Getafe, 12 de Octubre de 2018

Queridos hermanos en el episcopado.
Querido hermanos sacerdotes; Sres. Vicarios.
Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.
Queridos Eliert, Juan Carlos, Mateo e Ismael que hoy recibís el orden sagrado del presbiterado.
Queridos diáconos y seminaristas.
Queridos consagrados y consagradas.
Querido padres, familiares y amigos de los ordenandos.
Hermanos y hermanas en el Señor.

La vida es un don precioso que Dios nos ha regalado, ¿cómo no agradecérselo?; la vida divina que se nos dio por el bautismo es un don que nos hizo hijos de Dios y herederos de la gloria, ¿cómo dejaremos de dar gracias por él?; el sacerdocio ministerial es un don grande que se pone en nuestras manos frágiles, ¿cómo no cantar eternamente las misericordias del Señor con nosotros?

Sí, queridos hermanos sacerdotes, queridos diáconos que hoy accedéis al presbiterado, querido pueblo de Dios, detengámonos un instante para renovar nuestro agradecimiento a Dios por el don del sacerdocio, de nuestro sacerdocio. Todo es gracia, dice San Pablo; el sacerdocio es gracia, una gracia preciosa e inmerecida para nosotros, gracia renovadora y sacramental de la presencia del Señor que camina y cuida de su pueblo. Somos presencia del Señor, sacramento de su amor por su Esposa, la Iglesia. Demos dar gracias a Dios que sigue llamando a hombres a este ministerio, que no se cansa de llamar. Que el Señor nos conceda la gracia de hacernos cada día conscientes de este don inmenso que hemos recibido para no acostumbrarnos a él, para no cansarnos de vivirlo en servicio a nuestros hermanos.

1. Después de la resurrección, en la tranquilidad de la ribera del lago de Tiberiades, Jesús pregunta a Pedro por tres veces: “Pedro, ¿me amas?” Pedro contesta a las tres interpelaciones de Jesús: “Señor, tú sabes que te quiero”. Es este un diálogo cargado de profundidad, sentido y emotividad.

Jesús conoce bien a Pedro, y así lo reconoce el mismo Pedro: “Tú lo sabes todo”. Jesús conoce nuestro corazón, no se deja llevar por las apariencias, y sabe que Pedro lo quiere, y lo quiere de verdad. Pero no es el amor de Jesús el que ha cambiado, es Pedro, su actitud, la que ha cambiado. Pedro en la pasión ha aprendido que a Jesús no se le ama desde la seguridad de sí mismo. Pedro ha aprendido a amar desde el fracaso, desde la humildad a la que nos llevan las heridas de la negación. Antes Pedro estaba convencido que él podía salvar a Jesús, ahora sabe que es él quien se tiene que dejar salvar por el Señor. Por eso, cuando Jesús le pregunta si lo ama más que los otros, él ya no se compara, simplemente dice lo que siente su corazón: Te quiero.

Qué preciosa lección para nosotros, especialmente hoy para vosotros, queridos hijos, que os identificáis sacramentalmente con Cristo por el Orden del presbiterado. El Evangelio es una invitación a aprender cada día a amar a Cristo desde lo que somos, desde la pobreza; hemos de poner en sus manos nuestro amor que no es perfecto, que muchas veces se verá oscurecido por la sombra de la negación, pero a pesar de esto, hemos de seguir amándolo, no podemos sino amarlo. Como el buen vino, el amor se purifica con el tiempo, con la vida; dejamos muchas cosas en el camino, incluso todo puede cambiar, pero siempre quedará nuestro amor agradecido y humilde.

Me llama la atención también la tristeza de Pedro, “se entristeció Pedro”, nos dice el evangelio. Es evidente que la triple interpelación del Señor le traía a la memoria su también triple negación; pero Jesús no quiere humillarlo, quiere restablecerlo en su amor, quiere mostrarle que la llamada a pastorear el rebaño no es cuestión de méritos sino pura gracia. También en la vida del sacerdote puede haber momentos de tristeza y abatimiento, estos vienen, habitualmente, por la soledad, la incomprensión, o la falta de respuesta a nuestra tarea pastoral; sin embargo, esta tristeza puede ser también regeneradora para nosotros si la convertimos en la oportunidad de volver a centrarnos, de poner a Dios en el centro, de sentir el gozo de ser llamados y hacer presente al Señor; es la oportunidad de que Dios siga siendo el protagonista y nosotros servidores suyos por amor; es el momento de volvernos a Él, de descansar en Él, y con Pedro decirle: “Señor, ¿a dónde vamos a ir?, sólo tú tienes palabras de vida eterna”.

