HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL MARTES SANTO

Getafe, 16 de abril de 2019

Ahora, antes de la bendición de los óleos, cantaremos en el Himno: “Oh Redentor, recibe el canto de quienes te aclamamos”. Con estas palabras expresamos el sentimiento de nuestro corazón al tiempo que el sentido más profundo de esta celebración. Nuestra asamblea es un gran canto de alabanza, pero querríamos que no solo fuera el canto que sale de los labios, sino también el que brota de nuestro corazón. Que el canto de alabanza con el que aclamamos hoy a nuestro Redentor sea el canto de nuestra vida. Como dice San Agustín en uno de sus sermones: “Cantad con la voz y con el corazón, con la boca y con vuestra conducta: Cantad al Señor un cántico nuevo (..) ¿Queréis alabar a Dios? Vivid de acuerdo con lo que pronuncian vuestros labios. Vosotros mismos seréis la mejor alabanza que podáis tributarle, si es buena vuestra conducta” (Sermón 34).

Al reunirnos esta mañana en la Catedral, Iglesia Madre de nuestra diócesis, se manifiesta la realidad de la Iglesia en toda su profundidad y belleza. Es la asamblea convocada por el Señor para compartir el don de su presencia y la fraternidad que esta presencia crea. Somos el Pueblo de Dios en camino, la comunidad que continua la misión del Señor en el mandato misionero de ir a todas las gentes para anunciarles la Buena Noticia del amor de Dios. La Eucaristía nos confirma, nos fortalece y nos envía. La Misa Crismal es cada año la expresión preciosa de lo que somos, al tiempo que una renovación gozosa de nuestra respuesta a la llamada del Señor.

Queridos hermanos Obispos; querido D. José, Obispo Auxiliar; querido D. Joaquín, nuestro Obispo Emérito.
Querido hermanos sacerdotes.
Ilmos. Sres. Vicarios.
Queridos diáconos.
Queridos Seminaristas.
Un saludo lleno de afecto para los miembros de los institutos de vida consagrada, sociedades de vida apostólica y vírgenes consagradas.
Hermanos y hermanas en el Señor.

Quiero tener un recuerdo especial para los sacerdotes que no están físicamente presentes entre nosotros, pero lo están espiritual y afectivamente. Tenemos especialmente cercanos a los sacerdotes ancianos y enfermos, también a aquellos hermanos nuestros que realizan su ministerio en lugares de misión en cualquier sitio del mundo, sin olvidar a los que pasan por alguna dificultad. Hoy los llevamos especialmente en el corazón y los ponemos en el Altar junto al sacrificio de Cristo.

1. El Evangelio nos ha llevado nuevamente a la sinagoga de Nazaret donde Jesús va, como era su costumbre los sábados, para escuchar y meditar la Escritura. Su vida y su misión se alimentan de la cercanía filial a Dios, del conocimiento de la voluntad del Padre que se expresa en su Palabra. El texto del profeta Isaías que lee Jesús, como también nosotros lo hemos hecho en la primera lectura, manifiesta la convicción del profeta, lo que mueve su vida y su misión es el Espíritu del Señor que está sobre él, que lo unge y lo envía. El Señor hace suya esta profecía, le da cumplimiento en su persona, y nos introduce a nosotros en el Hoy de Dios. En Cristo también nosotros hemos sido ungidos y enviados, todos por el bautismo, nosotros, hermanos sacerdotes, por un título especial, por la imposición de manos en orden al ministerio ordenado.

El Espíritu de Dios es el que capacita al profeta al tiempo que lo ilumina y lo fortalece para cumplir su misión, no hace ruido, no se ve, pero es una presencia real y eficaz. Es Él quien crea, sustenta y dirige desde dentro la obra que Dios realiza a través de aquellos que han sido llamados a una misión. Renovar nuestra fe en el Espíritu Santo que actúa en la Iglesia, que vive en nosotros, es renovar la confianza en Dios. Hemos de estar alerta, queridos hermanos, ante la tentación siempre presente de mirar a la Iglesia y a nuestro propio ministerio con miras sólo humanas, con mirada corta, de pobres horizontes, revestida con frecuencia de cálculos de eficacia y en búsqueda de los beneficios que nos puedan reportar. La Iglesia no es nuestra, no la hacemos nosotros; nuestro ministerio no es nuestro, no lo definimos nosotros. Nosotros somos siervos, instrumentos en manos del Señor, es Él quien da fruto a nuestras empresas, quien las renueva y le das vida, incluso cuando a los ojos del mundo parecen ser inútiles. Para vivir según este Espíritu, hemos de renovar, queridos hermanos, nuestra vida interior; tenemos que cuidar el encuentro diario con el Señor, es el tiempo más necesario, más jugoso y de mayor fruto para nuestra vida pastoral. La apertura al Espíritu Santo iluminará el camino de la Iglesia y nos fortalecerá para hacer lo que Dios quiere.

