Descarga la homilía en formato PDF
Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe con motivo de la MISA CRISMAL el 19 de abril de 2011, en la Catedral de Santa María Magdalena, en Getafe
Querido hermano en el episcopado, D. Rafael, queridos hermanos sacerdotes, queridos seminaristas, queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
Esta mañana, en comunión con toda la Iglesia, celebramos la solemne Misa Crismal, que nos prepara para participar en los Sagrados Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, de cuyo costado traspasado brotaron los sacramentos de la Iglesia. Los sacramentos brotan de la Pascua y la Pascua es novedad, es vida nueva, es un continuo renacer en Cristo por el don del Espíritu Santo. Por eso se consagran o se bendicen el crisma y los diversos óleos para las celebraciones sacramentales de toda la diócesis: para que el Espíritu del Señor nos renueve constantemente y nos haga criaturas nuevas en Cristo muerto y resucitado.
Pero esta Misa tiene, sobre todo, un profundo sentido sacerdotal ya que en ella conmemoramos - anticipadamente por razones pastorales - el día en el que el Señor Jesús confirió el sacerdocio a los apóstoles y a nosotros. Y, por esta razón, los sacerdotes renovaremos, ante el pueblo de Dios, presidido por su obispo, nuestras promesas sacerdotales. Quisiera por ello dirigirme de manera muy especial a los sacerdotes aquí reunidos y a todos los sacerdotes de nuestra diócesis de Getafe.
Hoy vuelven, sin duda, a nuestra memoria aquellas palabras pronunciadas el día de nuestra ordenación, cuando el obispo ponía en nuestras manos el pan y el vino del sacrificio eucarístico, diciéndonos: Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios: considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. El sacerdocio está íntimamente ligado al sacrificio eucarístico. Su razón de ser es, sobre todo, prolongar en el tiempo este misterio de salvación, ofrecer la única “victima pura, santa e inmaculada” y alimentar con ella al pueblo santo de Dios. Y la grandeza de esta tarea supone en cada uno de nosotros, sacerdotes de Cristo, precisamente la imitación de lo que conmemoramos y la configuración de nuestra vida con el misterio de la cruz del Señor. Nuestra vida sólo tiene sentido si está siempre orientada a reproducir con nuestras palabras, nuestras obras y nuestros sentimientos al modelo supremo de nuestro sacerdocio que es Jesucristo.
En la Misa Crismal de este año, que está ya muy cerca de la Jornada Mundial de la Juventud, me gustaría acrecentar en vosotros, queridos hermanos sacerdotes, y en mí mismo, el deseo y la responsabilidad de hacer presente en medio de los jóvenes a nuestro Señor Jesucristo, como Aquél en el que siempre encontrarán los jóvenes respuesta a sus preguntas, consuelo en su soledad, fortaleza y animo para superar todos los obstáculos y luz que ponga claridad en medio de la confusión. Juan Pablo II, que será beatificado dentro de pocos días, en su carta a los sacerdotes del Jueves Santo del año 1985, -año de la primera Jornada de la Juventud- inspirándose en el relato evangélico del encuentro de Jesús con el joven rico, exhortaba a los sacerdotes a trabajar en la pastoral de juventud
Sorprende, en el encuentro de Jesús con el joven rico, decía Juan Pablo II, la facilidad con la que este joven puede llegar hasta Jesús y la confianza con la que le manifiesta sus inquietudes y su deseo de vida eterna. Para él, el Maestro de Nazaret era alguien a quien podía dirigirse con franqueza; alguien a quien podía confiar sus interrogantes esenciales; alguien de quien podía esperar una respuesta verdadera. Todo esto es para nosotros, sacerdotes, una indicación fundamental en nuestro trabajo con los jóvenes. Cada uno de nosotros ha de esforzarse por tener una capacidad de acogida parecida a la de Cristo para que los jóvenes puedan acceder a nosotros con facilidad y sin temor. Es necesario que los jóvenes no encuentren dificultad en acercarse al sacerdote y que noten siempre en él: apertura, benevolencia y disponibilidad frente a los problemas que les agobian. Y si son de temperamento reservado, o se cierran a sí mismos, el comportamiento acogedor del sacerdote ha de ayudarles a superar todas las resistencias que puedan venir de esa forma de ser. Hemos de pedir constantemente al Señor que nos dé luz para poder iniciar con cualquier joven que se nos acerque un verdadero diálogo de salvación.
