HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR

Actualizamos en esta celebración el momento de la Última Cena de Jesús con sus discípulos, y no solo los gestos, sino también su contenido y los frutos que la acción de Jesús produce en nuestra vida.

Hoy es el día de la Eucaristía, es el día del amor fraterno, y es el día de la institución del sacerdocio. Jesús nos regala el don de su presencia eucarística por el ministerio sacerdotal, “haced esto en memoria mía”, y nos deja el ejemplo de una vida entendida como servicio, una vida que no es para guardársela, sino para entregarla.

1. “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”, les dice Jesús a sus discípulos después de lavarles los pies. Quizás no habían entendido nada, al menos así lo muestra la actitud de Pedro; Jesús les invita a seguir su ejemplo. Lo que ha hecho es un signo para que los apóstoles lo repitan, más aún, para que vivan según este ejemplo. Podemos decir que la vida de Jesús, sus gestos y lo que ellos necesitan tiene un carácter configurador para el cristiano. Los cristianos nos configuramos en la Eucaristía que es presencia salvadora, comunión con el misterio de Cristo, y fuente de caridad que convierte la vida en un servicio en favor del hermano.

¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?, nos dice también hoy a nosotros el Señor.

¿Realmente llegamos a comprender el gran don de la Eucaristía?, ¿comprendemos lo que significa e implica lavar los pies a los hermanos? Es difícil de comprender si no lo hacemos desde la lógica divina, sino lo hacemos desde el corazón de Cristo. Aquí comprender no es tener conocimiento intelectual, saber mucho, sino vivir, gustar, experimentar, como dice el salmista: “Gustad y ved que bueno es el Señor”. Hoy se nos invita a entrar en el misterio que se hizo presente aquella tarde en el Cenáculo de Jerusalén, y desde entonces se hace presente en cualquier lugar donde se repiten las palabras y los gestos del Señor.

2. El misterio de la Eucaristía, como toda la vida de Cristo, solo se puede entender desde las palabras con las que el evangelista S. Juan comienza en el evangelio el libro de la Gloria: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Sí, la Eucaristía es la expresión del amor hasta el extremo, porque “no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn). La Eucaristía es el memorial de esa entrega, entrega que se hizo realidad en el sacrificio de Cristo en el Calvario; cada vez que celebramos la Eucaristía se actualiza y se hace presente la entrega de Cristo en la cruz, y en ella recibimos toda la gracia que se nos ha dado en el cuerpo entregado del Señor y en su sangre derramada.

La Eucaristía no es solo un recuerdo, o un signo, es realidad, es Cristo muerto y resucitado; en la comunión recibimos realmente a Cristo. La Eucaristía es también el gran sacramento de la esperanza cristiana, es el grito del pueblo que espera y pide la vida que no se acaba, la resurrección de entre los muertos. Por eso, en la Misa, después de la consagración, el sacerdote proclama: Este es el sacramento –Misterio- de nuestra fe, a lo que el pueblo responde con unas palabras que son aclamación orante: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ve, Señor Jesús!”. Y en la misma esperanza S. Pablo dice a los Corintios: “Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”.

3. Celebrar la Eucaristía cambia la vida porque cambia la lógica misma de la existencia, invierte los valores del mundo. Después de celebrar la Eucaristía no podemos vivir ya para nosotros mismos, no podemos construir nuestra existencia sobre nuestros intereses ni deseos; el Yo no es ni el centro ni lo primero, no podemos ambicionar una vida centrada en mi seguridad, mi comodidad, mi bienestar. El Cenáculo no es el lugar del amo sino del siervo. Jesús nos ha dicho claramente en el Evangelio: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13,15). Por eso, la lógica eucarística es el lavatorio de los pies.

Es impresionante ver a Jesús arrodillado delante de los discípulos, arrodillado delante de cada uno de nosotros. Mira a Jesús arrodillado delante de ti, a Jesús que quiere lavarte los pies. Mira su humildad. Aprendamos, queridos hermanos, del ejemplo de humildad de Jesús.

La humildad es esencial a la fe, solo con humildad podemos acercarnos a Dios y creer en Él. Sin humildad no reconoceré nunca que no puedo abarcar el misterio insondable de Dios, ni mis propios límites; sin humildad no podré vivir la fe en medio de un mundo que no reconoce a Dios, que se cree poderoso y por eso no necesita a Dios. La soberbia es el mayor obstáculo para llegar a Dios. Esto lo podemos decir también de la caridad, sin humildad no hay caridad, no se hace caridad desde arriba, no hay caridad virtual; la caridad es cercanía, es caminar al lado del otro, es ponerse en su piel y tomar su mano, la caridad es compasión, y para ser compasivos hay que ser humildes.

“Solo donde hay humildad se puede respirar, porque el hombre hace entonces donación de sí mismo, porque puede creer y puede amar; porque encuentra la valentía para servir, también allí donde no obtiene nada a cambio y ninguna ley le exige que lo haga” (J Ratzinger. Homilía en la Catedral de Múnich, el 3 de abril de 1.980).

La caridad cristiana no es, y no puede ser, manifestación de nuestro poder ni de nuestra bondad. Vivimos en la caridad cuando vivimos en Cristo. La fuente de la caridad cristiana es la Eucaristía. Nuestras Cáritas no son dispensarios de ayuda sin más, sino la Iglesia, Cristo mismo, que camina con los pobres y los ayuda en sus necesidades, por eso no nos basta el asistencialismo, sino que queremos estar con los pobres, cerca de ellos, para escucharlos, para compartir con ellos, para levantarlos de la pobreza y crear posibilidades de una vida vivida en dignidad.

“Y ahora se pone de rodillas ante nosotros, sus criaturas. Con su propio cuerpo nos ha lavado en su sufrimiento, nos ha quitado el hedor de nuestra soberbia y nos ha limpiado de la suciedad de nuestro egoísmo, para ponernos en condiciones de sumarnos al banquete del amor de Dios” (J Ratzinger. Ibid.).

Por eso el lavatorio de los pies no solo es un signo de caridad, ni una invitación a hacer obras morales aisladas, sino que es la fundamentación del ser cristiano.

¿Por qué no arrodillarnos, queridos hermanos, ante los demás, ante los que tengo cerca y ante los que no son mis amigos, por qué no hacerlo ante el hermano pobre y necesitado? Arrodillarse ante el hermano es arrodillarse ante Cristo mismo, es seguir su ejemplo de humildad y entrega, es tomar con él la cruz.

En este día, queridos hermanos, rezad especialmente por los sacerdotes, para que seamos fieles a la llamada del Señor, y verdaderos siervos del pueblo que se nos ha encomendado. Pedid por nuestra santidad, porque curas santos harán comunidades cristianas santas, porque la renovación de la vida sacerdotal será renovación de toda la Iglesia.

A María, sierva del Señor y madre sacerdotal, le encomendamos nuestra vida con sus gozos y alegrías, con sus angustias y dolores.

+ Ginés, Obispo de Getafe.