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HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE PRESBÍTEROS Y DIÁCONO

Getafe, 19 de marzo de 2023

Queridos hermanos en el episcopado. Saludo con afecto fraterno a nuestro Obispo auxiliar, D. José María, que además es su santo, al Obispo emérito, querido D. Joaquín, y a Mons. César Magán, Obispo auxiliar de Toledo y Secretario General de la CEE, que nos honra esta tarde con su presencia.
Queridos hermanos sacerdotes; Sr. Vicario general y Vicarios episcopales.
Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.
Queridos hijos Ignacio de Loyola y Rafael que hoy recibís el don del sacerdocio ministerial. Y a ti, querido Miguel Ángel, que recibes la gracia del diaconado.
Queridos diáconos y seminaristas.
Queridos consagrados y consagradas.
Queridos padres, familiares y amigos de los ordenandos.
Hermanos y hermanas en el Señor.

“Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor” (Mt 1,24).

Al acercarnos una vez más a la figura de san José experimentamos el gozo de la bondad y de la belleza que hay en el cumplimiento de la voluntad de Dios. El custodio de la familia de Nazaret es siempre una fuente de inspiración para nosotros, y lo es también esta tarde cuando ordenamos para el servicio del Señor a estos tres hermanos nuestros.

1. El texto evangélico que se nos acaba de proclamar termina poniendo de relieve la obediencia de José que, cuando despertó del sueño hizo lo que le había mandado el ángel. La obediencia es una clave para entender la figura de José en la historia de la salvación, y es también la que muestra lo que salva la desproporción entre la figura de este hombre justo, trabajador humilde de Nazaret y descendiente de David, con la misión grande que se le encomienda. José va a ser testigo del cumplimento de la promesa hecha a su padre David.

El Evangelio presenta a José como el hombre justo, y era justo porque buscaba ajustarse a la voluntad de Dios en todo. No es justo porque practique la justicia de los hombres, porque se busque a sí mismo, porque realice sus proyectos diseñados, como todos los nuestros, a la medida de nuestras necesidades, posibilidades, y deseos, sino porque vive en la voluntad de Dios, porque como hombre de fe siempre confía en aquel que llama, y obedece a la voz de Dios que resuena en su corazón. La bondad que habita en el corazón de José le hace rechazar cualquier tentación de buscar un mal para la mujer con la que se ha desposado; ignorando la propia humillación que sufre como hombre y como esposo, ha tomado la resolución de repudiar a la mujer en privado, pero Dios le pide más. No se trata de alejarse de esta situación de deshonra para él, de abandonar a María, sino de acogerla, y acoger al Niño que lleva en su seno, obra del Espíritu Santo, y darle un nombre a esa criatura.

Acoger y dar nombre al hijo de María, he aquí la misión que Dios encomienda a José, como decíamos, desproporcionada a su persona, pero él acepta en la obediencia de la fe que está por encima de los cálculos humanos, que desafía los peligros futuros, y se abandona en los planes de Dios que son siempre fuente de felicidad.

José se convierte así en el padre y custodio de la familia de Nazaret. No será un camino fácil, pero es el que Dios quiere. Este hombre sencillo se pone al servicio de la salvación de Dios, y lo hace en segunda fila, sin relumbrón, como padre en la sombra: José acoge en su corazón al niño y a su madre, y los abraza con su presencia y su ternura paterna; con la preocupación para que nada les falte, y con el testimonio de vida piadosa; con su trabajo honrado y con el desvelo paciente en el crecimiento del hijo. José ha sido el educador del Hijo de Dios –educar viene del latín educere, es decir, sacar a la luz lo que está dentro-, su presencia y testimonio han ayudado a Jesús a descubrir su identidad y su misión, en José ha encontrado el ejemplo precioso para buscar en todo la voluntad del Padre y cumplirla. La entrega callada y generosa de José hasta el final es también su mejor lección para la entrega del Hijo en la cruz.

2. El testimonio de san José, queridos hijos que hoy recibís el don del sacerdocio ministerial y del diaconado, es un precioso ejemplo para vuestras vidas, sobre el que ahora me gustaría reflexionar, pensando en vosotros y en todos los que hemos recibido este ministerio para la gloria de Dios y el servicio de su Iglesia.

