SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
RENOVACIÓN DE LAS PROMESAS SACERDOTALES Y
CELEBRACIÓN DE LOS JUBILEOS DE ORO Y PLATA

Cerro de los Ángeles, 19 de junio de 2020

Querido hermano en el Episcopado,
Queridos hermanos sacerdotes,
Queridos diáconos y seminaristas,
Hermanos y hermanas en el Señor:

Hoy resuenan con fuerza en el corazón las palabras del salmo: “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos” (salmo 133).

Verdaderamente es una delicia y un gozo difícil de expresar nuestro encuentro en torno al altar del Señor donde vamos celebrar la Eucaristía. El Obispo, rodeado de su Presbiterio, celebra los misterios de Cristo; es ésta una manifestación privilegiada de la Iglesia y expresión profunda de nuestro ministerio. Hoy nuestro encuentro y celebración adquiere un significado todavía más profundo. Hace meses que no hemos podido encontrarnos corporalmente, no pudimos celebrar juntos la Misa Crismal, hemos sufrido en propia carne esta epidemia que ha herido a nuestras familias y comunidades dejando profundas huellas de dolor, pero hoy el Señor, en su bondad, nos reúne para vivir y expresar la comunión fraterna de la que estábamos tan deseosos y necesitados.

Celebramos con alegría el Jubileo sacerdotal de algunos hermanos que hace 50 o 25 años recibieron el don del sacerdocio por la imposición de manos del Obispo. Nos unimos de corazón a ellos para cantar las misericordias del Señor (cfr. Sal 89), al tiempo que pedimos para que los confirme en su santo propósito de ser fieles hasta el final.

No podemos olvidar a los hermanos que ya no están con nosotros en esta existencia terrena, a los que celebrarían este Jubileo y a los que han muerto a causa del Covid-19. Recuerdo también a los padres, abuelos y familiares de sacerdotes y seminaristas que han fallecido en este tiempo.

La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, celebrada aquí en esta Basílica Menor, nos invita a mirar nuestro sacerdocio a la luz del Misterio del Corazón de Cristo, con el deseo de renovar nuestra vida y ministerio. Nos inspira también en esta Jornada de santificación sacerdotal la carta que el Santo Padre nos dirigió a todos los sacerdotes con motivo del 160 aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars (4 de agosto de 2019).

1. El Corazón de Cristo es un misterio de amor, en Él se esconde el origen de toda vida y de la salvación. De la fuente de este Corazón ha nacido la Iglesia y también, en ella, nuestro sacerdocio. Se ha cumplido la profecía de Jeremías: “Os daré pastores según mi corazón” (Jer 3,15). El pastor autentico es el que se forma según la medida y a imagen del Corazón del Señor. Es pastor el que hace que su corazón lata al ritmo del de Cristo, teniendo sus propios sentimientos, compartiendo su vida y destino.

Por eso, para cumplir fielmente con la misión que se nos ha confiado es necesario que cada día nos conformemos con Aquel que nos ha llamado, consagrado y enviado. Nuestro ministerio no es nunca un ministerio acabado, es una realidad viva y dinámica que hemos de renovar siempre para que no envejezca, y no muera. Por eso, es necesario sabernos discípulos. El ministerio sacerdotal, como toda la vida cristiana, es un camino discipular. No caigamos en la tentación, queridos hermanos, de pensar, menos vivir de hecho, como si ya lo supiéramos todo, o lo hubiéramos visto todo, o lo hubiéramos hecho todo. Dejémonos sorprender por el Señor, que Él sea realmente el Dueño de nuestra vida. El sacerdocio es una gracia, y la gracia es nueva cada día, y se deja sorprender por la acción de Dios. En esta disposición de nuestra persona ante Dios es donde se enraíza la verdadera obediencia. Comparto este precioso testimonio sacerdotal de uno de los mejores teólogos del siglo pasado, Balthasar: “Tú has sido llamado, tú no servirás, hay quien se servirá de ti; tú no debes hacer proyectos, no eres más que una piedra pequeña de un mosaico preparado desde hace tiempo. Yo no debía más que abandonarlo todo y seguirle”.

