HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL

MARTES SANTO

 

Getafe, 30 de marzo de 2021

  Quiero comenzar mis palabras con una oración de San Aelredo de Rievaulx, abad, palabras que recogió el Papa Benedicto XVI en su discurso a los nuevos obispos en el año 2010, y en cuyo grupo me encontraba, siempre las he recordado con profundo afecto: «Tú, dulce Señor, has puesto a uno como yo a la cabeza de tu familia, de las ovejas de tu grey (...) para que se manifestara tu misericordia y se revelara tu sabiduría. Por tu benevolencia has querido gobernar bien a tu familia mediante un hombre así, a fin de que se viera la sublimidad de tu fuerza, no la del hombre, para que no se gloríe el sabio en su sabiduría, ni el justo en su justicia ni el fuerte en su fuerza: ya que cuando estos gobiernan bien a tu pueblo, eres tú quien lo gobierna, y no ellos. Y, por esto, no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria» (Speculum caritatis, PL CXCV).

  Sí, queridos hermanos, nuestro ministerio es un ministerio de gloria, porque está destinado a la gloria de Dios; por eso, esta mañana, y en esta celebración, queremos cantar con todo lo que somos y con toda nuestra vida la gloria de Dios. Damos gracias a Dios que nos llamó a su servicio, que nos consagró, y nos envió a hacerlo presente en los hermanos.

  Esta Eucaristía es la manifestación preciosa de la Iglesia de Cristo, reunida en torno a la mesa de la Palabra y del Cuerpo y la Sangre del Señor. El Obispo, rodeado de su Presbiterio, junto al pueblo santo de Dios, revela las entrañas mismas de la Iglesia, misterio de comunión y sacramento de salvación para el mundo.

  Nos alegramos desde lo más profundo del corazón, y damos gracias a Dios, por estar aquí. Después de los acontecimientos que hemos vivido en este año pasado, y que seguimos viviendo en este momento, hoy el Señor nos concede el gozo de estar reunidos, de experimentar la dicha y el consuelo de la fraternidad.

  Nuestro recuerdo ahora se dirige a aquellos hermanos sacerdotes que nos han dejado en la esperanza de la vida eterna, aquellos que compartieron la suerte de su pueblo entregando su vida; junto a ellos hacemos presentes a los padres, madres, y familiares de los sacerdotes que también han pasado a la Casa del Padre; a los religiosos y religiosas, y a los millares de fieles de nuestras parroquias y comunidades que ya descansan en el Señor.

  Recuerdo también con especial afecto a los sacerdotes que pasan por la enfermedad, y a aquellos hermanos que están siendo probados en su vida o en su vocación, a todos los tenemos ahora especialmente presentes, porque somos un cuerpo, y cuando uno sufre sufrimos todos.

  El pensamiento lleno de afecto se va también a nuestros queridos misioneros que trabajan por el Evangelio en cualquier rincón del mundo. Los acompañamos con nuestra oración y nuestro afecto, como sabemos que hoy ellos están de corazón con nosotros. Son la presencia de la iglesia de Getafe allí donde están.

1. La alusión a Nazaret en el evangelio de la misa Crismal siempre me sugiere la vuelta al origen, a la persona del Señor Jesús. Decía S. Pablo VI en su visita a Nazaret: “Nazaret es la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La escuela del Evangelio. Aquí se aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima, humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios. Casi insensiblemente, acaso, aquí también se aprende a imitar” (Homilía iglesia de la Anunciación, 5 de enero, 1064).

  Nazaret es el origen, el lugar donde comenzó todo. Allí el niño, nos dice el Evangelio, “iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría” (Lc 2,40). En Nazaret se crio y vivió el lardo período de su vida oculta. En el silencio de este pueblo, en las periferias del mundo, Jesús fue creciendo humanamente, como cada uno de nosotros. Nazaret es la búsqueda apasionada de la voluntad de Dios. En la oración, como expresión de la relación filial con Dios, y en la obediencia a sus padres, pues las mediaciones humanas siempre son necesarias en el plan de Dios, Jesús va descubriendo su vocación y enraizando su misión. Nazaret es el lugar que nos ayuda a entender al Señor, es volver a lo más íntimo de su persona y de su vida. A Nazaret siempre se vuelve.