En la figura de José, como ya hemos dicho, se ve la desproporción entre el don y la respuesta, entre la misión a la que Dios nos llama y nuestras capacidades. Solo la acogida del Misterio de Dios en nuestra vida puede salvar esa distancia, no podemos explicar lo inexplicable, no podemos realizar el ministerio al que hemos sido llamados sin el auxilio que nos viene del Señor, sin alimentarnos de su intimidad cada día. No lo olvidemos, nos llamó para estar con Él; con Él y en su nombre salimos a la misión, recorremos los caminos del mundo a donde nos lleva la Providencia, pero con Él. No hay seguimiento sino es con Él, porque es Él quien ilumina, fortalece y da sentido a nuestra vocación y misión. Lo que une la distancia entre la llamada y el llamado es el aquel que llama.

José es el hombre justo porque es el hombre obediente a la voluntad de Dios, su justicia reside en la voluntad del que llama y envía. La obediencia no es ciega, no se asume a pesar de lo que pienso o siento, no es una carga que produce tedio y tristeza, no pone condiciones; la obediencia es búsqueda libre y sincera de la voluntad de Dios, si no buscas esa voluntad, si no la acoges en tu vida con sencillez y convicción, no la verás nunca en la Iglesia. En san José descubrimos una obediencia humilde y confiada. Se es obediente cuando se es humilde. Dice san Pío de Pietrelcina que la humildad es el fundamento de la santidad y de la bondad, la virtud de la que Jesús se presenta como modelo, “pero la humildad interior más que exterior”. La obediencia es alegre y desprendida, nos hace pobres, pero pobres felices, pobres que no tienen más seguridad que cumplir lo que Dios quiere de nosotros, pobres que saben que teniendo a Dios lo tenemos todo.

La voluntad de Dios acogida en la obediencia de la fe, nos muestra siempre a lo que estamos llamados, por eso estamos aquí esta tarde, porque los tres habéis descubierto lo que Dios quiere de vosotros y queréis realizarlo en vuestra vida. Es la misión para la que habéis sido creados y para la que habéis nacido, el papa Francisco nos dice siempre que no tenemos una misión, somos una misión; la misión abarca no solo lo que hacemos, sino también lo que somos. Ahora esa llamada y la misión se irán concretando en los oficios que la Iglesia os encomiende. Todos ellos, sea el que sea, tendrá un fundamento: la gloria de Dios, y una expresión: el servicio a los hombres. El mayor de los servicios será para vosotros aquel para el que estáis destinados. En la Iglesia no hay, al menos no debe haber, ascensos ni descensos. “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo” (Mt 20,26-27), porque el Maestro y el Señor así nos lo enseñó en la última cena al lavar los pies a sus discípulos (cfr. Jn 13,12-15).

San José es también para nosotros, ministros ordenados, ejemplo de paternidad. Los sacerdotes ejercemos una paternidad en el pueblo de Dios. El pueblo nos mira y espera que seamos verdaderamente padres en la acogida y en el cuidado, en la enseñanza y la guía en medio del mundo. Espera de nosotros una palabra que oriente y un acompañamiento que fortalezca, nos piden saber escuchar y dedicar tiempo e ilusión. Y en medio de la grave crisis de paternidad que vive nuestro mundo, esta figura se hace especialmente necesaria. El Papa Francisco nos recordaba en su Carta apostólica sobre la figura de san José, Patris corde: “Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él” (n. 7). Por lo que somos, pero en este momento aún más, necesitamos un corazón de padre.

Este corazón de padre nos llama al cuidado del pueblo que el Señor nos ha confiado. Es necesario que cuidemos a los niños, a los jóvenes, a las familias, a los ancianos y a los enfermos, y con un cuidado especial, a los pobres. En otras ocasiones he querido señalar, como lo quiero hacer ahora, que el sacerdote es el “padre de los pobres”; al acercarse a nosotros, los necesitados no deben ver un funcionario frío de la caridad, ni un juez que estudia su caso para dar una sentencia, deben encontrar un padre que acoge, se preocupa y los cuida. En nosotros han de ver el rostro de bondad de Dios y sus entrañas de misericordia. Los pobres siempre nos enseñan a poner nuestra confianza en Dios en medio de las dificultades y de la propia pobreza, nos recuerdan que también nosotros somos pobres; los pobres nos evangelizan, son un don para nuestro ministerio.

