Queridos hermanos en el episcopado.
Queridos hermanos sacerdotes y diáconos.
Queridos familiares de la víctima del Covid-19.
Querido sanitarios y representantes de los hospitales, bienvenidos a compartir este encuentro de oración.
Un saludo cordial y agradecido a las autoridades civiles y militares que nos acompañan, a los representantes de las diversas instituciones aquí presentes.
Hermanas y hermanos en el Señor.

Nos reunimos esta tarde en oración para hacer memoria de los hermanos que nos han dejado en este tiempo de la pandemia, para dar gracias por sus vidas, y para pedir al Dios de la misericordia que los tenga junto a sí en el gozo de su Reino eterno.

Nuestra oración es también por sus familias para que reciban el don del consuelo, y por todos los que ha sufrido el ataque de este virus, los que han pasado por la enfermedad y los que sufren y sufrirán sus consecuencias.

Lo hacemos en la solemnidad del apóstol Santiago, patrón de España, origen y raíz de nuestra fe, que ha configurado nuestra identidad como pueblo, y nos invita hoy a renovarla en la esperanza del Evangelio que nos salva y sigue siendo una palabra viva y eficaz para el hombre y el mundo contemporáneo.

1. Nos estremecen las palabras del apóstol Pablo: “Llevamos este tesoro en vasijas de barro”. En este tiempo hemos vivido esta experiencia en carne propia, de una u otra forma, pero en nuestra propia carne. Somos vasijas de barro, de un barro débil. El viejo sueño de la humanidad de conseguir todo con sus propias manos, de servirse de su poder para conquistar la vida y la muerte, ese sueño que se actualiza como una nueva torre de Babel en cada época, se ha visto frustrado por la evidencia de nuestra debilidad, hemos constatado que somos más vulnerables de los que pensábamos; el poder que creíamos conquistado no nos ha respondido, y nos hemos visto sorprendidos por una pandemia que ha amenazado los cimientos mismos de nuestra existencia y de la sociedad misma.

La incredulidad por lo que estaba ocurriendo, unida al miedo por nuestra integridad y la de nuestros seres queridos nos ha paralizado, y no solo por la situación de confinamiento físico, sino, sobre todo, por la cerrazón del entendimiento y el corazón ante lo que estaba pasando. Ha habido momentos, hemos de reconocerlo, en los que hasta ha flaqueado la esperanza.

S. Pablo sigue diciendo en la segunda carta a los Corintios que nuestra condición de vasijas de barro es también la posibilidad de que se vea el tesoro que llevamos dentro, la fuerza de nuestra vida está en Dios. No tengamos miedo a la debilidad, saquemos la fuerza de esa debilidad con la ayuda de Dios que viene con nosotros. Dios no puede ser nunca la causa del mal, por tanto, no lo es de esta pandemia, pero estanos seguros que sí acompaña nuestro camino en estos momentos dolorosos, guía nuestros pasos para que del mal y de sus consecuencias, saquemos un fruto bueno para nosotros y para la humanidad.

Esta situación de pandemia que hemos vivido nos ha mostrado, si queremos verlo, que el poder del hombre no está en sus conquistas materiales, sino en su propia humanidad, no está en lo grande sino en lo pequeño, no en lo externo sino en nuestro interior. Cómo hemos echado de menos en estos meses la presencia de los otros, de aquellos a los que queremos, y los gestos sencillos y cotidianos, pero que hemos comprobado que son los que constituyen nuestra vida: un abrazo, una palabra, una voz…. Qué buena oportunidad para recuperar la importancia de lo esencial, del tiempo dedicado a la familia y a los demás, la importancia de los gestos que hacemos habitualmente, sin darnos cuenta, pero que nos hacen vivir; de recuperar a Dios, que tiene que ser el centro real de nuestra vida.

2. Esta pandemia ha dejado muy herido el corazón de los hombres y de la sociedad, ha sido un sufrimiento grande que ha desgarrado lo más profundo de nuestro ser.

La soledad ha sido una experiencia lacerante. Solos en casa, solos en el hospital, solos en la muerte. Si la enfermedad y la muerte ya son duras, en soledad todavía lo son más. Dejar a tu padre o a tu madre en las urgencias de un hospital, no saber nada de ellos en su enfermedad, no poder coger su mano en el momento de la muerte. El desconsuelo era inexpresable, muchos se han abrazado a sus propias dudas, otros a la fe, aunque llevara tiempo olvidada; un grito se ha elevado al Cielo, como el de Jesús: “Dios mío, ¿porque me has abandonado?”. En Jesús es un grito de confianza, en muchos de nosotros también. Aquella mujer que me escribía:

“Padre, ¿dónde está Dios?” Está ahí, contigo, abre los ojos bien y sentirás el consuelo de su presencia. Y el sacerdote a punto de ser entubado que decía: “ahora entiendo verdaderamente el sentido de mi vida”. Como la religiosa que se durmió sin hacer ruido, porque había entregado su vida para ponerse en lugar del otro.

Dice S. Pablo en el mismo texto que hemos proclamado: “Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevamos siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”.