Es este Espíritu del Señor, querido hermanos sacerdotes, el que nos ha ungido y nos ha enviado. La unción de nuestras manos con el Crisma santo ha llenado nuestra existencia haciéndonos sacramento de la presencia de Cristo, Cabeza y Pastor de la comunidad. ¡Qué grande!, ¡qué hermosa esta realidad en nosotros! Somos presencia de Cristo en la Iglesia y en el mundo. No sólo lo representamos, actuamos en su persona. Cuando repetimos cada día: “Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros”, “Esta es mi sangre que se derrama para el perdón de los pecados”, no somos nosotros, es Él en nosotros quien habla, quien actúa, quien se entrega. Y recordamos también sus palabras: quien os escucha a vosotros me escucha a mí (cfr. Lc 10,16), quien os recibe a vosotros a mí me recibe (cfr. 10,40). ¿Hay acaso un don más grande?, pero preguntémonos también, ¿hay una responsabilidad, una tarea más elevada y delicada?

No cabe duda, por tanto, que el ministerio sacerdotal exige de nosotros una especial ejemplaridad, que se nos pide que vivamos según lo que somos porque hemos sido puestos como atalaya para el pueblo que nos mira y espera de nosotros que seamos en verdad hombres de Dios y ministros del Evangelio.

Desgraciadamente, en los últimos tiempos vivimos la herida que nos abate y nos avergüenza del “flagelo de los abusos sexuales cometidos por hombres de Iglesia con menores de edad” (Francisco. Discurso introductorio del Encuentro de Roma). Nos sentimos humillados por este abuso de poder y de conciencia por parte de los que estaban llamados a guiar y proteger en nombre del mismo Cristo. Somos consciente del mal que se ha hecho a las víctimas, de las secuelas que han dejado en ellas, del mal que se ha hecho también a la Iglesia, de la herida al Cuerpo de Cristo, y queremos, y nos comprometemos, a acompañar a las víctimas, a estar cerca de ellas, a cuidarlas, a ayudarlas, a reparar, a curar. Quisiéramos hacer juntos un camino de perdón que nos lleve a la paz del corazón y a volver a experimentar la alegría de la salvación.

A nadie se le escapa que la realidad de los abusos por parte de algunos clérigos ha tocado de un modo fuerte la credibilidad de la Iglesia. Recuerdo las palabras del Papa Benedicto XVI a este respecto: “ha empañado el rostro de la Esposa de Cristo como no habían hecho siglos de persecución”. Detrás de esto insiste el Papa Francisco, “está satanás”.

Pero junto a esta dolorosa realidad sería injusto no hablar de la santidad y del buen hacer de la mayoría de los sacerdotes. Los testimonios de sacerdotes que cada día se entregan a Cristo y se desgastan por el Evangelio en el servicio al pueblo que se les ha confiado son incontables. La ejemplaridad de vida, la dedicación generosa, la entrega real hasta de la propia vida en el martirio de tantos hermanos sacerdotes hace renacer la esperanza e ilumina la belleza de la vocación a la que hemos sido llamados.

Queridos hermanos sacerdotes, quiero agradeceros de corazón vuestra entrega al Señor y vuestro servicio a la Iglesia. Sé bien que, en medio de las dificultades, cada día lucháis para responder con generosidad a la llamada del Señor con una vida digna según la vocación a la que hemos sido llamados, y con una entrega generosa en el ejercicio de nuestro ministerio. Os pido que nos ayudemos mutuamente, que ayudemos a cada hermano con nuestra oración, escucha y cercanía, especialmente cuando veamos que pasa por alguna dificultad. Que lo que hoy nos entristece sea una oportunidad de renovación en santidad para cada uno de nosotros y para toda la Iglesia.

2. La Providencia nos ha querido conceder una nueva oportunidad de volvernos a lo esencial, de volvernos a Cristo, con la celebración del Centenario de la Consagración de España al Corazón de Jesús.

Este acontecimiento que celebra nuestra diócesis con un Año Jubilar, que hemos querido compartir con todas las iglesias de España, encuentra eco en el libro del Apocalipsis que se nos ha proclamado en la segunda lectura. Juan entabla un diálogo litúrgico con las siete iglesias de Asia, expresión de la universalidad de la Iglesia, y en él, al referirse a Cristo lo describe con tres atributos: el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos y el príncipe de los reyes de la tierra, que revelan su misterio pascual, la plenitud de su amor. Todo invita a mirar a Cristo que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios.

Todos, todos sin excepción, pueden beneficiarse de esta salvación. Han de mirar “al que traspasaron”. Esta expresión de la Escritura nos invita a mirar al Corazón de Cristo. Acercarnos al Corazón del Redentor es acercarnos a las fuentes de la salvación, es introducirnos en el misterio del amor de Dios que por nosotros se hizo hombre y por nosotros murió cuando todavía éramos pecadores.

