2015

Jueves santo

HOMILIA JUEVES SANTO 2015

“Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1)

En la víspera de su pasión y muerte, el Señor Jesús quiso reunir en torno a sí, una vez más, a sus Apóstoles para ofrecerles los últimos consejos, abrirles el corazón como lo haría el mejor de los amigos y darles el testimonio supremo de su amor.

Vamos a situarnos en la escena que describe el evangelio. Entremos también nosotros, como dice el evangelio, en la “sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes” (Mc 14, 15) y dispongámonos a escuchar los pensamientos más íntimos que el Señor quiere comunicarnos; dispongámonos, en particular, a acoger el gesto y el don que ha preparado para esta última cita.

Contemplemos primero el gesto. Es el gesto del lavatorio de los pies. Mientras están cenando, Jesús se levanta de la mesa y comienza a lavar los pies a los discípulos. Pedro, al principio, se resiste. Sigue todavía pensando con criterios mundanos. Piensa en un Mesías triunfante se resiste a admitir un Mesías, que se humilla ante sus discípulos. Luego, comprende y acepta. También a nosotros se nos invita a comprender que lo primero que el discípulo debe aprender es ponerse a la escucha de su Señor, abriendo el corazón para acoger la iniciativa de su amor. Tenemos que dejarnos lavar los pies por Él, es decir, tenemos que dejarnos amar por Él, dejar que Él nos perdone, nos purifique, sane nuestras heridas y lave nuestros pecados. Es lo que esta mañana hemos hecho aquí en la celebración del sacramento de la penitencia. Sólo después, con el corazón limpio, seremos invitados a reproducir lo que el Maestro ha hecho con nosotros. Seremos capaces de perdonarnos unos a otros, en el matrimonio, en la familia, entre los hermanos, entre los pueblos Y seremos también llamados a ser capaces, como el buen samaritano de la parábola, a acercarnos al que sufre, para curar sus heridas y subirle a nuestra cabalgadura. Así también el discípulo deberá “lavar los pies” a sus hermanos, traduciendo en gestos de servicio mutuo ese amor, que constituye la síntesis de todo el Evangelio (cf. Jn 13, 1-20). “Os doy un mandamiento nuevo, les dice el Señor, que os améis unos a otros como yo os he amado”.

Después del gesto viene el don. También durante la Cena, sabiendo que ya había llegado su “hora”, Jesús bendice y parte el pan, luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo”; Y lo mismo hace con el cáliz” diciendo: “Esta es mi sangre” “Haced esto en conmemoración mía” (1 Co 11, 24-25). Jesús se nos entrega como pan de vida para alimentarnos y darnos fuerzas en el camino de la vida, para unirnos íntimamente a Él, para entrar en su mismo misterio de amor y de verdad, y para participar en su entrega al Padre para la Redención de los pecados del mundo.

Lo que con este gesto y este don se está manifestando es el testimonio de un amor llevado “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Jesús se da como alimento a los discípulos para llegar a ser uno con ellos. Una vez más se pone de relieve la “lección” que debemos aprender: lo primero que hemos de hacer es abrir el corazón a la acogida del amor de Cristo. Solo acogiendo en nosotros el amor de Cristo podremos amar a los demás. Sólo teniendo a Jesucristo en el centro de nuestra vida podremos nosotros amar a todos con el mismo amor con que Cristo nos ama a nosotros. La iniciativa es suya: su amor es lo que nos hace capaces de amar también, no sólo a nuestros hermanos sino también a nuestros enemigos. “Sin mi no podéis hacer nada”. Si el sarmiento no esta unido a la vida no puede dar fruto.

El lavatorio de los pies y el sacramento de la Eucaristía son dos manifestaciones de un mismo misterio de amor confiado a los discípulos y no podemos separarles. Jesús nos dice: “ lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros tenéis que hacerlo, los unos con los otros” (Jn 13, 15).

Cuando Jesús dice a los apóstoles “Haced esto en conmemoración mía” (1 Co 11, 24), en realidad a lo que se está refiriendo es al momento culminante de su existencia terrena, es decir, el momento de su ofrenda sacrificial al Padre por amor a la humanidad, en la cruz. La Ultima Cena es una anticipación sacramental del Sacrificio de la cruz. Cuando celebramos la Eucaristía, lo que estamos celebrando es el memorial de su Pasión y Muerte en la cruz, el memorial de su entrega por amor a todos los hombres para el perdón de los pecados.

Es un “memorial” que se sitúa, ciertamente, en el marco de una cena, la Cena Pascual, en la que Jesús se da a sus Apóstoles bajo las especies del pan y del vino, como su alimento en el camino hacia la patria del cielo. Es muy probable que esta Cena Pascual, Jesús la hiciera coincidir con el día en el que se inmolaban en el Templo los corderos pascuales. En la Cena de Jesús no hay cordero porque el Cordero Pascual es Él mismo que se inmola por nosotros en la cruz y se entrega como alimento y memorial de este sacrificio en el Pan y en el Vino.

