HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO

 

“Eres el más bello de los hombres” (Sal 44).

Estas palabras del salmo, que la tradición cristiana ha atribuido a Cristo, resuenan en esta tarde con una profundidad especial. Efectivamente, Jesucristo es el más bello de los hombres, es el hombre perfecto y lleno de fascinación, es el modelo de la nueva humanidad, la medida de toda existencia humana.

Sin embargo, ¿cómo pronunciar estas palabras en esta celebración cuando vemos el rostro escarnecido de Jesús?, ¿dónde está esa belleza en Cristo sufriente, cuando el profeta Isaías nos lo ha descrito, en el cántico del Siervo de Yahvé que hemos proclamado en la primera lectura, con duras palabras? “Muchos se espantaron de él porque desfigurado no parecía hombre”; “sin figura, sin belleza, “hombre de dolores”. La respuesta está en el rostro mismo de Cristo al que la liturgia del viernes santo nos invita a contemplar.

Contemplar el rostro de Cristo, y descubrir que detrás de las heridas, de la sangre, del sudor, de la injusticia, en definitiva, del sufrimiento, resplandece la gloria de Dios. Estamos invitados a contemplar el rostro de Cristo, y reconocer en él su amor por nosotros, un amor que se entrega, que llega hasta la muerte para dar vida. Hagamos nuestra la exhortación de Santa Teresa de Jesús: “No os pido ahora que penséis en él ni que saquéis muchos conceptos ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más de que le miréis”.

San Juan Pablo II, al comenzar este milenio ya nos exhortaba también a la contemplación del rostro de Cristo que ha de hacerse adoración: “La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración” (NMI, 25). Es lo que, sencillamente, hacemos en esta celebración, después de contemplar el rostro sufriente del Hijo, a través del relato de la pasión del apóstol y evangelista San Juan, adoramos a Cristo Crucificado.

Pero volvamos al rostro de Cristo, ¿dónde está la belleza en este rostro desfigurado y herido, del rostro mancillado y despreciado?

1. La belleza está en la verdad. Este rostro de Cristo revela la verdad de Dios y la verdad del hombre. “La revelación del otro se nos da a través del rostro (..) se entrega para abrirse a un misterio de encuentro gratuito y es acogido en la reciprocidad del amor”, escribe un autor contemporáneo (cfr. M.J. Le Guillou. El rostro del Resucitado, 39). Así, en el rostro sufriente de Cristo se muestra el corazón de Dios, sus entrañas de misericordia, como dice santa Ángela de Foligno mirando al Crucificado, “ya ves que no te he amado de broma”. Dios es así, quiere levantar al hombre de la situación de muerte a la que lo ha llevado el pecado, bajando hasta ella, tendiendo la mano. Dios no ama de broma, Dios ama de verdad y hasta las últimas consecuencias. Esta es la verdad misma de Dios que es amor, que es comunión, que es Trinidad.

Y revela al mismo tiempo la verdad sobre el hombre, pues mirando a la cruz podemos vernos a nosotros mismos, la situación en la que se encuentra el hombre y el mundo en el que vive. Desgraciadamente la humanidad ha perdido la belleza cuando se ha apartado del bien; cuando no hay luz domina la oscuridad, cuando no se persigue la bondad impera el dominio del egoísmo; por eso, el Crucificado es una denuncia contra el mal del mundo que se ha dejado robar la belleza original, es el grito de Dios que no se deja vencer, y a costo de su sangre va a devolver al corazón del hombre la bondad y la belleza. No lo olvidemos, los que teníamos que estar crucificaos por nuestros pecados somos nosotros, sin embargo, ha querido ser él el crucificado, por eso “nuestro castigo cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron", así nos ha justificado, y no solo nos ha devuelto la gracia original, sino que nos ha abierto las puertas del Cielo.

