que se grabe en nuestro corazón cómo hemos sido salvados: No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo como nosotros, sin pecado (Heb 4, 15). Empezamos la cuaresma siendo llevados con Cristo por el Espíritu Santo al desierto para ser tentados y salir victoriosos con Él. En las pruebas, en toda prueba, sabemos que hay Quien padece con nosotros. Por eso, continúa la Carta a los Hebreos, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente (Heb 4, 16).

Efectivamente, se nos regala la cuaresma para “alcanzar misericordia y encontrar gracia”. Si hemos vivido la cuaresma distraídos, si la situación que estamos padeciendo está quebrando nuestra confianza, destaquemos lo que la liturgia vuelve a recordarnos con nueva fuerza: es tiempo de gracia, es día de salvación. Busquemos interiormente el rostro de Cristo Sacerdote y, si habíamos descuidado el sacramento de la penitencia y ahora el confinamiento nos impide recibirlo, pidamos al Señor la gracia de la conversión, reconozcamos interiormente nuestros pecados, sintamos dolor por todos ellos y hagamos un acto sincero de contrición. Que el aislamiento de estos días nos ayuda a apreciar cada vez más el sacramento de la confesión. Necesitamos “alcanzar misericordia y encontrar gracia” para entrar con provecho en la Pascua. Si nos falla la confianza o si lo que estamos viviendo estos días, especialmente la enfermedad propia y la muerte de nuestros seres queridos, llenan de lágrimas nuestros ojos, unamos nuestro llanto al de Cristo, pues al contemplarlo como Sumo Sacerdote, descubrimos que sus lágrimas nos han salvado: Cristo -nos dice de nuevo la Carta a los Hebreos en este Jueves Santo- en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial (Heb 5, 7).

1.2. Las lecturas de la Misa Crismal nos presentan a Jesús de Nazaret como el Cristo, es decir, el Ungido, el Mesías. Y lo hacen en tres momentos. Primero, el Señor realiza por el profeta Isaías dos anuncios: el Salvador esperado será el ungido por el Espíritu del Señor y el pueblo que Él congregue será un pueblo de sacerdotes. Tal es la palabra que se proclama en la primera lectura: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido (Is 61, 1). Y, más adelante: Vosotros os llamaréis “Sacerdotes del Señor” (Is 61, 6). El Salmo 88 profundiza en el significado de esta unción: lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga valeroso (Sal 88, 22). El segundo momento, con la lectura del Apocalipsis, anuncia el desenlace definitivo de esa doble promesa al final de los tiempos: Al que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Y, sigue: Mirad, viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron (Ap 1, 7). El tercer momento, en el evangelio de san Lucas, donde se proclama que Jesús, después de haber sido bautizado en el Jordán y llevado al desierto para ser tentado, acude a la sinagoga de Nazaret y declara en Él cumplida la profecía de Isaías. Se proclama así que Jesús es el Ungido por el Espíritu Santo, es decir, que en su misión hace presente a la Trinidad Santa: el Padre que unge y envía; el Hijo, ungido y enviado; el Espíritu Santo, ungüento que acompaña en toda la misión del Hijo, habituándose a robustecer la fragilidad de la humanidad, hasta que un día sea derramado sobre todos los hombres. En la actuación de Cristo se hace presente la Trinidad y esta actuación consiste en evangelizar a los pobres, proclamar a los cautivos la libertad, a los ciegos la vista, poner en libertad a los oprimidos, proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4, 18-19). Así, también a través de la Palabra de Dios que se proclama en la Misa Crismal, se nos invita a contemplar el rostro de Nuestro Sumo Sacerdote, Jesús, el Ungido por el Espíritu Santo. Pero se nos regala todavía más un nuevo motivo de esperanza: ser cristianos significa haber sido ungidos, para ser configurados con Cristo. En virtud del bautismo hemos sido hechos sacerdotes, capacitados por la unción con el Espíritu para hacer de nuestra vida, de lo que hacemos y padecemos, una ofrenda agradable al Señor. La docilidad al Espíritu Santo la reconoceremos si en nosotros, como otros cristos, se reconocen las obras de Cristo: llevar la buena noticia a los pobres, dar luz a los ciegos y libertad a los cautivos. 1.3. Entrando ya en la celebración de la Misa de la Cena del Señor, nos sobrecogen las palabras del evangelista san Juan que introducen el relato de la última cena: sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13, 1). Celebrar el Triduo Santo es ejercicio de amor. A través de las palabras y los gestos de Jesús se nos regala amor extremo y se descubre nuestra verdad más profunda: creados a imagen y semejanza de Dios, que es Amor, hemos venido a la existencia por puro Amor de Dios, se nos regala la vida en este mundo para ensanchar nuestra capacidad de amar, el Señor nos espera para recibirnos en abrazo de amor divino por toda la eternidad. Pero ¿cómo se nos revela el “amor hasta el extremo”? Las lecturas señalan tres realidades: la pascua; la eucaristía; y el amor fraterno. Las tres tienen en común que nacen de un mandato del Señor, es decir, nos muestran su voluntad salvadora y nos indican el camino de la salvación (“querer lo que Dios quiere”). Hacer propia la voluntad de Dios no es recorte a nuestra libertad, sino ejercicio de liberación. En la última cena, momentos previos a la pasión, Jesús nos descubre qué significa interiormente cumplir la voluntad del Padre: es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha ordenado, así actúo (Jn 14, 31). Se nos regala la Misa de la Cena del Señor, pórtico de la celebración del Triduo Santo, para que el mundo comprenda que el Hijo ama al Padre, para que nos sorprendamos al comprobar que hemos sido hechos partícipes de ese amor, y que a ese amor respondemos, cuando nuestra voluntad, liberada del orgullo de pensarse sin Dios, se abraza a la voluntad de Dios.