El celebrante después de pronunciar las palabras de la consagración proclama, ante la asamblea: “Este es el sacramento de nuestra fe”. Y la asamblea litúrgica responde expresando con alegría su fe y su adhesión, llena de esperanza a este gran Misterio. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. ¡Ven Señor Jesús!” ¡La Eucaristía es un Misterio verdaderamente grande Es un Misterio “incomprensible” para la razón humana, pero sumamente luminoso para los ojos de la fe.

El acontecimiento pascual, de la muerte y resurrección del Señor y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tiene una capacidad verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la Redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, cada vez que se reúne para la celebración de la Eucaristía.

La Mesa del Señor en la sencillez de los símbolos eucarísticos -el pan y el vino compartidos- es también la mesa de la fraternidad concreta y, a la vez, universal. El mensaje que brota de ella es demasiado claro como para ignorarlo: todos los que participamos en la celebración eucarística no podemos quedar insensibles ante las expectativas de los pobres y los necesitados.

Hoy se cumple el décimo aniversario de la muerte del Santo Papa Juan Pablo II. Quiero concluir citando unas palabras suyas en las que recuerda con emoción el cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal. Son todo un testimonio de fe.

“Desde hace más de medio siglo, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la catedral de Cracovia, mi ojos se han fijado en la Sagrada Forma y en el Cáliz en los que en cierto modo, el tiempo y el espacio se han concentrado y se ha representado de manera viviente el drama del Calvario desvelando su misteriosa “contemporaneidad”. Cada día mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino, consagrados al Divino Caminante, que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús, para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza. Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe os de testimonio de la Santísima Eucaristía (…) Aquí esta el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin para el que todo hombre, aunque sea inconscientemente, mira.” (EdE, 59)

Al terminar la celebración quedará expuesto solemnemente el Santísimo Sacramento en el Monumento. Estamos todos invitados a celebrar y adorar, hasta muy entrada la noche, al Señor que se hizo alimento para nosotros, peregrinos en el tiempo, dándonos su carne y su sangre.

Te adoramos, oh admirable Sacramento de la Presencia de Aquel que amó a los suyos “hasta el extremo”. Te damos gracias, Señor, que en la Eucaristía edificas, congregas y vivificas a la Iglesia.

¡Oh divina Eucaristía, llama del amor de Cristo, que ardes en el altar del mundo, haz que la Iglesia, confortada por ti, sea cada vez más solícita para enjugar las lágrimas de los que sufren y sostener los esfuerzos de los que anhelan la justicia y la paz!

Y tú, María, mujer “eucarística”, que ofreciste tu seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios, ayúdanos a vivir el misterio eucarístico con el espíritu del Magníficat. Que nuestra vida sea una alabanza sin fin al Todopoderoso, que se ocultó bajo la humildad de los signos eucarísticos. Amen

Homilía Misa Crismal

Ungidos con óleo de alegría

Querido, D. José, queridos hermanos en el sacerdocio. Queridos hermanos todos. Me vais a permitir que hoy me dirija de una manera especial a los sacerdotes.

En el Jueves Santo, que por razones pastorales celebramos hoy anticipadamente, hacemos memoria del día feliz de la Institución de la Eucaristía y del Sacerdocio; y también del de nuestra propia ordenación sacerdotal.

El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo. Es un verdadero regalo de Dios ser sacerdotes, un regalo para nosotros y un regalo para la Iglesia. Y os invito a sentir hoy, de una manera especial, la alegría y el gozo sacerdotal.

La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungir. Hemos sido ungidos con óleo de alegría para ungir con óleo de alegría. La alegría sacerdotal tiene su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor “esté en nosotros” y “sea plena” (Jn 15,11).

Cuando hablamos de alegría, nuestra mente y nuestro corazón se vuelven a la Virgen María. Ella es, como decimos en el rosario, causa de nuestra alegría. Ella es la madre del Evangelio viviente, ella es manantial de alegría para los pequeños. Mirando a María descubrimos que la misma que alaba a Dios porque “derriba de su trono a los poderosos” y “despide vacíos a los ricos” es la que sabe reconocer las maravillas que Dios en los pequeños. Tenemos que pedir a María que nos enseñe a los sacerdotes a sentirnos pequeños como ella y a vivir el gozo de nuestra pequeñez: una pequeñez en la Dios hace cosas grandes.

Los sacerdotes somos persona muy pequeñas y pobres. La grandeza inmensa del don que nos ha sido dado en el ministerio sacerdotal nos hace sentir los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres, si Jesús no lo enriquece con su pobreza, es el más inútil siervo, si Jesús no lo llama amigo, es el más necio de los hombres, si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro y es el más indefenso de los cristianos, si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso tenemos que estar constantemente dirigiéndonos al Señor para decirle con las palabras de la Virgen María, nuestra madre soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y desde esa pequeñez asumimos nuestra alegría. ¡ La alegría en nuestra pequeñez!