El joven que se acerca a Jesucristo pregunta directamente: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? (Mc.107). Es la misma pregunta, aunque quizás no de una forma tan explícita, que los jóvenes nos hacen a nosotros. Muchas veces la pregunta viene envuelta entre otras cuestiones y rodeada de una especie de indiferencia, de desconfianza, de dudas e incluso de fuerte crítica a la Iglesia. Pero el sacerdote debe saber intuir lo que hay detrás de esa apariencia. Y lo que hay es un anhelo muy profundo de verdad, de libertad, de amor y de belleza.
Hace falta que el sacerdote, que está en contacto con los jóvenes, sepa escuchar y sepa responder. Sepa escuchar lo que hay en el interior de cada joven. Y sepa responder con palabras verdaderas que pongan luz en la oscuridad de su corazón. Y para que ambas cosas se den: capacidad de escucha y capacidad de respuesta, hace falta una gran madurez sacerdotal, hace falta una clara coherencia entre la vida y la enseñanza. Y esto sólo puede ser fruto de la oración, de la unión íntima con Jesucristo y de la docilidad al Espíritu Santo.
El joven del evangelio espera de Jesús la verdad y acepta su respuesta como expresión de una verdad que le compromete. Y la verdad siempre es exigente. No hemos de tener miedo de exigir mucho a los jóvenes. Puede ser que alguno se marche “entristecido” cuando le parezca que no es capaz de hacer frente a algunas de estas exigencias. Sin embargo, a pesar de todo, hay “tristezas” que pueden ser salvíficas. A veces los jóvenes tienen que abrirse camino a través de esas “tristezas salvíficas” para llegar gradualmente a la verdad y a la alegría que la verdad lleva consigo. Además los jóvenes saben perfectamente que el verdadero bien no puede ser “fácil”, sino que debe costar esfuerzo. Ellos tienen un sano instinto en todo lo que se refiere a los valores auténticos. Y, si no han sido corrompidos por el mundo, saben reaccionar, aunque les cueste, ante el bien que se les presenta. Si, por el contrario la depravación ha entrado en ellos, habrá que reconstruir, con la ayuda de la gracia divina, esas vidas rotas, dando gradualmente respuestas verdaderas, proponiendo verdaderos valores y esperando siempre en la capacidad del hombre para acoger el bien y la verdad.
En el modo de actuar de Jesús hay algo que es esencial en el diálogo pastoral. Cuando el joven se dirige a él, llamándole “maestro bueno”, Jesús, en cierta manera, “se echa a un lado” y le responde: “nadie es bueno, sino sólo Dios”. En nuestra relación pastoral con los jóvenes esto es fundamental. Nosotros hemos de estar personalmente comprometidos con ellos, hemos de comportarnos con naturalidad, hemos de ser compañeros de camino, guías y padres. Pero nunca podemos oscurecer a Dios, o a la Iglesia, poniéndonos nosotros en primer plano. Nunca podemos empañar, con personalismos estériles, a quien es el “solo bueno”, a quien es Invisible y, a la vez está muy presente, a quien es el único Señor y Maestro interior. Todo diálogo pastoral con los jóvenes tiene un único objetivo: servir y ampliar el espacio para que Dios entre en la vida de ese joven.
Cuando el joven le dice a Jesús que cumple los mandamientos, dice el evangelio que “Jesús le miró con amor”. En nuestro trato pastoral con los jóvenes hemos de tener siempre presente que la fuente primera y más profunda de nuestra eficacia pastoral es mirar a los jóvenes con el mismo amor con que Jesús los mira. Y la mirada de Jesús es una mirada de amor desde la cruz, es una mirada de amor que da la vida. Puede decirse que todo nuestro esfuerzo de ascesis sacerdotal y de espíritu de oración y de preparación intelectual y de fraternidad sacerdotal y de unión con Cristo se muestran como auténticos y verdaderos si nos ayudan a ser capaces de mirar a los jóvenes con el mismo amor con que los mira Jesús. Sólo un amor desinteresado, gratuito y crucificado como el de Jesús puede llegar al corazón de los jóvenes. Ellos tienen una gran necesidad de este amor. Pero son también enormemente críticos y descubrirán inmediatamente si la mirada del sacerdote viene de Dios o viene de un afán de personalismo más o menos encubierto.
