Queridos diocesanos:

Comenzamos un nuevo curso pastoral, un curso que sin duda será especial, lleno de incertidumbres en lo social, en lo económico y hasta en lo pastoral; será un curso con ritmo distinto, con actividades apostólicas realizadas de otro modo, pero sobre todo un año en el que tiene que hacerse más fuerte nuestra confianza en el Señor. Como dice S. Pablo, “Atribulados en todo, más no aplastados; apurados, mas no desesperados” (2 Cor 4,8), y esto es posible porque sabemos quién nos ha amado, porque nada podrá separarnos del amor de Dios que se ha manifestado en Cristo Jesús (cf. Rom 8,37-39).

Un amor que nos salva, y que hemos recibido no para guardarlo sino para darlo. Gran paradoja la del amor, cuando se guarda se pierde, cuando se da crece. El amor se da desde el corazón, en silencio, sin que sepa la mano izquierda lo que hace la derecha, pero ese amor después se hace encuentro y crea vida porque el amor siempre es fecundo.

La Iglesia como Cuerpo de Cristo y Sacramento de salvación está llamada a continuar en cada momento y en cada lugar la misión de su Señor, ha de ser servidora de la humanidad con la espiritualidad del buen samaritano y el estilo eucarístico del Cenáculo en el lavatorio de los pies. Hoy el Señor nos pide que digamos una palabra al mundo en esta situación tan amarga de la pandemia y en las consecuencias que ésta está originando y va a seguir haciéndolo, mostrándonos la debilidad de nuestros pies de barro y la vulnerabilidad que llega al mismo corazón humano.

Nuestra palabra debe llevar siempre el aval de las obras. La caridad es salir de uno mismo para acercarse al otro; para compartir con él lo que vive, su existencia; para limpiar sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza, y hacerlo desde la fraternidad y nunca desde la superioridad. Es lo que el Papa Francisco ha dicho de modo tan expresivo al referirse a la Iglesia: una Iglesia en salida siendo hospital de campaña en medio del mundo, entre los hombres.

Al comienzo de este Milenio, S. Juan Pablo II nos decía: “Es la hora de una nueva “imaginación de la caridad”, que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno. Por eso tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como “en su casa”. ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la buena nueva del Reino? ”(NMI, 50).

El pasado curso el Plan de Evangelización nos invitaba a mirar a la caridad; creo que a la luz del momento presente hemos de continuar con los mismos objetivos pastorales del curso pasado, pensando y adaptando las acciones a la realidad presente. Por ello, he querido que en todas las parroquias y comunidades de la diócesis este año siga siendo el Año de la Caridad. Invito a todos a renovarnos interiormente mediante el encuentro con el Señor para poder dar frutos de caridad.

Termino con las interpelantes palabras de S. Juan Pablo II en el mismo documento que antes citaba:

“Sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras” (NMI, 50).

Con mi afecto y bendición.
+ Ginés, Obispo de Getafe