HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Getafe, 10 de abril de 2020

“Mirarán al que traspasaron”, con estas palabras termina S. Juan su relato de la pasión. Es una invitación a mirar al Señor, a contemplar el misterio de su vida y de su muerte, a aprender la lección escondida en esta historia, que es una historia de amor, porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

Jesús es el Siervo del que nos habla el profeta Isaías en su cántico, escrito varios siglos antes de Cristo, y, sin embargo, es un texto extraordinario para iluminar la imagen y el misterio del Crucificado. Al mismo tiempo, este cantico del Siervo de Yahvé pone ante nuestra mirada algunas preguntas que los hombres se han hecho a lo largo del tiempo, y que seguirán siendo interrogantes de nuestra existencia terrena para siempre, sobre todo en momento importantes de nuestras vidas como los que estamos viviendo.

¿Por qué hay que sufrir para llegar a la salvación?, ¿qué tiene que ver el sufrimiento con la felicidad, o con el amor?; en definitiva, en el fondo, está la pregunta, ¿por qué el sufrimiento? La respuesta, nuestra respuesta, es la cruz. Pero, ¿acaso la existencia de otro, su pasión, su muerte, su resurrección, pueden cambiar mi vida?, ¿otro puede librarme de esa prueba del sufrimiento y de la muerte? Sólo podemos decir que estos interrogantes son nuestra vida, una vida que vemos encarnada en Cristo muerto y resucitado; por eso, al mirarlo a Él nos estamos mirando nosotros, su misterio es el nuestro, su humanidad es la nuestra, dice la carta a los Hebreos: “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestra debilidad, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado”. Ante la imagen del Crucificado podemos pasar de largo, pensar que es una necedad o una maldición, pero esto no evita la pregunta, ni llega a ninguna respuesta que verdaderamente llene el corazón del hombre.

La liturgia de esta tarde nos ayuda a entrar en el misterio de la condición humana, de sus fracasos, de su destino, mirando al que traspasaron. La Palabra de Dios, la meditación contemplativa, la veneración de la cruz, la oración haciendo presentes las cruces del mundo, la comunión con Cristo son una luz que haremos bien en acoger.

Jesús crucificado es la respuesta. Su fracaso es nuestra victoria. Él no es un triunfador según el mundo, no responde a los perfiles del éxito humano; por el contrario, es despreciado y evitado por los hombres, ha perdido la figura y no tiene aspecto humano, no parece un hombre. Es varón de dolores. Cargó con nuestros crímenes, y el castigo que era merecido nuestro lo recibió él que ocupó nuestro lugar, el peso de la cruz es el peso de nuestras cruces, y así hasta la muerte, “lo arrancaron de la tierra de los vivos, por lo pecados de mi pueblo lo hirieron”. Bajó hasta el reino de la muerte, hasta los infiernos, como confesamos en el Credo. Y todo lo hizo libremente, conscientemente, asumiendo que siendo inocente pagó por los culpables.

¿Qué sentido tiene este camino?, ¿cómo nos puede salvar así? Por amor, por puro amor. Se ha identificado con nuestra humanidad, con nuestros dolores y sufrimiento, ha cargado con nuestras culpas, todo por nosotros, por ti y por mí. Su victoria está en que todo lo ha hecho por amor. Y esto es lo único que nos puede liberar del aguijón del pecado que se manifiesta en el sufrimiento y en la muerte: el amor de Dios. Sus cicatrices nos han curado. El sufrimiento, el dolor, la muerte son una realidad en la vida del hombre, el amor de Dios manifestado en Cristo muerto y resucitado la ilumina y le da sentido.

La muerte de Cristo ha dado su fruto; una multitud ha tomado parte en su salvación, nos dice el profeta. En este sentido, hay una imagen preciosa en el evangelio de S. Juan que revela el nacimiento de esa nueva humanidad: el costado abierto del Señor.

Cuando vieron los soldados que Jesús estaba muerto, con una lanza, le traspasaron el costado, “y al punto salió sangre y agua”. Como del costado del primer Adán nació Eva, del costado del nuevo Adán, Cristo, ha nacido su Esposa, la Iglesia. En el nuevo Adán dormido se da una nueva creación, todo vuelve a la bondad y belleza originales. La Iglesia nace del costado abierto del Señor. Es su muerte, su amor entregado por nosotros el que se hace fecundo. Así, cuando en el sufrimiento no nos encerramos en nuestros mismos, cuando hacemos de nuestra vulnerabilidad un acto de entrega a los demás, el mismo sufrimiento se hace fecundo, encuentra un por qué, y aunque sea difícil de entender, se hace fecundo. Nuestra existencia, como la de Cristo, adquiere todo su sentido, por encima del mal y el sufrimiento, cuando nos damos cuenta que somos hombres para los demás.

“Hacerse cristiano significa hacerse hombre, llegar a la humanidad verdadera, al ser- para-los-demás y al ser-a-partir-de- Dios. El costado abierto del crucificado, la herida mortal del nuevo Adán, es el punto de partida del verdadero ser humano del hombre: mirarán al que traspasaron” (J. Ratzinger, La muerte de Cristo. Meditaciones sobre la Semana Santa, p. 12).

No quisiera, queridos hermanos, que mis palabras nos distrajeran de la contemplación del Crucificado que ha de ser nuestra actitud en este momento, junto con el silencio ante lo que ven nuestros ojos y siente nuestro corazón.

Quedemos ahora junto a la cruz el Señor, con la Madre dolorosa, con la Iglesia que contempla y acompaña al Esposo dormido. Contemplemos en silencio esta historia de amor fecundo, y acompañemos tantas cruces que hoy llenan la tierra y que hacen presente el acontecimiento del Calvario. Que el silencio del Sábado Santo sea ya el anuncio de la resurrección.

Hay una escena del Evangelio que anticipa el silencio del Sábado Santo, y que el Papa Francisco ha querido elegir para mirar a este presente de la pandemia del Covid-19 que nos angustia: Jesús durmiendo en la barca zarandeada por la tormenta y en peligro de naufragar. En Jesús dormido encontramos la fuerza: “Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual” (Francisco, Homilía en la oración extraordinaria con motivo de la pandemia del Covd-19, 27 de marzo de 2020). 

+ Ginés, Obispo de Getafe