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HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR

Getafe, 28 de marzo de 2024

El pórtico del llamado libros de la Gloria del evangelio de S. Juan, lo es también del texto del evangelio que acabamos de escuchar. Repitámoslo para que penetre en nuestro interior y nos haga profundizar en el misterio tan grande que celebramos:

“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (13,1).

Estas palabras nos llevan hasta el corazón de la conciencia y de la misión del Señor. Jesús sabe que ha llegado su hora, la hora para la que ha venido al mundo, la hora de llevar a plenitud su misión en favor de los hombres, la hora de volver al Padre, pero ahora no lo hará solo, sino con toda la humanidad redimida. El camino de la Pascua es un camino que el Hijo de Dios hace libre y voluntariamente, nadie lo obliga, y lo hace por amor. La prueba más grande del amor, de todo amor, es dar la vida (cf. Jn 15,13). Jesús nos ha amado, por eso ha tomado nuestra carne de pecado; pero no nos ha amado a medias, nos ama hasta el extremo, el extremo del amor no tiene límites porque el amor es eterno. En su entrega en la cruz, y en su resurrección, rompió los límites que el mal y el pecado querían imponer al amor.


Y todo esto sucede en medio de la trama, del drama de la humanidad. En la última cena de Jesús con sus discípulos, en el momento en que nos va a dar el don de su presencia, entra en la escena la realidad misma de la traición. En el corazón de Judas está la intención de vender al Maestro, él lo sabe, pero como vemos que sucede después en Getsemaní, sabe que el Padre dirige el curso de la historia, y que el plan de Dios seguirá adelante a pesar de las dificultades que el Enemigo quiera poner.


El mal que puede anidar, y de hecho lo hace, en nuestro corazón, queridos hermanos, y el mal del mundo, nunca pueden ser un obstáculo para hacer la voluntad de Dios sobre nuestra vida, con tal que la busquemos y la amemos. El amor es el camino para hacer lo que Dios quiere, es el ejemplo del Señor en su Pascua.


Jesús en la última cena realiza un gesto verdaderamente revolucionario, lava los pies a sus discípulos, ocupa el lugar del último para mostrarles el sentido de lo que unas horas después verán en el Calvario. Se comprende que ellos lo miren desconcertados, que Pedro no lo pueda entender y se niegue; “Señor, ¿lavarme tú los pies a mí?”. No es posible que el Señor actúe de siervo. Pero la cuestión es que Jesús no actúa, Jesús se hace siervo verdaderamente. No es una representación, no es una broma. Sin embargo, el Señor comprensivo le replica: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde –el lavatorio de los pies como la institución de la Eucaristía en el Cenáculo solo se pueden entender desde el sacrificio de la cruz-, y Pedro siempre impetuoso insiste: “No me lavarás los pies jamás”. La respuesta definitiva de Jesús contiene la gran enseñanza para Pedro y para nosotros, “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”.


El gesto no solo es un cambio de mentalidad, es la invitación a entrar en la lógica divina, en el corazón mismo de Dios. El amor que se hace servicio forma parte de la esencia de nuestro Dios. Si no amamos, si no hacemos del amor un servicio entregado a los demás, no tenemos parte de con Jesús, nos hacemos incapaces de compartir su vida. ¿cómo compartir el destino del Señor si no entendemos que la vida es para entregarla? La caridad, queridos hermanos, no es opcional para un cristiano, no es un apéndice de la vida de fe para que los demás nos alaben. No hacemos la caridad para “la galería”.


Por todo ello, podemos decir que “la actuación, el mensaje y el ser de una Iglesia auténtica consiste en ser, aparecer y actuar como una Iglesia-misericordia; una Iglesia que siempre y en todo es, dice y ejercita el amor compasivo y misericordioso hacia el miserable y el perdido, para liberarle de su miseria y de su perdición. Solamente en esa Iglesia-misericordia puede revelarse el amor gratuito de Dios, que se ofrece y se entrega a quienes no tienen nada más que su pobreza” (CEE. La Iglesia y los pobres. 1994, n. 11). Sabemos bien que la pobreza es un fantasma de mil rostros que cambian constantemente, pero nosotros no queremos llegar solo a la pobreza como realidad social, queremos llegar principalmente a los pobres, a la pobreza que se manifiesta en medio del misterio y de la grandeza del hombre, de la exigencia de su dignidad y lo imprevisible de su libertad. Nuestra vocación es descubrir a Cristo escondido en el rostro de las familias golpeadas por una crisis que no se acaba nunca, a las pobrezas del mundo rural, a la emigración, a la soledad, a la violencia, a la corrupción, y también a las pobrezas morales y espirituales que existen en nuestro mundo, y que, con frecuencia, están a nuestro lado.


Jesús se hizo hombre, murió y resucitó por amor, si nosotros somos discípulos suyos no tenemos otro camino en el seguimiento que amar como Él ama.


Y es aquí, y desde aquí donde podemos entender el verdadero sentido del don más grande, el regalo de la Eucaristía. El concilio Vaticano II, recogiendo la expresión de San Agustín, nos enseña que la Eucaristía es “sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad” (SC, 47). San Juan ha sustituido, y no por casualidad, el relato de la institución de la Eucaristía que nos transmiten los evangelios sinópticos por el lavatorio de los pies para decirnos que este gesto es también un signo eucarístico, o que la Eucaristía es la fuente y la expresión más grande de la caridad cristiana. En el misterio de la Eucaristía Cristo se ofrece por nosotros y por la remisión de los pecados.

 “El auténtico sentido de la Eucaristía se convierte de por sí en escuela de amor activo al prójimo. Sabemos que es éste el orden verdadero e integral del amor que nos ha enseñado el Señor: «En esto conoceréis todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros». La Eucaristía nos educa para este amor de modo más profundo; en efecto, demuestra qué valor debe de tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro hermano y hermana, si Cristo se ofrece a sí mismo de igual modo a cada uno, bajo las especies de pan y de vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer aumentar en nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La conciencia de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el prójimo” (San Juan Pablo II, carta Domenicae cenae, 6).

También la Eucaristía, a la luz del acontecimiento del primer jueves santo de la historia, nos muestra su relación con el sacerdocio ministerial. En la última cena Jesús manda a sus discípulos: “Haced esto en memoria mía”, y ahí nace el sacramento del sacerdocio. El sacerdocio nace de la Eucaristía y vive por y para ella. Y está llamado –el sacerdote- a que su vida tenga “forma” eucarística”, es decir, sea un testimonio de entrega de la vida a los demás, como Cristo.

Recemos, queridos hermanos, por los sacerdotes para que seamos fieles a nuestra vocación y sirvamos a la gloria de Dios y al bien de los hermanos. Pidamos también con insistencia para que no falten pastores a su pueblo; que bendiga a nuestra diócesis y a toda la Iglesia con el don de abundantes y santos sacerdotes. Es fácil repetir a lo largo del día, y os invito a hacerlo: “Señor, danos sacerdotes santos”.

Con esta celebración de la Cena del Señor inauguramos el Triduo pascual, pidamos para que nos introduzca en el Misterio que conmemoramos en estos días y nos haga gustar del amor de Dios manifestado en la muerte y resurrección del Hijo.

Que María, presente en el Cenáculo de Jerusalén en aquel jueves santo, y presente hoy también en este Cenáculo, nos ayude a vivir estos días como ella los vivió, meditándolos y guardándolo en su corazón (cf. Lc 2,19).

+ Ginés, Obispo de Getafe 

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