Ser sacerdote es, queridos hermanos, una cuestión de amor. El ministerio sacerdotal es un “officium amoris”, como nos recuerda el Santo Pastor de Hipona. Si amamos a Cristo, amaremos también a nuestro pueblo como Él lo ama, y nos entregaremos a él como Cristo se entrega. Hemos de amar a nuestro pueblo con el amor que hemos recibido de Dios, esta es la caridad pastoral que es camino de santificación para nosotros sacerdotes. “Ahora bien -escribe san Juan Crisóstomo-, el amor no es cuestión de milagros sino simplemente de virtud: “El amor cumple toda la ley.” (Rom 13,10). Amaos los unos a los otros y así os pareceréis a los apóstoles, estaréis en el primer puesto. “Si tú me amas, dice Jesús a Pedro, apacienta mis corderos”. Aquí, prestad atención, se valora la virtud, el celo, la compasión, el trabajo de guiar, el olvido de los propios intereses, la preocupación por cumplir con la tarea de la carga pastoral; todo esto es fruto de la virtud, del amor, no de los milagros y prodigios sino del amor. (Homilía sobre los Hechos de los Apóstoles 28, PG 151, 358-359)

Jesús después de encargar a Pedro que apaciente a su rebaño, le dice: “Sígueme”. El sacerdocio es un camino discipular de seguimiento. Por eso, el sacerdote acude cada día a la escuela del Maestro para escuchar y para estar con Él, buscando configurar su vida más perfectamente con el modelo. El sacerdote ha de ser verdadera transparencia de Cristo en su palabra, en sus gestos, en su porte, en su testimonio, en su vida. ¿Qué es, por tanto, el seguimiento? Estar con Cristo. El dónde, el cuándo, el modo, no importa. Es estar con Él hasta compartir su destino.

El seguimiento es un “dejarlo todo”. Y dejarlo todo no es sólo una decisión del comienzo del seguimiento sino del camino entero de nuestra vida, hasta la muerte. Por eso, nuestro seguimiento tiene que ser continuo y renovado, sabiendo que nunca se cumple del todo, por lo que le necesitamos a Él para “dejarlo todo” hasta el final. Es el modo en que vive y crece nuestro amor a Cristo (Cfr. M. Lepori, Simón, llamado Pedro, p. 14).

2. La vocación de Jeremías nos habla de misión. Te elegí desde siempre y te consagré para que fueras profeta, para enviarte, pues “irás a donde yo te envíe, dirás lo que yo te ordene”.

Hoy, el Señor que os eligió os consagra y os envía poniendo sus palabras en vuestra boca. No os anunciáis a vosotros mismos, lo anunciáis a Él, y habéis de hacerlo con fidelidad y constancia, con paciencia y delicadeza, con autoridad y misericordia. Y no tengáis miedo, porque no vais solos, el Señor os acompaña; cuando vosotros lleguéis al destino al que se os envía, Él ha llegado antes que vosotros a preparar el camino, y estará siempre con vosotros para alentaros e iluminaros. La gracia de estado no es un concepto teológico sin más, es una realidad que brota del sacramento mismo, la condición para vivir esta gracia es dejaros iluminar, y hacerlo con humildad, siguiendo siempre lo que Dios quiere, y no lo que vosotros queréis. Escuchar a vuestro pueblo, y sentir como vuestras sus inquietudes, sus ilusiones y dificultades, dejaos moldear por la voz y el corazón de vuestro pueblo porque en ellos también habla Dios.

Sois enviados a todos. En la comunidad somos de todos y para todos, sin acepción de personas; además, mirad siempre, con respeto y afecto, a los que están lejos, a los que no vienen, también a ellos sois enviados. En el corazón del pastor, como en el corazón de Dios, caben todos. Que los pobres encuentren en vosotros un padre y un hermano que escucha, acoge y comprende; nunca le neguéis una palabra ni un gesto que les haga sentirse personas, y no dejéis que salgan de nuestras comunidades sin conocer un poco más a Dios y su amor.

3. La exhortación de San Pedro que hemos escuchado en la segunda lectura muestra con sencillez y belleza el modo de obrar de los pastores del pueblo de Dios, verdadero programa de vida para vosotros que comenzáis hoy vuestro ministerio como presbíteros.

Estáis invitados a pastorear el rebaño de Dios como testigos auténticos. Lo que habéis visto y oído, lo que vivís en vuestro encuentro con el Señor, llevadlo al pueblo que se os ha encomendado.

