08/06/2025. La Catedral de Getafe ha acogido la solemne Misa de Pentecostés presidida por el obispo de la diócesis, Mons. Ginés Garcia Beltrán, coincidiendo con la fiesta de Nuestra Señora de los ángeles, patrona de la diócesis.
A continuación, la homilía completa:
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Hoy la Iglesia se reviste de fuego y gracia al celebrar la solemnidad de Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos y transformó su miedo en valentía, su inseguridad en convicción, su silencio en proclamación. Pentecostés es el cumplimiento de la promesa de Jesús: "Recibirán la fuerza del Espíritu Santo y serán mis testigos" (Hch 1,8). Este mismo Espíritu es el que hoy nos renueva, nos fortalece y nos envía como discípulos, testigos del amor de Dios en medio del mundo.
En este mismo día, la Iglesia que camina en Getafe, vuelve mirada y su corazón a Nuestra Señora de los Ángeles, quien, como estrella luminosa, nos guía hacia su Hijo y nos reúne en el amor de la Iglesia. María, que estuvo presente en el Cenáculo junto a los discípulos en oración, es modelo de apertura al Espíritu. Su vida fue un continuo "sí" a Dios, permitiéndole obrar maravillas en ella. Hoy, bajo su amparo, queremos acoger al Espíritu Santo con la misma docilidad y disponibilidad.
La Palabra de Dios que acabamos de escuchar nos sumergen en el misterio de Pentecostés. En el Evangelio de san Juan (20,19-23), encontramos a los discípulos encerrados por miedo. Pero en medio de su turbación, Jesús se presenta resucitado y les dice: "Paz a vosotros". Luego sopla sobre ellos y les da el Espíritu Santo.
Este gesto evoca el aliento creador de Dios en el Génesis: "Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida" (Gn 2,7). Ahora, en Pentecostés, el soplo de Jesús renueva y da vida plena en el Espíritu, capacitando a los discípulos para su misión. A partir de ese momento, ya no son hombres temerosos sino testigos ardientes de la salvación.
Ese mismo Espíritu sigue actuando hoy en la Iglesia, renovándola y enviándola. Pentecostés no es solo un acontecimiento del pasado, sino una realidad viva y presente. Cada uno de nosotros ha recibido el Espíritu en el bautismo y en la confirmación, y estamos llamados a ser discípulos misioneros que anuncian el Reino con nuestra vida.
San Pablo nos recuerda en su carta a los Gálatas que el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio (5,22-23). Estos frutos son el testimonio vivo de quienes han sido tocados por el Espíritu. Hoy, como Iglesia, como hijos e hijas de Dios, estamos llamados a ser testigos de esa esperanza que no defrauda, esperanza que transforma la angustia en confianza, el odio en amor y la desesperanza en alegría.
Vivimos en tiempos de incertidumbre. El mundo de hoy enfrenta numerosos desafíos: la guerra, la injusticia, la división entre hermanos. La humanidad clama por unidad, por una paz verdadera que sólo el Espíritu puede traer. Es necesario que, como Iglesia, volvamos a nuestras raíces en Pentecostés. Si los discípulos fueron capaces de salir de su temor y proclamar el Evangelio con valentía, nosotros también debemos ser testigos del amor de Dios en medio del mundo y de los sufrimientos que lo afligen.
A veces puede parecer que las tinieblas son más fuertes, que el mal avanza, que las voces de esperanza son silenciadas por el ruido de la desesperanza. Pero en Pentecostés encontramos una certeza: la esperanza en Cristo no defrauda. La Iglesia está llamada a ser signo de unidad, de reconciliación, de paz. No podemos permanecer pasivos ante el dolor de tantos hermanos, sino que debemos ser presencia viva del Espíritu en nuestro entorno.
La Iglesia universal, y en comunión también esta iglesia de Getafe, siente una fuerte llamada a la unidad, a construir verdaderos vínculos de unidad entre todos, los de dentro y los de fuera. Unidad que crea familia y que destierra las divisiones y las situaciones de polarización a la que, desgraciadamente, nos vamos acostumbrando. La unidad se construye caminando en verdad, teniendo la humildad necesaria para reconocer al otro, para acercarme a él y acogerlo como alguien valioso, para dialogar con convicción, incluso reconociendo mis propios errores. La unidad no es uniformidad, sino armonía en la diversidad, como una sinfonía en la que cada instrumento aporta su sonido único, pero todos juntos crean una melodía perfecta.
El Papa León XIV, en su primera misa como Pontífice, subrayó la importancia de restablecer la plena comunión entre los cristianos, afirmando: "Como Obispo de Roma, considero uno de mis deberes prioritarios la búsqueda del restablecimiento de la plena y visible comunión entre todos aquellos que profesan la misma fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo". Este llamado nos recuerda que la unidad no es solo un ideal, sino una misión concreta que debemos vivir en nuestras comunidades, en nuestras familias y en nuestro testimonio diario.
El Espíritu Santo es el vínculo de amor que nos une a Cristo y entre nosotros. Nos impulsa a superar las barreras del egoísmo, del prejuicio y de la indiferencia. Como nos enseñó el querido y recordado Papa Francisco, "la Iglesia, en su verdad más profunda, es comunión con Dios, familiaridad con Dios, comunión de amor con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo, que se prolonga en una comunión fraterna". No podemos ser cristianos aislados; somos parte de un cuerpo, de un pueblo que el Señor ha constituido.
Que en esta fiesta de Pentecostés renovemos nuestro compromiso de vivir en comunión, de ser testigos de la unidad que el Espíritu Santo nos regala. Que nuestras diferencias no sean motivo de división, sino de enriquecimiento mutuo. Y que, como Iglesia, seamos verdaderamente "levadura de unidad, comunión y fraternidad" en un mundo que tanto necesita el amor reconciliador de Dios.
En Pentecostés, María estuvo en oración junto a los discípulos, esperando la venida del Espíritu Santo. María es modelo de docilidad a Dios, la primera discípula y la Madre de la Iglesia. Su presencia en Pentecostés no es accidental, sino un signo de que la Iglesia se debe dejar guiar por su amor maternal.
Hoy, los getafenses, celebramos su fiesta con alegría. Nuestra Señora de los Ángeles es madre y protectora de todos nosotros. Ella nos reúne en su regazo y nos conduce hacia Cristo. Nos invita a vivir Pentecostés desde el corazón, a abrirnos a la acción del Espíritu, a dejarnos transformar para ser instrumentos de unidad y esperanza.
Como hijos suyos, acudimos a ella con confianza. Le pedimos que interceda por nosotros, por nuestra diócesis, por nuestras familias, por la Iglesia entera. Que nos enseñe a decir "sí" como ella lo hizo, para que el Espíritu Santo pueda obrar en nuestra vida.
Para concluir, elevemos juntos un canto de alabanza y acción de gracias a la Virgen de los Ángeles como expresión de nuestro amor filial:
"Madre del cielo, Estrella de amor,
guía a tu pueblo en la paz y en la unidad.
Ruega por nosotros, y danos tu luz,
llévanos siempre al encuentro con Jesús".
Que el Espíritu Santo nos fortalezca y que Nuestra Señora de los Ángeles siga velando por su pueblo.
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