La espiritualidad del Corazón de Jesús se enraíza en las entrañas del Evangelio mismo y nos hace vivir en un misterio de gracia, de perdón, de entrega, en definitiva, de amor. Es la convicción cierta y profunda de que Dios me ama, y que no hay más respuesta a este amor que mi amor. Es poner a Cristo en el centro y dejar que verdaderamente Él sea el Señor de mi vida, de lo que soy, de lo que tengo, de lo que hago. “Este concepto de la vida nos muestra que todo proviene de Jesús que nos ama en el momento presente. No nos amó solamente en su vida mortal hasta derramar su sangre por nosotros; hoy y ahora piensa continuamente en nosotros, en ti” (L Mendizábal. En el Corazón de Cristo, p. 33).

Esta espiritualidad no es, no puede ser, trasnochada, porque la gracia siempre es actual. El Corazón de Jesús sigue palpitando en nosotros, lo hace en su Palabra, en la Eucaristía y en el perdón, en el hermano. Dios sigue derrochando su gracia en nosotros, ¿y qué haremos? ¿dejar que quede infecunda en nuestra vida? No, queridos hermanos, tenemos que hacer que esa gracia en mí sea para su gloria y para el bien de nuestros hermanos. El Corazón de Cristo es una llamada permanente a la caridad, a curar las heridas que desgarran el corazón del hombre y del mundo.

3. Este Año Jubilar del Corazón de Jesús es también una oportunidad para la evangelización, en concreto para seguir en la tarea de la evangelización de nuestra Diócesis.

Si volvemos a la Palabra de Dios que hemos proclamado, vemos que el Espíritu nos unge y nos envía, nos envía a evangelizar. Evangelización que se describe como: anunciar, proclamar, dar la libertad, curar, consolar.

Cómo no recordar las palabras de S. Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi que resuenan en nosotros hoy como un don y una tarea que debemos y queremos seguir asumiendo: “Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas". Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio. La finalidad de la evangelización es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos” (n. 18).

Evangelizar es anunciar a Jesucristo en el corazón del hombre de hoy, a los que están cerca, y a esa masa de nuestros pueblos y ciudades que tan alejados están de Cristo, que no lo conocen, del que algunos no han oído hablar nunca. Y somos, nosotros, los bautizados los que, convertidos a Cristo por el anuncio de su Evangelio, lo llevaremos a todos los ambientes de la sociedad. Si hay renovación en el corazón del hombre, habrá renovación en el corazón de la sociedad. Si anunciamos a Jesucristo estaremos haciendo posible la verdadera libertad para el hombre, al tiempo que curamos sus heridas con el consuelo que hemos recibido de Dios. Esta es nuestra tarea, esta también nuestra misión. Es a lo que quiere responder nuestro el próximo Plan de Evangelización que tantos fieles están trabajando en su preparación con ilusión durante este curso en nuestra Diócesis.

4. En nuestra acción de gracias a Dios quiero recordar a nuestro Seminario diocesano que cumple este año sus Bodas de Plata, 25 años desde su creación. Es una historia corta pero fecunda. El Seminario es el corazón de una diócesis y el signo de su vitalidad.

Quiero aprovechar este aniversario, que celebraremos de modo especial en los próximos días, para recordar que la Pastoral Vocacional es tarea de toda la Iglesia diocesana. Todos somos agentes de esta pastoral: los obispos, los sacerdotes, los diáconos, los consagrados, las familias y los profesores, los laicos en general. Y por supuesto, vosotros, queridos seminaristas. Se es agente de pastoral vocacional con el testimonio, con la alegría y el entusiasmo de lo que somos. Si transmitimos derrota, pesimismo, tristeza, ¿quién querrá ser como nosotros? En cambio, si lo que ven en nosotros es alegría, entusiasmo, generosidad, entrega, habrá muchos jóvenes que quieran servir al Señor en el sacerdocio, en la vida consagrada, en la vida familiar.

Bien sé que no se trata de vender algo, que la vocación es una llamada, que es Dios el que llama, pero ¿cómo lo sabrán? ¿cómo podrán responder si no se les acompaña, si no se les ayuda a discernir la llamada? Para ello, necesitamos rezar, es una invitación que el mismo Jesús nos hace: “Rogad al Dueño de la mies que envío obreros a su mies”, al tiempo que tendremos que propiciar una verdadera vida cristiana en los jóvenes, si no hay vida cristiana tampoco habrá vocaciones.

A esta tarea seguro que nos ayudará la reciente Exhortación Apostólica del Papa Francisco sobre los jóvenes, después del Sínodo de los Obispos a ellos dedicado –Christus Vivit-. Miro con esperanza porque tengo mucha confianza en nuestros jóvenes. La renovación de nuestra Pastoral Juvenil, como ellos mismo nos expresaron en la celebración de nuestro encuentro diocesano al que también quisimos llamar Sínodo, pues se trataba de caminar juntos, vendrá con la apertura al Espíritu y cuando “los mismos jóvenes sean agentes de la pastoral juvenil, acompañados y guiados, pero libres para encontrar caminos siempre nuevos con creatividad y audacia” (Chr V, 203).

5. Queridos hermano, volvamos nuestra mirada a María, y pidámosle que nos acerque cada día a Jesús y entre nosotros, que marque el ritmo de nuestra vida y nos acompañe con su presencia de Madre.

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