Es necesario que el sacerdote mire a su pueblo, y lo mire de buena gana. Mirarlos de buena gana es traer al corazón que por cada uno de ellos se entregó Cristo, conmoverse al pensar que ha puesto en nuestras manos lo más grande que tiene, lo que más le ha costado. Entonces, ¿cómo lo voy a hacer de mala gana?, si Cristo se entregó por ellos y yo lo represento aquí, ¿cómo no me voy yo a entregar también por ellos? El único modo de responder a la misión que se nos ha encomendado es la generosidad de nuestra entrega, sin pensar en la ganancia, que puede ser el éxito personal y pastoral, el reconocimiento o un futuro brillante. Hemos venido a entregarnos, y quiera Dios que lo hagamos hasta el final.

El apóstol advierte de un peligro que puede aparecer en el ejercicio de nuestro ministerio, el ser déspotas, la tentación de convertirnos en poderosos según el mundo y tratar a los hermanos desde arriba haciendo de nuestra autoridad un instrumento de dominio y no de servicio; frente a este peligro, hemos de ser modelos del rebaño. El sacerdote está puesto en la atalaya de la comunidad, hacia él miran todos, todos esperan de nuestro testimonio. ¿Qué quiere el pueblo de nosotros? ¿qué espera de nuestro ministerio? Sin duda, que seamos hombres de Dios. La santidad es el modelo que el pueblo necesita y espera de nosotros.

Un sacerdote ha de ser santo, para eso hemos sido llamados, nuestra santidad renueva y hace fecunda a la Iglesia. Tenemos experiencia probada: donde ha habido un cura santo, esa parroquia, esa comunidad, ha permanecido viva y testimonial por generaciones. Nuestro camino de santidad está en el ejercicio del ministerio, y para ello Dios nuestro Señor nos ha dejado por medio de la Iglesia diversos medios, sólo me detendré en tres de ellos: la Eucaristía, el sacramento de la Penitencia y la Caridad.

La Eucaristía nos hace santos. Queridos hijos que vuestra Eucaristía diaria sea lo mejor de vuestra jornada, celebrarla con paz y recogimiento, no perdáis el “estupor” que vais a sentir cuando ahora repitáis las palabras del Señor que toma vuestra voz para hacerse presente en el mundo, que cada Eucaristía de vuestra vida sea como la primera. Poned en la patena la vida de vuestra gente, y no os olvidéis nunca de poner la vuestra.

Vais a sentir también la grandeza de perdonar en nombre del Señor; es Él quien perdona, pero ha querido hacerlo por vosotros que sois, somos, pecadores, No olvidéis nunca esto cuando escuchéis los pecados de vuestro pueblo, esos son también los vuestros. No permitáis que nadie se vaya sin haber visto o experimentado la misericordia de Dios siempre dispuesto a perdonar. Y para esto, es necesario que también seamos penitentes. Traigo unas hermosas palabras del Papa Francisco a este respecto: “una de las cosas más bellas, que más me conmueven, es la confesión de un sacerdote: es algo grande, hermoso, porque este hombre que se acerca para confesar sus pecados es el mismo que después ofrece oído al corazón de otra persona que viene a confesar los suyos” (Retiro a los sacerdotes).

Y, por último, la caridad. La caridad que es hacer cercano el amor de Dios con nuestra cercanía, una cercanía que tiene que ser abnegación y celo por las almas. La pasión apostólica nace del corazón mismo de Cristo. Sed pastores según el Corazón de Jesús. Ahora que en nuestra diócesis nos preparamos para celebrar el Centenario de la Consagración de España al Corazón de Cristo en este mismo lugar, renovad vuestra caridad en la caridad que brota de su corazón abierto y que cura las heridas. Curad las heridas de los hombres con el amor de este Corazón.

Queridos hermanos, recemos por estos que hoy reciben la gracia del Orden sacerdotal, recemos por los sacerdotes, recemos por los jóvenes para que sean generosos en la respuesta a la llamada de Dios, y no olvidemos las palabras de San Agustín: “si hay buenas ovejas, hay también buenos pastores, pues de las buenas ovejas salen buenos pastores.”

Queridos hijos, hoy celebramos la fiesta de la Virgen del Pilar tan vinculada al origen de nuestra fe, a las raíces cristianas de España, ella siempre nos ha protegido y hemos sentido su consuelo por generaciones. Mirad siempre a la Virgen y acogeros a ella, decidle: “Madre mía, lo que yo no pueda, hazlo tú”. (Cura Valera)

+ Ginés, Obispo de Getafe