2. Vayamos ahora al segundo punto: poner la mirada en los gestos propios de cada celebración. Las celebraciones de estos días incorporan signos y gestos propios, cuyo significado se esclarece a la luz de la Palabra de Dios que los acompaña. El signo propio del fin de la cuaresma se reconoce en el color litúrgico morado que se mantiene hasta que se ha rezado la hora de Nona. La sobriedad y el carácter penitencial de la mañana se combina con el carácter festivo de la Misa crismal donde se haya podido celebrar el Jueves: se recupera el Gloria y el color litúrgico es el blanco, anticipando el inicio del Triduo Pascual. Los signos propios de la Misa crismal son dos: la renovación de las promesas sacerdotales y la bendición de los óleos y consagración del crisma. Se pide a los sacerdotes renovar las promesas que hicieron al recibir la ordenación en la Misa en la que es consagrado el crisma, para que comprendan que la renovación de sus promesas no es un ejercicio de voluntarismo -como si el permanecer fieles a la vocación fuera un empeño alcanzable con las solas fuerzas- sino una respuesta de docilidad al Espíritu Santo. La fidelidad del sacerdote pasa siempre por el cuidado de la vida interior: para poder llevar sobre sus hombros la carga del pueblo que le es confiado, el sacerdote debe cuidar el trato interior con el Espíritu Santo, de quien recibe la capacidad de amar a los fieles con el mismo amor del Buen Pastor. Por las circunstancias excepcionales que estamos viviendo, en la diócesis de Getafe la renovación de las promesas sacerdotales se traslada, Dios mediante, a la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, en que celebraremos la Jornada de santificación del clero. Siendo importante el signo de la renovación de las promesas sacerdotales, el signo principal de la Misa crismal, que aporta incluso el calificativo de esta celebración, es la bendición de los óleos y la consagración del crisma. Es importante advertir el matiz que aporta el lenguaje: el óleo de los enfermos y el óleo de los catecúmenos se bendicen, el crisma se consagra. Ambas acciones están reservadas al obispo. Al bendecir los óleos se pide a Dios Padre que enriquezca con su acción bondadosa, por un lado, el aceite con que los enfermos serán confortados, recibiendo por la unción alivio en la enfermedad y protección divina en el alma y en el cuerpo, y, por otro, el aceite con que los catecúmenos serán ungidos para aumentar en ellos el conocimiento de las realidades divinas y la valentía en el combate de la fe. Al consagrar el crisma no sólo se pide la bendición, sino que se pide al Padre, que con la cooperación de su Hijo Jesucristo, infunda la fuerza del Espíritu Santo, para que quienes reciban la unción con él alcancen la plenitud de la vida cristiana, exhalen el perfume de una vida y vivan su condición de reyes, sacerdotes y profetas.