2. La belleza está en el amor. No se entiende la cruz sin el amor. La cruz a secas es un instrumento de exterminio y de muerte, pero con el Crucificado se convierte en un signo del amor de Dios. Como hemos escuchado en la carta a los Hebreos, tenemos un Sumo Sacerdote que es capaz de compadecerse de nuestras debilidades porque ha sido probado en todo como nosotros, menos en el pecado. ¿Podemos decirle entonces a Dios que no nos comprende, que él no sabe lo que es sufrir y morir? De ninguna manera, porque él sufrió y murió como cada uno de nosotros, no nos amó de broma.

La pasión de Cristo es objetivamente un mal, sin embargo, la muerte como entrega voluntaria de la propia vida por amor, ha revertido ese mal. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento, que ya no son una maldición, sino causa de redención. Vivir nuestras propias cruces con Cristo las convierte en instrumentos de salvación.

El Evangelio nos recuerda con frecuencia, en palabras del mismo Señor, que su muerte es por amor, un amor que es obediencia al Padre, un amor que es libertad, porque muere voluntariamente. Dice San Bernardo que “No fue la muerte del Hijo lo que le gustó a Dios, sino más bien su voluntad de morir espontáneamente por nosotros. “¡No fue la muerte, por lo tanto, sino el amor el que nos ha salvado! El amor de Dios alcanzó al hombre en el punto más lejano en el que se había metido huyendo de él, o sea en la muerte. La muerte de Cristo tenía que aparecer a todos como la prueba suprema de la misericordia de Dios hacia los pecadores” (R Cantalamessa, Homilía Viernes Santo en S. Pedro del Vaticano, 2016).

3. La belleza está en la solidaridad. Cristo murió “por nosotros”. Si volvemos a la Palabra de Dios que hemos proclamado podemos ver que en todas aparece el “por nosotros”. Su muerte es salvadora.

La pasión y la muerte de Jesús son el resumen y el fruto de toda su existencia que fue “por nosotros”; por nosotros se hizo hombre, murió y resucitó. Esto tiene que despertar en nosotros un sentimiento profundo de agradecimiento. Al contemplar a Cristo crucificado no podemos sino decir: lo hizo por mí, está ahí por mí. Y como dice S. Ignacio, entonces, ¿qué haré yo por Cristo?, ¿cómo puedo responder a su entrega, a su amor?, ¿podré resérvame la vida cuando él me la ha entregado?

Además, la muerte de Cristo es para todos, su salvación abarca a toda la humanidad, nadie queda excluido de este amor, por eso, ahora haremos la oración universal en la que pediremos por todo el mundo, por los hombres y mujeres que habitamos en él; nuestro corazón como el de Cristo se hace universal, no excluye a nadie. Junto a la oración de la asamblea, cada uno, en silencio, puede poner sus propias peticiones.

El rostro de Cristo, finalmente, es belleza en la solidaridad con todas las cruces del mundo y de la historia. Cristo es contemporáneo nuestro. En cada crucificado por la pobreza, la desigualdad, la marginación que excluye, la violencia, o el odio está Cristo. En la cruz del coronavirus que padecemos está Cristo, nunca como causa, sí como compañero. El Señor viene con nosotros, acompaña nuestras cruces, las toma sobre sus hombros, y nos regala unos ojos para verlo y un corazón nuevo para amarlo, también en el sufrimiento, también en los rostros que han perdido su humanidad, su belleza.

Contemplemos, querido hermanos, el rostro de Cristo, y muramos con él para resucitar también con él. De su costado traspasado por la lanza ha brotado la nueva vida que se nos da en la Iglesia por los sacramentos.

Dice Orígenes, teólogo de los primeros siglos del cristianismo, que nadie puede entender el sentido del Evangelio, “si no se ha inclinado sobre el pecho de Jesús y no ha recibido a María por madre de manos de Jesús”. Preciosa invitación, queridos hermanos, para celebrar estos días santos.

+ Ginés, Obispo de Getafe