Si volvemos al origen de nuestra vocación nos encontraremos el amor de Dios. En el origen de todo siempre está el amor de Dios. Nuestra vida y nuestra vocación es un proyecto amoroso. Como dice el Deuteronomio, el Señor se enamoró de nosotros y nos eligió, no por nuestras cualidades, ni por ser grandes, sino por puro amor. Es admirable que un tesoro tan grande se ponga en una vasija de un barro tan frágil como la nuestra. Ante este misterio de desproporción no hay más que una respuesta: el amor, y es que Dios es amor. El amor de Dios siempre es el primero y el más grande, nosotros somos incapaces de devolverlo en la misma medida, solo hay una posibilidad de respuesta: dar lo que somos, ofrecer nuestra vida; como la viuda del Evangelio que lo ha dado todo, no las sobras; nuestra entrega ha de ser total, sin reservas, como la de Cristo. No es suficiente la renuncia a la familia, o a una condición social, nuestra vocación es una expropiación más radical que tiene que ver con el propio yo. La vida del apóstol, del discípulo, tiene que ser como la de Cristo, el Hijo enviado por el Padre al mundo; ésta es la prueba del amor de Dios.

Somos tierra sagrada. Impresionan las palabras del texto sagrado que hemos escuchado: “Tú eres un pueblo santo para el Señor, tu Dios”. Te eligió para que, entre todos los pueblos de la tierra, fueras esa propiedad santa. Había muchos, pueblos importantes, pero te eligió a ti, y te puso en medio de todos para que se manifieste su santidad. Y todo esto porque es fiel, porque cumple su promesa. Suena fuerte, pero tú, nosotros, somos la garantía de que Dios cumple su promesa. De aquí la necesidad de poner ahínco en ratificar cada día nuestra elección y la fidelidad a su llamada, de ser modelo para el rebaño que se nos ha confiado.

Nuestro sacerdocio es una vocación al amor, amor a Dios y amor a los hermanos. Entre estas dos orillas estamos llamados a ser puente, voz que hable a los hombres de Dios y voz de los hombres ante Dios, llevando hasta él su vida y sus necesidades. Volver al primer amor es siempre una garantía de renovación en la autenticidad de lo que somos y en la fidelidad a lo que hemos sido llamados a ser.

La vocación no se agota en la primera llamada, esta es, evidentemente, la vocación fontal, radical, pero a lo largo de la vida se dan llamadas en la llamada, por tanto, cada llamada, como la primera, exige una respuesta. Os invito a pensar, queridos hermanos sacerdotes: ¿estoy abierto a esas llamadas de Dios? ¿respondo a esas llamadas con generosidad? ¿cómo descubrirlas? Son llamadas a vivir mi sacerdocio aquí y ahora, abiertos a lo que el Espíritu pide a la Iglesia, me pide a mí.

2. Creo, sinceramente, que todo lo que hemos vivido en estos últimos meses es una gran llamada de Dios, una llamada a la Iglesia y al mundo, pero también a nuestro sacerdocio. Hay algunas claves en las que hemos vivido este acontecimiento que sin duda nos pueden ayudar a discernir esa llamada tanto personal como comunitariamente. Me atrevo, brevemente, a traer aquí tres signos:

En primer lugar, la centralidad de Dios. Dejar que Dios sea Dios en mi vida, en la vida de mi comunidad. Sin darnos cuenta, sin querer, muchas veces tenemos el peligro de dejar a Dios al margen; construir una vida y un ministerio donde Dios, sin duda, está presente, pero no es el centro real. Dedicados a las cosas de Dios, pero no a Dios.

Junto a esto hemos experimentado la necesidad de Dios, cómo Dios nos es necesario. Muchas preguntas, muchos vacíos, y bastante sin sentido, que nos invitan no buscar a Dios como terapia, pero sí como bien necesario e insustituible, como el aire que necesito para respirar, como fundamento donde asentar una vida madura, como consuelo a un corazón que necesita de los demás, que necesita a Dios.

En estos días donde ha cesado buena parte de la actividad pastoral hemos dedicado más tiempo a Dios, a la oración, a la lectura y meditación de la Escritura, y nos hemos dado cuenta de que hacemos mucho pero no siempre lo importante; que tenemos mucha actividad, pero no toda es necesaria. El Señor nos decía como a Marta: una sola cosa es necesaria (Lc 10,42). ¿No estaremos llamados a ganar en profundidad en nuestro ministerio y no sólo en extensión, en realizaciones concretas y materiales? Tenemos el peligro de vivir en la exterioridad, en la función, haciendo de lo espiritual un barniz o una norma que hay que cumplir; esto conlleva mucho desgaste en nuestra vida, termina una semana y comienza otra, un curso y comienza otro. Es necesario que interioricemos, que la acción exterior sea el reflejo de la vida interior. Mirar hacia adentro para mirar hacia arriba, para dar sentido a lo que somos y a lo que hacemos, para no sentir que somos defraudados, porque la fuente está en nosotros, porque la gracia de Dios nos conformó con Jesucristo.

Hemos de recordar que nuestra vida espiritual consiste en conformar nuestra existencia con aquel que representamos sacramentalmente. No sustituimos a Cristo, lo representamos, actuamos en su persona. Como dice san Pablo: “no soy yo, es Cristo quien viven en mí” (Gal 2,20).