Podemos descubrir tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos unge, es una alegría incorruptible y es una alegría misionera, que irradia y atrae a todos, comenzando por los más lejanos.

En primer lugar es una alegría que nos unge, es decir, es una alegría que penetra hasta lo más íntimo de nuestro corazón, llena todo nuestro ser. Penetra de tal manera que lo configura y lo fortalece sacramentalmente. Los signos de la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene la Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la imposición de manos, la oración de consagración, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos sagrados, la participación inmediata en la primera Plegaria Eucarística…, todo en la liturgia de nuestra ordenación nos habla de esta alegría que penetra hasta lo más intimo de nuestro ser. La gracia nos colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Ungidos hasta lo más íntimo; y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco de esa unción.

En segundo lugar, una alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie puede quitar ni agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría incorruptible, que el Señor prometió y que nadie nos la podrá quitar (cf. Jn 16,22). Puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida, pero, en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo que avives el fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm 1,6) .

Y en tercer lugar, una alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima relación con el santo pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría eminentemente misionera. La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangelizar a los que están cerca y a los que están lejos. Y también para orar, porque en el silencio de la oración el pastor, que adora al Padre, está ungiendo a su pueblo con el amor que viene de Dios.

Y como es una alegría que sólo fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño es una “alegría custodiada” y cuidada con mucho amor por ese mismo rebaño. ¡Cuantas cosas podríamos decir de los detalles de cariño y ternura que el pueblo de Dios tiene con sus sacerdotes! Incluso en los momentos de tristeza, en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y aburridos que a veces nos sobrevienen en la vida sacerdotal, aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría, es capaz de protegerle, de abrazarle, de ayudarle a abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría.

La alegría del sacerdote, dice el Papa Francisco es una” alegría custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres hermanas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana con la pobreza. El sacerdote es pobre en alegrías meramente humanas y mundanas Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo.

Y sabemos que nuestro pueblo es muy generoso en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. El sacerdote sólo encontrará la alegría saliendo de si mismo, saliendo en busca de Dios en la adoración y dando al pueblo lo que el pueblo más quiere y necesita que es la cercanía del amor de Dios, la presencia viva de Cristo, que en el sacerdote se hace visible, cuando visita y unge a los enfermos, cuando inicia en la fe a los niños, cuando consuela a los que están atribulados, cuando cuida y acompaña a las familias y les habla de Dios, cuando sabe gozar con los gozos grandes y pequeños de los que le han sido confiados y especialmente cuando unido al Señor y actuando en su nombre, celebra la Eucaristía y perdona los pecados. Y no necesita nada más para llevar una vida feliz porque el mismo pueblo se encargará de hacerle sentir y gustar quién es y cómo se llama y cuál es su identidad y le alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada fidelidad a su única Esposa, a la Iglesia. Aquí está el sentido profundo del celibato sacerdotal y clave de la fecundidad apostólica. Los hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis y la formación, los pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel.

Es la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le encomendó: Apacienta mis ovejas, le dice el Señor todos los días (cf. Jn 21,16.17).

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana con la obediencia. Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía y la tarea particular, que se nos encomienda, sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda paternidad y la obediencia a la Iglesia en el servicio, en la disponibilidad y en la prontitud para cuidar a todos, siempre y de la mejor manera.

Esta disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de bondad para los enfermos, comunidad para los jóvenes, escuela de fe y de amor para los niños y familia de familias para todos. Allí donde el pueblo de Dios tenga un deseo o una necesidad, allí ha de estar el sacerdote para escuchar con atención y para sentir el mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia esa necesidad o para alentar los buenos deseos de los que buscan Dios con un corazón sincero.

Los que hemos sido llamados por Dios para este ministerio sacerdotal, al renovar hoy nuestras promesas sacerdotales, hemos de pedirle al Señor que nos haga comprender que existe en este mundo una alegría genuina y plena: la alegría inmensa de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociarnos, a pesar de nuestra indignidad y pecado, a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.

En esta Misa Crisma pidamos al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su llamado. Que no tengan miedo a la llamada de Dios, porque en la respuesta a esa llamada encontrarán la mayor alegría.

Pidamos también al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los sacerdotes más jóvenes y de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo, la primera confesión… Es la alegría de poder compartir –maravillados–, por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus necesidades, pidiéndote que los bendigas, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Que el Señor cuide en los jóvenes sacerdotes la alegría de salir de si mismos, de hacerlo todo como nuevo Que el señor les conceda la alegría de quemar su vida por Él.

Pidamos al Señor que confirme la alegría sacerdotal de los que ya tenemos varios o muchos años de ministerio. Cuida Señor la profundidad y la sabia madurez de la alegría de los sacerdotes mayores. Que sepamos rezar todos los días con las palabras del profeta Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne 8,10).

Pidamos finalmente al Señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno. Que sientan, Señor, la alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza que no defrauda. Amen