14/07/2025. Ahora que finalizamos el curso os quiero transmitir unos latidos de mi alma. Cuando san Juan escribe que “Dios es amor” (1 Jn 4,8), está revelando el corazón mismo de la fe cristiana. No dice que Dios “tiene” amor, ni que actúa “con” amor, sino que Él “es” amor. Su esencia más íntima es amar. Desde siempre y para siempre. Antes de crear el mundo, ya era amor en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y todo lo que existe —el universo, la historia, la Iglesia, cada persona— nace de ese amor gratuito y total.

Dios es amor y es la raíz de toda esperanza y nos lo ha revelado en su Hijo: Jesucristo: “Tanto amó Dios al mundo que nos ha entregado a su Hijo” (cf Jn 3, 16)

En un mundo marcado por el ruido, el rendimiento, la prisa y el miedo, esta afirmación puede sonar como un bálsamo, pero también como un escándalo. Porque amar —amar de verdad— implica donación, paciencia, ternura, sacrificio. En cambio, la cultura dominante valora más la utilidad, la eficacia, el éxito. Sin embargo, si olvidamos que venimos del amor y que estamos hechos para amar, perdemos el sentido de todo.

San Pablo lo expresa con fuerza: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe” (1 Co 13,1). El amor no es un adorno de la vida cristiana; es su sustancia. Dios es amor, y por eso toda vida que quiera reflejar su imagen está llamada a amar.

En nuestra experiencia humana, el amor verdadero necesita tiempo, atención, presencia. No se puede amar deprisa. No se puede amar sin parar. Por eso, también el descanso es necesario para el amor. No como evasión, sino como recreación. Así lo muestra la Palabra de Dios. Desde el relato de la creación, Dios nos enseña que el descanso es parte del proyecto divino: “Y el séptimo día descansó de toda la obra que había hecho” (Gn 2,2). No porque se cansara, sino porque quiso establecer un ritmo para nuestra vida, donde el trabajo y el reposo, la acción y la contemplación, las tareas y la oración,  estén en armonía para” amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo “estén en equilibrio.

El descanso no es un lujo para unos pocos ni una pérdida de tiempo. Es un mandato amoroso de Dios, que sabe de qué estamos hechos. También Jesús se retiraba con sus discípulos a descansar (cf. Mc 6,31). Lo hacía para orar, para estar a solas con el Padre, para recuperar fuerzas. El descanso bien vivido es un acto de humildad: reconocemos que no somos autosuficientes, que necesitamos parar, respirar, recuperar el corazón.

Y si lo vivimos en clave cristiana, el descanso se convierte en una verdadera escuela de amor: porque nos permite estar más presentes, más disponibles, más abiertos a Dios y a los demás. Nos permite mirar con otros ojos, escuchar con más atención, agradecer con más hondura.