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HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Getafe, 29 de marzo de 2024

Después de escuchar la Palabra de Dios que nos ha introducido de un modo tan realista en el camino de humillación-exaltación del Hijo de Dios, el corazón pide, necesita, acallarse para contemplar una historia al menos desconcertante, una historia en la que el dolor se viste de belleza, y la violencia que hace daño se ve envuelta por la ternura. Contemplar al Siervo, Jesús “desfigurado, pues no parecía hombre, ni tenía aspecto humano”, verlo “sin figura, sin belleza (..) un hombre de dolores”, nos mueve a la identificación con el hombre condenado injustamente, triturado por la violencia siempre sin sentido, llevado al suplicio sin compasión, y muerto sin piedad en una cruz.


En estos momentos nuestra respuesta ante lo que vemos solo puede ser el silencio de la contemplación, un silencio meditativo y compasivo que no busca comprender, sino acoger y abrazar, mucho más cuando sé y experimento que Jesús lo ha hecho por mí. La cruz estaba destinada para mí, y Él me ha sustituido y ha pasado por donde tenía que pasar yo, consecuencia de mis pecados. San Rafael Arnáiz contempla la pasión de Cristo, como nosotros ahora, y escribe. “A Ti te escupieron, te insultaron, te azotaron, te clavaron en un madero, y siendo Dios, perdonabas humilde, callabas, y aun te ofrecías... ¡Qué podré decir yo de tu Pasión!.. Más vale que nada diga y que allá adentro de mi corazón medite en esas cosas que el hombre no puede llegar jamás a comprender”. No tenemos que comprender, tenemos que entrar dentro y descansar agradecidos en la pasión el Señor.
Mirando al Señor escarnecido por el dolor y el sufrimiento y muerto en la cruz también debemos aprender. La pasión y muerte de Cristo es una gran lección para nosotros. ¿Qué nos enseña este libro abierto que es la pasión?


Nos enseña en primer lugar a mirar la realidad del dolor humano, que siempre será misteriosa para nosotros. ¿por qué hemos de sufrir? El sufrimiento nos asusta y lo rechazamos, y siempre buscamos el camino que sea para evitarlo. La historia de la humanidad, lo que llamamos búsqueda del progreso, es en definitiva el intento del hombre de vencer el dolor. Son muchos los rostros que hoy y siempre portan el sufrimiento, hay dolores tremendos que nos dejan sin palabras, para los que no encontramos respuesta; con frecuencia nos justificamos buscando responsables de este dolor; por esta causa, muchos a lo largo de la historia se han apartado y han rechazado a Dios escandalizados por el sufrimiento de los inocentes. El grito desesperado del pensamiento existencialista que, aunque no lo sepan tantos de nuestros contemporáneos, está enraizado en su alma, y grita que Dios no existe, porque mirando al hombre y al mundo no puede existir un Dios que sea a la vez bueno y omnipotente, y han preferido terminar gritando que “Dios ha muerto”, o se han rendido definiendo al hombre como un “ser para la muerte”.


Sin embargo, la Palabra de Dios nos muestra otra imagen del sufrimiento y, sobre todo, un camino para vivirlo. El sufrimiento, consecuencia del mal y del pecado, y tantas veces inevitable, puede tener, y tiene en Cristo, un carácter salvífico. Cristo pasa por el sufrimiento y la muerte para salvarnos. Dice el profeta Isaías que “él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores (..) fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes (..) los pecados de mi pueblo lo hirieron”. Cristo entrega su vida como expiación, es decir, que borró la culpa, la nuestra porque él no tenía ninguna. Por eso termina diciendo la misma profecía del Siervo de Yahvé: “Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos”. El sufrimiento humano puede cargarse de sentido, y de sentido verdadero, cuando tiene un “por”, o un “para”. El drama no es el sufrimiento en sí, sino la falta de horizonte en la hora del sufrimiento. Quizás el sentido de todo sufrimiento se encierra en las palabras referidas al mismo Señor, “sus cicatrices nos curaron”. El sufrimiento siempre será un misterio, pero el horizonte de esperanza alumbrado en la Pascua de Cristo lo ilumina y lo hace redentor.


Otra vertiente del sentido del sufrimiento es entender que el que sufre nunca está solo. La pasión del Señor nos enseña que Él siempre viene con nosotros, que comparte nuestro sufrimiento, porque tenemos un sumo sacerdote capaz de compadecerse de nosotros y de nuestras debilidades porque también él ha sido probado y ha pasado por el sufrimiento (cf. Heb 4,14-16). Hay más sufrimiento en la soledad que en el mismo dolor Basta recordar la reciente y trágica experiencia que vivimos con la pandemia del Covid, en la que fue más dura la soledad que la misma enfermedad o la muerte. Al contemplar al Señor que sufre sentimos una mano que nos toma y nos consuela.


