+ José Rico Pavés, obispo auxiliar de Getafe

Las llagas de la divina misericordia

Al anochecer del primer día, Cristo resucitado muestra sus llagas. Como si de un solo día se tratara, la Iglesia revive durante la octava de Pascua el encuentro con Jesucristo resucitado acontecido en el primer día del nuevo inicio. El evangelio del segundo domingo de Pascua nos lleva al final de aquel día y traza el nuevo ritmo del tiempo hasta que el Señor vuelva. Si la primera creación se cerró el día séptimo, la nueva comienza el octavo. El domingo es memoria del tiempo renovado, prenda de eternidad, momento agraciado para saberse acompañado de Quien vive para siempre. En la carne resucitada del Verbo, todo empieza a ser renovado. Y en esta carne permanecen las llagas de las manos, de los pies y del costado.
A pesar del anuncio de las mujeres, de la constatación del sepulcro vacío y de los primeros encuentros con el Resucitado, los discípulos no consiguen vencer el miedo y se quedan en casa con las puertas cerradas. Jesús entonces se deja ver; su cuerpo resucitado no está sujeto a los límites del espacio; se muestra donde quiere y a quien quiere; ha derrotado para siempre al pecado y a la muerte. El saludo que anuncia su presencia trae la paz, vencedora de miedos y cerrazones. Y en seguida muestra las manos y el costado. En las llagas está la marca de la pasión soportada, que ahora se muestra como prueba de la victoria alcanzada. «Los clavos habían taladrado las manos, la lanza había abierto el costado, y las heridas se conservaban para curar el corazón de los que dudaran» (San Agustín de Hipona).  
Mostrando las llagas, Jesús es reconocido por los discípulos, que cambian el miedo por la alegría. Y llega de nuevo la paz y con ella la misión que nace del corazón del Padre. El Hijo fue enviado por el infinito amor del Padre a los hombres. Y ahora el Hijo envía a sus discípulos para que extiendan el amor más grande a los confines del mundo. Los apóstoles reciben una primera efusión del Espíritu Santo, que prepara la que recibirá el nuevo Pueblo de Dios el día de Pentecostés, y son hechos portadores del perdón que sólo Dios puede otorgar. Será misión de la Iglesia construir la paz desde el perdón divino. Y en un nuevo encuentro con Jesús resucitado, destinado a fortalecer la fe de los apóstoles y discípulos, las llagas además de vistas son tocadas. «Incorruptible y palpable se mostró el Señor para probarnos que Él conservaba después de su resurrección la misma naturaleza que nosotros, y una gloria diferente» (San Gregorio Magno). Tocando, Tomás vence sus dudas y se abre a la fe. Con los sentidos reconoce al Hombre, con la fe confiesa a Dios. Para apartar prejuicios y obstáculos, que los sentidos ayuden a la razón; para alcanzar la verdad plena y llegar al encuentro salvador, que la adoración auxilie a la fe.
No faltó razón al Papa Santo, Juan Pablo II, cuando declaró el segundo domingo de Pascua, "domingo de la Divina Misericordia". A través de la liturgia pascual somos llevados al encuentro con Jesús resucitado, quien nos muestra las llagas de las manos y del costado. A los que hemos recibido la alegría de creer sin haber visto, las llagas del Resucitado nos permiten vencer el miedo, alcanzar la paz y el perdón, superar las dudas, y confesar a Jesús como Señor. Desde las llagas de Jesús resucitado se sigue derramando el amor que vence el odio, restaura la verdad y descubre la belleza. Son las llagas de la divina misericordia. ¡Feliz Domingo de la Divina Misericordia!