En definitiva, lo que fundamenta la paternidad de José, como toda paternidad, es el amor, también nuestro sacerdocio, y todo ministerio en la Iglesia. En los diálogos entre el papa san Pablo VI y su amigo el filósofo francés Jean Guitton, este último, cuenta algo que escuchó decir al Papa: “Durante mi juventud, me parecía tener varias vocaciones que me llamaban a una vida laical. Quería ser senador como mi padre, médico como mi hermano, contemplativo como mi madre… Pero también quería ser artista, orador, viajero, evangelizador. ¿Cómo realizar estas vocaciones, numerosas, contrarias, divergentes? Encontré la solución. Para unir todas estas vocaciones laicales y para sublimarlas, para ser un laico perfecto, no tenía más que una solución: hacerme sacerdote”. Estas palabras del santo Papa no ponen, evidentemente, la vocación sacerdotal sobre otras vocaciones en la Iglesia, pero sí que nos descubren la profundidad de nuestra vocación: abrazar a Dios, y en Él a todo hombre, al mundo entero. Es una vocación al amor que a todos acoge y abraza. Es la experiencia de Santa Teresa del Niño Jesús que descubrió que su vocación en la Iglesia era el amor. Es el oficcium amoris del que nos habla también san Agustín.

Por último, y mirando al ministerio que ahora vais a recibir, no quiero olvidar las palabras de san Pablo en la carta a los Romanos que hemos escuchado en la segunda lectura, y que se refieren a la fe de Abraham: “Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza” (Rm 4,18). La fe es el fundamento de la esperanza, la fe ha sido siempre una palabra de esperanza para el mundo; los hombres de fe, a lo largo de la historia, han llenado el mundo de esperanza. Nuestro ministerio está llamado hoy especialmente a ser un testimonio de esperanza en el corazón de la sociedad. Una palabra, la escucha, la cercanía, el Evangelio predicado también con las obras, es un grito de esperanza en medio de un mundo herido, que busca sin saber muy bien lo que busca, que cree que progresar es avanzar hacia adelante olvidándose de la profundidad. Un sacerdote ilusionado, lleno de Dios y de pasión por evangelizar, es el signo de esperanza que esperan los hombres, nuestros hermanos, aunque muchas veces parezcan rechazarnos. Sed, seamos, queridos hermanos, ministros de esperanza.

3. Hoy, Día del Seminario, miramos a nuestro seminario con agradecimiento y con ilusión. Los jóvenes que en él se forman nos recuerdan que Dios no deja de llamar, que no se olvida nosotros, y que hay jóvenes que siguen respondiendo a la llamada de Dios. Si la vocación ha sido siempre un milagro, hoy lo es aún más. Necesitamos jóvenes llenos de Dios, fuertes en la fe y confiados en su promesa; jóvenes que quieran hacer de su vida una entrega a Dios y a los hermanos viviendo en esperanza y entregados en la caridad. Jóvenes que lleven la misión en el corazón. ¿Por qué te has hecho cura?, preguntaba el otro día un chico: porque quiero ser feliz. Todos queremos ser felices, solo les queda descubrir que la felicidad del hombre está en hacer la voluntad de Dios.

Dios sigue llamando, y ojalá que sigamos respondiendo a esta llamada. Gracias a las familias, gracias al Seminario y a sus formadores. Gracias a la Diócesis toda que tan cercana es al Seminario.

A la Madre de los Apóstolos, Rectora de nuestro Seminario, encomendamos a los nuevos sacerdotes y al nuevo diácono, al Seminario, y a esta Iglesia que camina en Getafe.

Dirijamos a san José nuestra oración:

Salve, custodio del Redentor
y esposo de la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo,
en ti María depositó su confianza,
contigo Cristo se forjó como hombre.

Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y valentía,
y defiéndenos de todo mal. Amén.

          (Francisco. Patris corde).

Con mi afecto y bendición.
+ Ginés, Obispo de Getafe