El sufrimiento y la muerte forman parte de la vida. Es un error de nuestra civilización ocultar estas realidades de la condición humana. La muerte como el sufrimiento no se superan porque los neguemos o los maquillemos, solo cuando los asumimos y los vivimos desde la luz de la fe que da sentido y esperanza podemos comprender que el mal no tiene la última palabra. No hablo de una teoría, ni de una opinión con más o menos fundamento, hablo de Cristo, nuestro Señor. En Cristo y en su Pascua, el mal y la muerte adquieren una luz nueva, se abre el horizonte de nuestra condición, se llena el corazón de una esperanza que no depende de nosotros, sino del poder de Dios. Quizás ahora no entendemos, pero confiamos en el amor de Dios. Llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús que es semilla de resurrección.

Hemos de abrazar la cruz, queridos hermanos: “Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza” (Papa Francisco).

Este, queridos hermanos, es el consuelo que recibimos del Señor cuando dejamos que nos consuele, el mismo consuelo que damos a los demás.

Ahora es tiempo de consolación. Necesitamos el consuelo que cure nuestras heridas, como los apóstoles ante la incomprensión de todos le dicen al Señor: “¿a dónde vamos a acudir?, solo Tú tienes palabras de vida eterna” Es este momento para acercarnos al Señor y reclinar nuestra vida en su pecho, para escuchar su Palabra como un bálsamo que conforta el dolor, para participar de su mesa, la de la Eucaristía, y vivir aquí en misterio y esperanza el gozo de la vida eterna. Necesitamos reposar nuestra confianza para que la fe arraigue en nosotros y nos dé la certeza de la bondad de Dios y de su plan de salvación para cada uno de nosotros.

Es tiempo de consolar a los demás. Nuestro consuelo se tiene que hacer escucha, cercanía, acogida, acompañamiento, palabra de fe y esperanza, caridad efectiva.

Pienso, y querría que la Iglesia se hiciera compañera del camino, en aquellos que sufren por la enfermedad y por la muerte de sus seres queridos; que nuestras parroquias y comunidades fueran verdaderos hogares que acogen a los heridos por el sufrimiento; que saliéramos a los caminos para encontrar al que nos necesita. No podemos olvidar a todos los que esperan nuestra caridad ahora y en los próximos tiempos cuando esta situación no sea objetivo de la noticia. Son muchos, y van a ser más, los que necesiten de los bienes más básicos para vivir: alimento, vestido, vivienda,sanidad, compañía, etc. Hemos de mirar a los más débiles, pensemos en los ancianos que han sufrido esta pandemia con especial dureza, “pero no basta contemplar el pasado, aunque haya sido en ciertos momentos muy doloroso, hemos de pensar en el futuro. No deberíamos olvidar nunca aquellas palabras del Papa Francisco en las que afirmaba que una sociedad que abandona a sus mayores y prescinde de su sabiduría es una sociedad enferma y sin futuro, porque le falta la memoria. Allí donde no hay respeto, reconocimiento y honor para los mayores, no puede haber futuro para los jóvenes, por eso hay que evitar que se produzca una ruptura generacional entre niños, jóvenes y mayores” (CEE. Nota Subcomisión de Familia y defensa de la vida).

3. Es momento de construir, y de hacerlo unidos. Hoy el Evangelio nos habla de la ambición de unos apóstoles y de la envidia de los otros que también encubre ambición. En definitiva, es la comprensión de la vida desde el poder que nos sitúa sobre los demás, o de la vida entendida como servicio. El Señor reprende a sus discípulos: “No será así entre vosotros”. Es más grande el que más sirve, y es primero el que se hace esclavo por los demás. Sugerente y necesaria imagen para vivir en sociedad, para construir una sociedad más justa y según el plan de Dios.

No podemos permitirnos el escándalo de la división, y menos en estas circunstancias; hay actitudes de dominio y enfrentamiento que se aprovechan de la debilidad personal o social que escandalizan a los sencillos. Tenemos que construir juntos con espíritu de verdadero servicio a la sociedad. Los virus se combaten con la medicina, pero el virus más profundo, el del egoísmo y la cerrazón, se combate con la solidaridad y la unidad. La solidaridad que necesitamos hemos de realizarla juntos, con la colaboración de todos; nadie sobra, todos somos necesarios. Como dice el Papa: “No podemos pedir a la humanidad que se mantenga unida si vamos por caminos diferentes”.

4. No puedo terminar mis palabras sin expresar el agradecimiento a todos los que han hecho el bien en este tiempo, a los sanitarios que no solo han puesto profesionalidad sino, sobre todo, humanidad; a las fuerzas de seguridad del Estado y al ejército, a todos los que calladamente han trabajado para que nada nos falte, a las autoridades. Y a nuestros sacerdotes que han estado en primera fila, junto con los que han desarrollado una sorprendente originalidad pastoral; a los religiosos y a todos los voluntarios de nuestras instituciones eclesiales y de caridad. A los familiares de las víctimas que con dolor y esperanza nos habéis mostrado lo mejor de la humanidad.

Queridos hermanos, tendremos que escribir no solo las historias de heroísmo que hemos vivido en este tiempo, sino también las historias de santidad que nos han mostrado el rostro de Dios en medio del sufrimiento.

A la Virgen María, Nuestra Señora de los Ángeles como la imploramos en este Cerro, volvemos nuestra mirada y le pedimos que nunca nos deje de la mano, que nos lleve siempre en su regazo y nos regale una fe como la suya, una esperanza activa y una caridad siempre solícita. Que siempre nos mire con sus ojos misericordiosos.

+ Ginés, Obispo de Getafe