21/06/2025. La iglesia de Santa María de Villaviciosa de Odón ha acogido la ordenación diaconal de tres seminaristas del Seminario Nuestra Señora de los Apóstoles de Getafe. Se trata de Ignacio María Suárez, Enrique Cerrada Collado y Carlos Herrero Folgado.
El obispo de Getafe, Mons. Ginés García Beltrán, ha presidido la celebración y ha pronunciado la siguiente homilía.
Queridos hermanos sacerdotes; Sres. Vicarios.
Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.
Querido Sr. Cura Párroco y Vicario parroquial.
Queridos hijos Carlos, Enrique e Iñaki, que hoy sois agregados al orden de los diáconos.
Queridos diáconos y seminaristas.
Queridos consagrados y consagradas.
Querido padres, familiares y amigos de los ordenandos.
Saludo con afecto a las autoridades, al Sr. Alcalde.
Queridos hermanos y hermanas en el Señor.
En esta tarde de gracia, nos congregamos en torno al altar del Señor para celebrar la Eucaristía en la víspera de la solemnidad del Corpus Christi, misterio del Cuerpo y la Sangre entregados de Cristo, y ocasión profundamente significativa para conferir el orden del diaconado a nuestros hermanos: Carlos, Enrique e Iñaki.
Hoy, la Iglesia nos invita a contemplar con los ojos de la fe el amor inagotable de Cristo, que se hace alimento, que se parte y se reparte, que se entrega por entero. Y no es casual que la ordenación de estos hermanos tenga lugar precisamente hoy, porque el diaconado —primer grado del sacramento del orden— es participación íntima en ese mismo dinamismo de entrega que nace de la Eucaristía y desemboca en la caridad.
“Dadles vosotros de comer” (Lc 9,13)
El relato de la multiplicación de los panes y los peces (Lc 9,10-17) que acabamos de proclamar nos presenta a Jesús acogiendo a la multitud, enseñando, sanando y finalmente alimentando a todos con apenas cinco panes y dos peces. En medio de la escasez, el Señor no se limita a compadecerse, sino que actúa, y lo hace implicando a sus discípulos. Cuando estos le sugieren despedir a la gente para que busquen comida, Jesús responde con un mandato, que es, sobre todo, una invitación, claro y desconcertante: “Dadles vosotros de comer”. No es solo una invitación a la generosidad, sino una llamada a asumir la responsabilidad de servir, de hacerse cargo de las necesidades concretas del pueblo.
Este mandato resuena con fuerza en el corazón del ministerio diaconal. El diácono, configurado con Cristo siervo, está llamado a ser signo visible de una Iglesia que sirve, que no se desentiende, que no delega su caridad. “Dadles vosotros de comer” no es solo una consigna para repartir pan, sino para ofrecer la vida, el tiempo, la escucha, la Palabra y, sobre todo, el Pan de la Eucaristía. En la liturgia, en la caridad y en el anuncio, el diácono prolonga el gesto de Jesús que bendice, parte y reparte. Así, el milagro continúa: cuando el servicio se hace con fe y entrega, lo poco se multiplica y todos quedan saciados.
El celibato: corazón indiviso, amor sin reservas
Quiero detenerme un momento en una gracia profunda y significativa que hoy abrazáis, queridos hijos, con generosidad: el don del celibato. El celibato, no es una renuncia sin más, sino una elección libre y fecunda. Porque al no casaros, no estáis diciendo “no” al amor, sino que vuestro “sí” se extiende y se dilata. El celibato consagrado es señal de un corazón indiviso, que se da por entero al Señor y a los hermanos.
En una cultura que a menudo mide el valor de la vida por su utilidad o por el éxito visible, el celibato es una verdadera y expresiva profecía. Es recordar al mundo que Dios basta, que el amor eterno existe, que la entrega total es posible. Vosotros, estáis llamados a ser ese signo elocuente de fidelidad, de exclusividad, de pertenencia radical. Y ese corazón indiviso, unido al de Cristo, encuentra su alegría en el servicio, porque sabe que su única plenitud está en hacer la voluntad del Padre.
La obediencia: signo de confianza y de comunión
También hoy hacéis una promesa de obediencia. Tal vez esta palabra pueda sonar dura en nuestros tiempos, porque no está de moda: en una sociedad que exalta la autonomía como absoluto, obedecer se ve casi como un sometimiento. Pero la obediencia que hoy prometéis no es esclavitud, es comunión. No es pérdida de libertad, sino su maduración en la verdad.
