HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR

Getafe, 9 de abril de 2020

Al escuchar el Evangelio de S. Juan que se nos ha proclamado, vienen a mí las palabras del mismo Señor: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27), estas en el discurso de despedida del evangelio de S. Lucas. Jesús se nos presenta en esta celebración como el Siervo. Su Encarnación, su vida, su Pascua es un servicio, y sólo se puede entender desde el servicio. El servicio en el Hijo de Dios es la respuesta a la llamada y al envío del Padre. Es la respuesta de amor a la necesidad de una humanidad postrada por el pecado, incapaz de acercarse a Dios, por eso Dios se acerca al hombre, le tiende la mano, lo levanta, y lo salva. En cada celebración el Señor se hace presente. Es necesario, por tanto, que lo pongamos en el centro de nuestra mirada, y, sobre todo, de nuestro corazón. Contemplemos hoy, en cada gesto, en cada signo de nuestra celebración, a Cristo Siervo.

S. Juan inaugura el relato de la Pascua con unas palabras que iluminan los misterios de la salvación que vamos a celebrar en este Triduo. Ha llegado la Hora, y Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”. La Pascua es un acto de amor, es el desbordamiento del amor de Dios hasta el extremo. No nos da, se da, entrega a su propio Hijo. Es el amor en plenitud, no hay amor más grande. Y paradojas del amor, su grandeza no se revela en grandes obras sino gestos pequeños, no se manifiesta en el poder sino en la humildad, ni en el goce humano sino en el sufrimiento en favor del otro. El amor siempre se pregunta: ¿qué puedo hacer por ti? Y Dios vio que necesitamos la salvación.

En la última cena, cuya memoria celebramos hoy, Jesús nos regala tres tesoros que permanecen para siempre, ahora en misterio, después, en el Cielo, en plenitud de visión: la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y la caridad. Son tres realidades humildes, sólo se captan por la fe, pero son transformadoras del hombre y del mundo, son sacramentos de la presencia de Dios, en ellos se da Dios mismo, y por ellos podemos entrar en la intimidad de su vida. Los tres están contenidos en el gesto del lavatorio de los pies.

S. Pablo en la primera carta a los Corintios nos transmite la tradición que procede del Señor: la institución de la Eucaristía. Con palabras sencillas nos introduce en el gran misterio de la fe. “Esto es mi cuerpo. que se entrega por vosotros… Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre…. Haced esto en memoria mía”.

La Eucaristía es una presencia, una presencia real y verdadera, no es un signo sin más. En la Eucaristía está Cristo, que se nos da, es alimento y fortaleza, es prenda de vida eterna. No tenemos nada más grande que la Eucaristía. Por eso, en estos momentos, vuestro corazón sufre al no poder participar plenamente en la Mesa del Señor, al no poder comulgar con su cuerpo. También nosotros sufrimos ante esta situación. Pero nuestra fe es la que supera estas adversidades, y nuestro deseo pone lo que la realidad nos niega. Con el deseo os acercáis al Señor Eucaristía, participáis en este memorial de su Pascua, comulgáis desde el deseo, espiritualmente; y, no dudéis, Jesús actualiza en vuestro corazón el sacrificio de la cruz, su salvación.

La Eucaristía es misterio de comunión. En ella se manifiesta la unidad de la Iglesia. Aunque estemos diseminados, en el misterio eucarístico vivimos realmente la comunión con Cristo y con su cuerpo que es la Iglesia. Es necesario que hoy, de un modo especial, vivamos esa unidad y renovemos nuestra comunión. ¿Qué sería nuestra eucaristía si no se celebra en la comunión con la Iglesia? Salir de casa no podremos, pero vivir la comunión con la Iglesia nadie nos lo puede quitar.

La Eucaristía es un sacramento de caridad. Cristo se entrega por nosotros, Juan en el gesto de lavar los pies nos anuncia un gesto profundamente eucarístico. La Eucaristía es la fuente de la caridad cristiana. No somos caritativos por ser buenos, ni por una intención de hacer el bien sin más. Hacemos la caridad al dar el amor que hemos recibido de Dios, al hacer en nuestra vida lo que ha hecho Jesús por nosotros: “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”.

Ante el gesto de Jesús, que quizás no entiendo, que me desconcierta como a Pedro, que me remueve, y hasta me molesta, no caben muchos razonamientos. Es necesario mirar el lavatorio de los pies en toda su simplicidad; la profundidad de esta actitud del Señor está en acogerla con sencillez y que me sirva de ejemplo.

