¡Hola familia querida!, una vez más juntos para seguir dialogando con san Juan Pablo II, quien nos decía en nuestro encuentro anterior “¡Somos hijos de Dios! Hijos de Dios libres y veraces”. Hoy le preguntamos ¿Cómo hacemos para no caer en la esclavitud del pecado? Le escuchamos:

“La libertad que nos ha dado Cristo, nos libra, como nos enseña San Pablo, de la esclavitud de los “elementos del mundo”; es decir, de la errónea elección del hombre que le lleva a servir y hacerse esclavo de “los que por naturaleza no son dioses”: el egoísmo, la envidia, la sensualidad, la injusticia y el pecado en cualquiera de sus manifestaciones.

La libertad cristiana nos lleva a honrar a Dios Padre siguiendo el ejemplo de Cristo, el Hijo unigénito, que siendo “igual a Dios”, se hizo “semejante a los hombres; y en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). El Salvador nos redimió obedeciendo al Padre por amor, movido por el Espíritu Santo.

Y ese mismo Espíritu, que nos envió Dios, clama “Abba!”. Esta palabra “Abba” era el nombre familiar con el que un niño se dirigía a su padre en lengua hebrea; una palabra fonéticamente muy parecida a la que vosotros soléis emplear para dirijiros a Dios Padre, llamándole Papá Dios, con tanta veneración y confianza.

Para Jesús, hacer la voluntad de Dios era el alimento de su existencia (cf. Jn 4, 34). Y lo mismo debe suceder en la vida de los hijos de Dios: ¡Debemos concebir nuestra existencia como un acto de servicio, de obediencia, al designio libre, amoroso y soberano de nuestro Padre Dios! Haciendo lo que Dios quiere, también con sacrificio, nos revestimos de la libertad, del amor y de la soberanía de Dios.

Comprendéis que es ésta una tarea que nos supera; pero no estamos solos; es el mismo Espíritu quien “intercede por nosotros con gemidos inefables”. Debemos no vivir según la carne, sino según el Espíritu.

Las obras de la carne son entre otras: la lujuria, las enemistades, las peleas, las envidias, las embriagueces. Los frutos del Espíritu, en cambio, son caridad, alegría, paz, longanimidad, mansedumbre, continencia. La libertad es para hacer el bien, para crecer en amor y verdad. Sin esta dimensión espiritual de la libertad, una persona humana no es libre de veras. Se deja sometida, se deja esclavo de sus pasiones, de sus pecados. Eso no es libertad.”

Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo para ser libres y nunca esclavos del pecado!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!