El segundo signo ha sido nuestra propia debilidad humana. Descubrir que somos vulnerables, quizás lo sabíamos, pero no terminábamos de creerlo, habíamos caído en el olimpo de los dioses de este mundo. Ahora nos hemos sentido desbordados, impotentes, el dolor de tanta gente, hasta el miedo nos ha paralizado. Hemos sentido la soledad, y muchas veces el abandono, nuestros proyectos pastorales se han desmoronado sin apenas hacer ruido. Nos hemos quedado con lo esencial, con lo que somos.

Recuerdo unas hermosas palabras del Papa Benedicto XVI en la clausura el Año sacerdotal: “El sacerdocio no es un simple oficio, sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos, que incluso conociendo nuestras debilidades considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra sacerdocio”.

No nos escandalicemos de nuestra debilidad, es mediante ella donde se manifiesta la gracia de Dios. No por presentarnos como perfectos, ni el demostrar que somos los mejores, o que tenemos solución para todos, atraemos a muchos. Un tipo demasiado subido, muchas veces, produce más rechazo que atracción, porque es inalcanzable. Es la santidad lo que atrae, lo que contagia. Hemos de aprender a asumir estas situaciones y convertirlas en momento de gracia y de crecimiento.

“Asumir con humildad esta pobreza y vivirla como un acicate para la santificación personal es algo constitutivo de la vida del apóstol, pues hace que no pueda apropiarse nunca de nada: ni del Evangelio, ni de la comunidad eclesial a la que es enviado, de los frutos apostólicos que propicie su acción pastoral” (A. Cordovilla. “Como el Padre me envió, así os envío yo”, p. 150).

Por último, la otra gran llamada es a la unidad, a la comunión. Nuestro ministerio sólo tiene sentido en la Iglesia, pues en ella hemos sido llamados, y a su servicio estamos.

No estamos llamados de forma aislada, sino que participamos en la entera misión de la Iglesia. Nuestra falta de unidad y comunión confunde a nuestros fieles y hiere al Cuerpo de la Iglesia.

No hablaré de la comunión, que todos sabemos necesaria pues la Iglesia es comunión, pero sí quiero indicar un camino que me parece imprescindible hacia la comunión, una de nuestras aportaciones como sacerdotes a la comunión de toda la Iglesia, me refiero a la fraternidad sacerdotal o apostólica.

La fraternidad sacerdotal no es un añadido o un adorno a nuestro sacerdocio, arranca del propio sacramento, es, por tanto, una fraternidad sacramental; me atrevería a decir que más honda que la de los religiosos que es una opción de vida, una elección. En nuestra respuesta a la llamada de Dios está el vivir la fraternidad, la relación que se expresa fundamentalmente con el Obispo y con los otros sacerdotes, sin olvidar al pueblo de Dios.

Un sacerdote no puede vivir por su cuenta, a su aire, esa soledad atenta contra la vida sacerdotal. La salud personal y comunitaria de nuestro sacerdocio está en el Presbiterio, presidido por el Obispo como sucesor de los apóstoles. Un sacerdote en solitario, aislado de sus hermanos, se pierde, pierde el norte, y en muchos casos, desgraciadamente, la vocación se apaga, se muere.

Hemos de revitalizar nuestro Presbiterio como comunidad de fraternidad sacramental como garantía de la comunión de la Iglesia. Un sacerdote que, de hecho, no vive la comunión, ¿cómo podrá crear la comunión entre sus fieles, y de estos con toda la Iglesia?

Es necesario que pongamos los medios para vivir y expresar esta comunión. No basta tener grupos con los que comparto el carisma o la amistad, incluso instancias intermedias en la misma diócesis; hemos de vivir la realidad teológica y espiritual del Presbiterio.

3. “Venid a mí los que estáis cansado y agobiados, y yo os aliviaré”, nos ha dicho Jesús en el Evangelio.

Hemos de mirar adelante, queridos hermanos, no estamos solos, el Buen Pastor de nuestras almas viene a nuestro lado para aliviar el camino.

En este momento se hace muy necesario el ministerio de la consolación. Como Cristo nos consuela, consolar nosotros a nuestro pueblo.

Pidamos al Señor que nos enseñe a vivir de su Corazón, a ser mansos y humildes, a consolar a los demás con su amor y su misericordia, a encontrar en él descanso de nuestras almas.

Que María, madre sacerdotal, acompañe nuestro camino en este momento de la propia existencia y de la historia de la humanidad, un momento que con ella será, sin duda, momento y experiencia de gracia.

+ Ginés, Obispo de Getafe