  Estas palabras evangélicas, queridos hermanos sacerdotes, como os decía el año pasado, son una llamada a volver siempre a los orígenes de nuestra vocación, al amor primero. Siempre hemos de volver a nuestro propio Nazaret para sentir la llamada del Señor que me dice: Sígueme. Es la llamada que nunca se apaga, que se pronuncia cada día y en cualquier circunstancia por la que pasemos. Reconocer la llamada es reconocer la fidelidad de Dios.

  La llamada del Señor es una llamada a estar con Él. No nos llama a hacer muchas, ni grandes cosas, nos llama a vivir su compañía, su intimidad. La llamada que cada uno de nosotros ha recibido se ha de interiorizar cada día. La vida interior es indispensable para cumplir la misión encomendada. Sin duda que la mies es mucha, que siempre hay cosas que hacer y problemas que solucionar, incluso personas a las que escuchar, pero todo este trabajo será auténtica misión solo cuando nazca y se apoye en nuestra oración. Lo mejor de nuestro tiempo tiene que ser para el Señor, si lo hacemos así, ganará nuestro pueblo. Cómo me gustaría que cada uno de nosotros se hicieran consciente de la fuerza de nuestra oración. El encuentro con el Señor siempre nos enseña, nos conforma y nos conforta. Por el contrario, la falta de vida interior nos desorienta y, al final, terminamos perdidos, sin saber dónde estamos, ni porqué estamos; sin vida interior nos hacemos mundanos y juzgamos según el mundo, vemos según el mundo y no según Dios. Cada día hay que volver a Nazaret para renovar nuestra vida en la oración, la Eucaristía y la caridad fraterna.

  Recuerdo las palabras de Benedicto XVI dirigidas a los seminaristas en la catedral de la Almudena con motivo de la JMJ de Madrid:

  “Configurarse con Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima. Configurarse con Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su vida. Ya sabemos que nos sobrepasa y no lograremos cumplirla plenamente, pero, como dice san Pablo, corremos hacia la meta esperando alcanzarla (cf. Flp 3,12-14)” (20 de agosto de 2011).

2. En el escenario de los orígenes de Jesús podemos encontrar también a S. José, al que está dedicado este año, cuando conmemoramos el 150 aniversario de la declaración como patrono de la Iglesia universal.

  Dice el Papa Francisco que “la grandeza de san José consiste en el hecho de que fue el esposo de María y el padre de Jesús” (Patris Corde, 1). José verdaderamente amó con corazón de padre. A la luz de la figura de este hombre Justo quisiera sacar una enseñanza para nosotros, pastores de la Iglesia, que estamos llamados a ejercer la paternidad como sacramento de la verdadera y única paternidad, la de Dios.

  Si la paternidad está inscrita en la esencia de nuestra vocación y ministerio, creo que en este momento de la historia se hace más necesario que manifestemos y ejerzamos esta paternidad. A algunos hasta puede incomodarles el título por aquello que Jesús dice en el Evangelio: “no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo” (Mt 23,9), y así es, pero toda paternidad humana está al servicio de la paternidad divina, por eso, la paternidad del sacerdote no es una propiedad sino un servicio a la paternidad de Dios. Así como actuamos en la persona de Cristo, lo hacemos también en Dios Padre. Dice un autor espiritual contemporáneo que recibimos nuestra paternidad por la configuración con Cristo; la paternidad nos viene del hecho de ser pastores, y tiene su fundamento en la “caridad pastoral” (cfr. J Philippe. La paternidad espiritual del sacerdote. Madrid 2021, p. 14).

  A nadie se le oculta la crisis de autoridad de nuestro mundo, que es crisis de paternidad. Los hombres de hoy, muchas veces sin saberlo, sufren la ausencia del padre. Esta ausencia provoca frío en el alma humana; sin padre no hay hogar, y el mundo entonces se convierte en un comercio, o en un lugar donde se está, pero no se vive; sin padre no hay fraternidad, los otros no son hermanos, muchas veces son competencia, incluso enemigos; sin padre no hay misericordia, no hay nadie para recibirte, perdonarte, amarte; sin padre no hay verdadera libertad, se crea una cultura narcisista en la que todo comienza en mí y termina en mí, en la que yo soy la medida de todas las cosas y la ley que nos gobierna. El padre siempre ayuda al hijo a buscar su identidad.