Es verdad que el relato de la pasión no solo muestra dolor, sino también crueldad, es el misterio de la crueldad humana. ¿Por qué actuamos algunas veces con crueldad?, ¿por qué la crueldad del hombre? Hay guerras, hay odio y división en el mundo, hay desigualdades que llevan a muchos habitantes de este planeta a la miseria, y hasta la muerte, ¿por qué? No es fácil la respuesta, ni este es el momento. Sí me atrevo a constatar que el corazón humano cuando se aparta de Dios pierde su norte, pierde el sentido también de su destino, se hace insensible ante la realidad humana, ante el otro. Algún pensador ha hablado del “drama del humanismo ateo”. Es verdad que también una equivocada imagen de Dios puede llevarnos a una situación similar. Vemos como Jesús es condenado y ajusticiado porque no han reconocido a Dios, porque han utilizado a Dios para condenar al Hombre. Cuando el Dios verdadero desaparece del horizonte del hombre, el hombre pierde su esencia y su dignidad, porque no lo olvidemos, somos imagen de Dios y solo nos reconoceremos en Él. Es una de las grandes lecciones del rostro de Cristo sufriente, en él glorioso o sufriente nos hemos de reconocer cada uno y reconocer al hermano.


Pero sin duda la gran lección de Pasión y Muerte de Jesús, su sentido más profundo es el amor. Así se lo reveló Jesús a Nicodemo aquella noche de confidencias: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17). Todo esto que contemplamos no tiene más que un sentido y una explicación, el amor. Todo es por ti, por mí, por nosotros, y lo hace por amor. Cómo cambia todo cuando al contemplar al Crucificado, al abrazarlo para adorarlo, como haremos ahora, pensamos y decimos en nuestro interior: “Lo hizo por mí”. Sí, nosotros también somos sujetos y protagonistas de esta historia. Traigo ahora unas palabras de S. Juan de Ávila que también afirma en este sentido: “Porque ningún libro hay tan eficaz para enseñar al hombre todo género de virtud, y cuánto debe ser el pecado huido y la virtud amada, como la pasión del Hijo de Dios; y también porque es extremo desagradecimiento poner en olvido un tan inmenso beneficio de amor como fue padecer Cristo por nosotros” (Audi Filia, II).


Miremos, queridos hermanos, a la cruz, miremos al Crucificado y descansemos en él nuestros pensamientos, nuestra libertad, también las obras y la voluntad; dejemos en la hendidura de su costado abierto nuestros sufrimientos y las preocupaciones de la vida, también las esperanzas, y hasta nuestro futuro. Desde el costado llegamos a su corazón y le pedimos que haga el nuestro a la medida del suyo, que lo haga grande, bueno y misericordioso como el suyo.


Ahora acogiéndonos a ese corazón grande, vamos a abrir el nuestro para pedir por la humanidad entera, por los que creemos y por los que no creen, por los de cerca y por los de lejos, por lo que piensan o sienten como nosotros y por los que no piensan ni sienten como nosotros; pediremos por los necesitados en el cuerpo o en el espíritu.


Y adoraremos la cruz bendita en la que hemos sido salvados. El abrazo a la cruz será el deseo y el propósito de tener los mismos sentimientos de Cristo, Jesús (Filp. 2, 5). No olvidemos, hermanos, que “En la cruz está la vida y el consuelo y ella sola es el camino para el cielo”, en palabras de Teresa de Jesús.

Para terminar, os invito a mirar a una escena de la pasión que me parece especialmente entrañable. Han bajado a Jesús de la cruz, está muerto, y lo han depositado en los brazos de su madre, qué mejor cobijo para un hijo. María al pie de la cruz, no solo vuelve a ser
Madre, también es Arca de la nueva alianza.

“María, después de tu "sí" el Verbo se hizo carne en tu seno; ahora yace en tu regazo su carne torturada. Aquel niño que tuviste en tus brazos ahora es un cadáver destrozado. Sin embargo, ahora, en el momento más doloroso, resplandece la ofrenda de ti misma: una espada atraviesa tu alma y tu oración sigue siendo un "sí" a Dios (..) Fuerte en la fe, crees que el dolor, atravesado por el amor, da frutos de salvación; que el sufrimiento acompañado por Dios no tiene la última palabra. Y mientras sostienes en tus brazos a Jesús sin vida, resuenan en ti las últimas palabras que te dirigió: He aquí a tu hijo. Madre, ¡yo soy ese hijo! Recíbeme en tus brazos e inclínate sobre mis heridas. Ayúdame a decirle "sí" a Dios, "sí" al amor. Madre de misericordia, vivimos en un tiempo despiadado y necesitamos compasión: tú, tierna y fuerte, úngenos con mansedumbre; deshaz las
resistencias del corazón y los nudos del alma” (Francisco. Vía Crucis de Roma 2024).

+ Ginés, Obispo de Getafe 

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