Prometéis obediencia al obispo y a sus sucesores, como signo de vuestra disposición a buscar siempre la voluntad de Dios, y no la vuestra. Es un acto de confianza, confianza en que Dios guía a su Iglesia, incluso a través de mediaciones humanas. Y es también un acto de humildad, porque sabéis que el ministerio no es vuestro, sino que os ha sido confiado. Obedecer es, entonces, aprender a escuchar con docilidad, a discernir con fe, a actuar con amor.
La Iglesia diocesana que hoy os acoge como diáconos no es un club de perfectos, sino una familia viva que camina unida hacia Dios, buscando la santidad en medio de la fragilidad. Llegáis a esta familia, queridos diáconos, no como espectadores, sino como servidores llamados a fortalecerla con vuestro testimonio y entrega. En una sociedad que a menudo fragmenta y aísla, la comunidad cristiana está llamada a ser fermento de una nueva civilización del amor, donde el anuncio de Jesucristo —el que pasó haciendo el bien y curando— sea creíble por la forma en que nos amamos. Que en vosotros se cumpla aquella admiración de los primeros cristianos: “¡Mirad cómo se aman!” porque solo así nos reconocerán como verdaderos discípulos del Señor.
“Tomad, comed... Tomad, bebed”: un estilo de vida
Queridos hermanos, la Eucaristía que celebramos hoy no es solo el contexto, sino el contenido profundo de esta ordenación. Jesús no solo parte el pan: se parte a Sí mismo. Y lo hace diciendo: “Tomad y comed... Tomad y bebed”. Ese es el lenguaje del amor. Esa es la lógica del diaconado.
La vida desde Cristo ha de ser una prolongación de estas palabras. Que cada gesto, cada día, cada servicio pastoral, cada oración con los fieles, cada acción caritativa, sea un “tomad y comed”, un “tomad y bebed”. No os guardéis nada. Amad con entrañas de Cristo. Sed pan partido para los hambrientos, vino derramado para la alegría de los abatidos.
El amor cristiano, cuando es auténtico, se convierte en servicio, porque tiene como modelo al Cristo servidor, al que se ciñe la toalla y lava los pies, al que se inclina para sanar las heridas de la humanidad. Hoy, más que nunca, la Iglesia necesita ser samaritana: no basta con ver o pasar de largo, es necesario bajarse, detenerse, tocar la carne del herido y curarla con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. La vocación que abrazáis, queridos diáconos, es la del servicio sin medida. En un mundo que halaga, pero no acoge, que entretiene, pero no comprende, que grita, pero no dialoga, hace falta corazón. Vosotros estáis llamados a poner ese corazón, el de Cristo. Un corazón abierto, compasivo, paciente, que sabe escuchar, acompañar, sostener. Porque Él no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida por todos. Que ese sea también vuestro estilo: el del amor que se arrodilla, el del Evangelio hecho gesto, el del Reino que empieza por abrazar al último.
María, icono del servicio fiel
En este momento nuestra mirada y nuestro corazón se vuelve a la Virgen María. Ella, la mujer del “sí”, la esclava del Señor, es el icono perfecto del servicio fiel. María no predica, no escribe tratados, simplemente está. Sirve, escucha, acoge. En las bodas de Caná, se adelanta. Al pie de la cruz, permanece. En el Cenáculo, ora con la Iglesia naciente.
A Ella, Madre de los sacerdotes, os encomiendo hoy de manera especial. Que os enseñe a servir como ella, con discreción, con ternura, con fidelidad. Que vuestro ministerio sea como su vida: un “hágase” constante, un eco del Fiat pronunciado con amor y mantenido en la prueba.
Carlos, Enrique, Iñaki, no estáis solos. Esta Iglesia que camina en Getafe, y que hoy se alegra con vosotros, camina a vuestro lado. Contáis con la oración del pueblo de Dios, con el afecto de vuestros hermanos del Presbiterio del que, Dios lo quiera, formaréis parte en el futuro, y, sobre todo, con la gracia siempre nueva del Espíritu Santo que hoy desciende sobre vosotros.
Sed servidores alegres, diáconos fieles, hombres de oración y de entrega. Y que cada día, al mirar la Eucaristía, podáis decir: “Esto es lo que quiero ser: pan partido, vida entregada, amor sin medida”.
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