Por eso, os invito a lavar los pies a los demás. Piensa en el que tienes cerca y en el que está lejos, en quien es tu amigo y en el que rechazas, desprecias, incluso es tu enemigo; piensa en tu familiar del que vives distanciado, del amigo con el que te has enfadado. Hoy es el día de lavarles los pies, de hacerte su servidor como el Señor se ha hecho el tuyo. Con diligencia quítate el manto de tu orgullo, de tu razón, de tu sentimiento ante él, cíñete la toalla del amor y ponte de rodillas. Lávale los pies, perdónalo en tu corazón, acógelo, abrázalo, verás cómo tu corazón toma la forma del de Cristo. El Señor nos ha dado ejemplo. ¿Cómo sería mi vida, el mundo, si lavara los pies a los demás?

El amor eucarístico de Cristo mira siempre a los más necesitados, a los pobres. Nosotros también tenemos que darles un lugar privilegiado en nuestras vidas. El juicio de Dios es un juicio en el amor: “Cada vez que los hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). Hoy en el Altar están los que sufren, los enfermos, las familias rotas por el sufrimiento, los que no tienen un hogar, o les falta lo necesario para vivir, los que son despreciados y los que no encuentran el rostro de Dios por el pecado o por el escándalo ante la desgracia. Pero hoy quiero poner de un modo muy especial a los ancianos, a tantos hombres y mujeres que han trabajado por un mundo mejor y ahora están solos, son objeto de cálculos de conveniencia social, están desorientados, no hay quien les coja y les acaricie la mano, incluso mueren solos. Todos esos rostros de la pobreza son el rostro de Cristo.

Os invito a renovar en nosotros la caridad de Cristo y a expresarlo en gestos de caridad, especialmente, en este día. Son muchas las necesidades de este momento, y lo será aún más en los próximos meses. Que cada uno mire en qué y cómo puede colaborar en las necesidades de los demás.

Esta tarde tenemos también muy presentes a los sacerdotes. En estos días son muchos los que se entregan con gran generosidad, en primera línea de la lucha contra la pandemia, en hospitales, residencias, tanatorios, cementerios, ayuda a instituciones como voluntarios; otros, desde casa, están alentando y consolando al pueblo encomendado a nuestro cuidado. Pidamos por nuestros sacerdotes, por su fidelidad y perseverancia, para que el Señor nos conceda un corazón como el suyo, siempre mirando a su gloria y a las necesidades de los hombres.

En la última cena, en el discurso de despedida, Jesús pronuncia lo que conocemos como la oración sacerdotal. El Papa Benedicto XVI, en una Misa en la Cena del Señor decía estas palabras: “La petición más conocida de la Oración sacerdotal es la petición por la unidad de sus discípulos, los de entonces y los que vendrán (..) ¿Qué pide aquí el Señor? Ante todo, reza por los discípulos de aquel tiempo y de todos los tiempos venideros. Mira hacia delante en la amplitud de la historia futura. Ve sus peligros y encomienda esta comunidad al corazón del Padre. Pide al Padre la Iglesia y su unidad (..) La oración de Jesús nos garantiza que el anuncio de los apóstoles continuará siempre en la historia; que siempre suscitará la fe y congregará a los hombres en unidad, en una unidad que se convierte en testimonio de la misión de Jesucristo. Pero esta oración es siempre también un examen de conciencia para nosotros. En este momento, el Señor nos pregunta: ¿vives gracias a la fe, en comunión conmigo y, por tanto, en comunión con Dios? O, ¿acaso no vives más bien para ti mismo, alejándote así de la fe? Y ¿no eres así tal vez culpable de la división que oscurece mi misión en el mundo, que impide a los hombres el acceso al amor de Dios? Haber visto y ver todo lo que amenaza y destruye la unidad, ha sido un elemento de la pasión histórica de Jesús, y sigue siendo parte de su pasión que se prolonga en la historia” (Homilía de Benedicto XVI en la Misa de la Cena del Señor, 1 de abril de 2010).

Mi pensamiento se va hasta aquella mujer que no aparece en la escena, pero que sin duda estaba en la última cena de su Hijo, estaba sirviendo en el silencio; escuchaba lo que decía Jesús, y como buena discípula, lo hacía siempre, lo guardaba todo meditándolo en su corazón. Ella era mujer eucarística desde su Sí en Nazaret, es mujer de caridad que vive para los demás, que sale en busca de aquellos que la necesitan, es Madre sacerdotal que acompaña nuestro camino iluminándolo con la luz de su Hijo, Jesucristo. Ella siempre nos anima. “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5).

+ Ginés, Obispo de Getafe