  Estamos llamados a ser padre, queridos hermanos, ser padres en la acogida, ser padres en la confianza y en la escucha, ser padres en el abrazo y en la reprensión, ser padres en la verdad y en la caridad. Estamos llamados a ser padres que anuncian un Evangelio de esperanza, padres que celebran los misterios de Cristo, que provocan y animan la fraternidad en la caridad. Somos padres para reunir y no para dispersar ni para dividir, somos padres para valorar y sacar lo mejor de cada uno, y no para juzgar ni para excluir. Somos padres no como posesión sino como entrega de la propia vida.

  Pero para ser padres antes debemos ser hijos. “Nadie nace padre, sino se hace”, nos recuerda el Papa (PC, 7). Esta es una llamada también a nuestros seminaristas.

  La paternidad es un don, pero también una tarea. Para nosotros sacerdotes, la paternidad es un don, pero también la tarea para hacer que nuestra vida anuncie y transparente la paternidad de Dios.

3. Nuestra paternidad se expresa también a través de la esperanza. Los sacerdotes estamos llamados a ser hombres de esperanza, y a crear esperanza en un mundo desesperanzado y desilusionado. ¿Cómo tendremos cristianos y comunidad con esperanza si nosotros no la tenemos? ¿si no anunciamos la esperanza del Evangelio?

  Hace apenas unos días el Papa decía a los sacerdotes y consagrados en Irak: “Sabemos qué fácil es contagiarnos del virus del desaliento que a menudo parece difundirse a nuestro alrededor. Sin embargo, el Señor nos ha dado una vacuna eficaz contra este terrible virus, que es la esperanza. La esperanza que nace de la oración perseverante y de la fidelidad cotidiana a nuestro apostolado. Con esta vacuna podemos seguir adelante con energía siempre nueva, para compartir la alegría del Evangelio, como discípulos misioneros y signos vivos de la presencia del Reino de Dios, Reino de santidad, de justicia y de paz”.

  La desesperanza engendra pobrezas, pobrezas que la actual pandemia ha hecho más visibles, pobrezas materiales, pero también espirituales. Queridos sacerdotes somos padres de los pobres, en nosotros tienen que ver la acogida y el abrazo del padre; no seamos gestores sino pastores, hombres de Dios en medio del pueblo, hombres de Dios que salen a buscar a los que se han perdidos, y para curar a los heridos. El año pasado el Papa Francisco escribía a los sacerdotes de Roma, estas palabras que nos sirven también a nosotros:

  “Como sacerdotes, hijos y miembros de un pueblo sacerdotal, nos toca asumir la responsabilidad por el futuro y proyectarlo como hermanos. Pongamos en las manos llagadas del Señor, como ofrenda santa, nuestra propia fragilidad, la fragilidad de nuestro pueblo, la de la humanidad entera. El Señor es quien nos transforma, quien nos trata como

el pan, toma nuestra vida en sus manos, nos bendice, parte y comparte, y nos entrega a su pueblo (…) Participamos con Jesús de su pasión, nuestra pasión, para vivir también con Él la fuerza de la resurrección: certeza del amor de Dios capaz de movilizar las entrañas y salir al cruce de los caminos para compartir “la Buena Noticia con los pobres, para anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (cf. Lc 4,18-19), con la alegría de que todos ellos pueden participar activamente con su dignidad de hijos del Dios vivo” (carta del Papa Francisco a los sacerdotes de Roma, 31 de mayo, 2020).

4. Estos días, queridos hermanos sacerdotes, vamos a celebrar los misterios de la salvación, vamos a vivir, identificados con Cristo, su pasión, muerte y resurrección; os invito a hacerlo con profundidad y solemnidad, a gozar de la fe de nuestro pueblo que se vuelve al Señor y a su salvación.

  El viernes santo escucharemos en la pasión según S. Juan, cómo María estaba al pie de la cruz. Me inspira mucho este momento. María “estaba”, había estado siempre junto al Hijo, como ahora está junto a nosotros como Madre; que su poderosa intercesión nos acompañe y nos ayude a estar también nosotros junto a Jesús y junto a nuestro pueblo que es su Cuerpo.

                                               + Ginés, Obispo de Getafe.