Por último, los signos propios de la Misa vespertina de la Cena del Señor son el lavatorio de los pies y la prolongación de la celebración junto a Cristo eucaristía reservado de una manera más significativa. Amor fraterno y presencia adorada de Cristo en la eucaristía. El signo del lavatorio de los pies remite a una doble realidad: la necesidad de dejarnos purificar por Jesucristo para gozar de la comunión con Él y el servicio de a nuestros hermanos como expresión de amor verdadero. El prolongar la celebración quedándonos junto a Cristo en el Sagrario nos recuerda la necesidad de avivar la fe para comprobar la verdad de su promesa: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Este año en que muchos tendrán que seguir la celebración desde la distancia es urgente vivir la comunión con el Señor sabiéndonos miembros de la Iglesia. Que la oración de unos pocos junto al Sagrario sostenga la fe de todos, especialmente de los sufrirán más la distancia y el aislamiento. Que la comunión espiritual de todos nos ayude a no dejarnos vencer por la rutina y a valorar cada día más el bien inmenso e inmerecido que Cristo nos hace al quedarse con nosotros en el Sacramento del altar.

3. Llegamos así a la conclusión de la meditación, pidiendo al Señor que encienda de amor nuestro corazón. Conocemos la expresión hermosa que Santa Teresa del Niño Jesús quiso grabar en su escudo: “el amor sólo con amor se paga”. Se crece en amor, amando, es decir, dejándose amar y respondiendo con amor. El Jueves Santo celebramos el día del amor fraterno para no olvidar que el mismo Cristo que, por amor se queda en la eucaristía, es el que me espera en mi prójimo, especialmente en el más necesitado.

¿Queremos vivir con el corazón encendido de amor verdadero el Jueves Santo? Escuchemos, por ejemplo, las palabras siempre actuales de san Juan Crisóstomo, quien al final del siglo IV se dirigía a sus fieles como si nos mirara a nosotros mismos: «¿Queréis de verdad honrar el Cuerpo de Cristo? -preguntaba el santo patriarca de Constantinopla-. No consistáis que esté desnudo. No le honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo (Mt 26, 26), y con su palabra afirmó nuestra fe, dijo también: Tuve hambre y no me disteis de comer. Y: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo (Mt 25, 45). El sacramento no necesita preciosos manteles, sino un alma pura; los pobres, empero, sí requieren mucho cuidado. Aprendamos, pues, a pensar discretamente y a honrar a Cristo como Él quiere ser honrado […] Porque Dios no tiene necesidad de vasos de oro, sino de almas de oro» 1 .

A modo de conclusión, resulta siempre de gran provecho volver a leer las palabras de san Juan Pablo II en el último documento que escribió sobre la eucaristía, la Carta Apostólica Mane nobiscum Domine (“Quédate con nosotros Señor”), con la que convocó el Año de la Eucaristía: «No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35; Mt 25,31-46). En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas (MND 28). Que la Virgen Santísima, Madre de los sacerdotes, Mujer eucarística y Madre del Amor hermoso, nos alcance de su Hijo una celebración del Jueves Santo fructuosa, activa y consciente. Amén.

1. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. in Mt. 50,3 (PG 58,508; BAC N 146,80-81); cf. R. SIERRA BRAVO, El mensaje social de los Padres de la Iglesia. Selección de textos (Ciudad Nueva, Madrid 1989) 256-257.