Queridos hermanos sacerdotes: debemos pedir insistentemente al Señor que nuestro trato con los jóvenes sirva siempre para hacer presente, entre ellos, aquella mirada con la que Jesús miró a aquel joven del evangelio y sea siempre una participación en aquel amor con el que Él lo amo.
Y amando a los jóvenes como los amó Cristo hemos de ser valientes y claros, como el Señor, a la hora de proponerles el bien. Jesús miró al joven con amor y le dijo: sígueme. Nuestra propuesta a los jóvenes no puede ser otra que seguir a Cristo. No tenemos otro bien que proponer; nadie puede proponer un bien mayor. Seguir a Cristo quiere decir: “trata de encontrarte a ti mismo, trata de encontrar el sentido de tu vida de la manera más profunda y auténtica posible, trata de encontrarte a ti mismo como hombre, siguiendo a Cristo; porque solo Cristo, como nos enseña el Concilio, “manifiesta plenamente al hombre el misterio del hombre”; sigue a Cristo porque sólo a la luz de Cristo podrás entender que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo y sólo estando con Cristo darás forma concreta a tu proyecto de vida entre las muchas vocaciones y ocupaciones de la vida que aparecen ante ti y podrás ser hombre, como dice san Pablo “en la medida del don de Cristo” (Ef.4,7).
Si queremos de verdad a los jóvenes, hemos de ayudarlos en la búsqueda de la vocación a la que Dios les llama, dejándoles plena libertad en esa búsqueda y plena libertad en su elección, pero sin dejar de mostrarles el valor esencial de cada una de esas posibles opciones.
Y como el amor siempre busca proponer el bien mayor, no excluyamos la posibilidad de proponer, como hace Cristo al joven rico, la posibilidad de “dejarlo todo por Él”. Jesús le propone ser apóstol. Le hace la misma propuesta que hizo a Pedro y a Juan y a Felipe y a los demás apóstoles. Nosotros queridos hermanos sacerdotes, debemos pedir luz al Señor para saber identificar bien esas vocaciones. “La mies es mucha y los obreros son pocos”. Nuestra diócesis tiene una gran necesidad de sacerdotes. Lo sabéis muy bien. En todos los lugares que visito me piden más sacerdotes. Y no digamos en otras diócesis de España y de fuera de España. Oremos nosotros mismos y pidamos a los demás que recen por esta intención. Y, ante todo, intentemos que nuestra vida sea un ejemplo de entrega gozosa al Señor que arrastre con su ejemplo a muchos jóvenes. Hay muchos jóvenes generosos, que han experimentado en su vida el amor de Cristo y que necesitan de nosotros, sacerdotes, que les mostremos y les propongamos este modo concreto de servir al Señor para poder descubrir en sí mismos la posibilidad de seguir un camino parecido. La próxima beatificación de Juan Pablo II, la Jornada Mundial de la Juventud y la presencia cercana, entre nosotros del sucesor de Pedro, va a remover el corazón de muchos jóvenes. Nosotros, sacerdotes, tenemos una gran oportunidad y una gran responsabilidad para acoger, escuchar y acompañar a esos jóvenes y para poner en nuestra diócesis unos criterios y unas bases sólidas para la pastoral vocacional. El Señor sigue llamando a su seguimiento como llamó al joven del evangelio. Estemos muy atentos a esas llamadas del Señor.
En esta Misa Crismal, renovando nuestras promesas sacerdotales, volvamos a la fuente de nuestro sacerdocio. Pongamos nuestra mirada en el Cenáculo y contemplemos al Señor que, después de lavar los pies a sus discípulos y de entregarles su Cuerpo y su Sangre, en el pan y en el vino, les dijo, y sigue diciéndonos a nosotros: “Haced esto en memoria mía”.
No sabemos si María estuvo en el Cenáculo, en la última Cena. Pero la última Cena fue una anticipación del Calvario. Y María sí estuvo en el Calvario. María sí estuvo junto a la Cruz de su Hijo participando en su sacrificio redentor. Ese sacrificio redentor que se renueva permanentemente en el altar por el ministerio de los sacerdotes. Que Ella la Madre del Redentor, la Madre de los sacerdotes y la Madre de todos los redimidos nos bendiga y nos haga participar en ese amor inefable que llevó a su Hijo Jesús a entregar su vida por nosotros. Amen