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HOMILÍA- FUNERAL DE D. FRANCISCO
(8 de Marzo de 2004)

Como los discípulos de Emaus hemos vivido también nosotros, en estos días, momentos de desolación y dolor; pero el Señor ha salido a nuestro encuentro y se ha puesto a caminar con nosotros. Y su Palabra nos llena de paz. Y, reunidos hoy con Él en la mesa eucarística, los ojos de nuestra fe se abren y le reconocemos vivo y resucitado en medio de nosotros; y, con la fuerza y la gracia de su Espíritu, podemos decir con las palabras del apóstol Pablo: la muerte de nuestro querido obispo D. Francisco “ha sido absorbida en la victoria de Cristo. ¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”

La Iglesia nos ofrece en el oficio de difuntos un precioso texto de S. Anastasio de Antioquia para nuestra meditación en momentos como este. Dice el santo: “Los muertos que tienen como Señor al que volvió a la vida ya no están muertos sino que viven(...) Como Cristo que, una vez resucitado de entre los muertos ya no muere más, así ellos también, liberados de la corrupción, no conocerán ya la muerte y participarán de la resurrección de Cristo como Cristo participó de nuestra muerte (...) Cristo descendió a la tierra para librar nuestras vidas de la corrupción y atraernos hacia Él trasladándonos de la esclavitud a la libertad (...) Cristo nos ha precedido con su gloriosa resurrección y transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su cuerpo glorioso”

Esto es lo que tantas veces ha predicado D. Francisco y esto es lo que hoy nosotros proclamamos y celebramos: que la gran victoria sobre la muerte ya ha comenzado en Jesucristo resucitado; que, en Cristo resucitado, ha comenzado ya una nueva creación; que, en Él, somos criaturas nuevas; y que lo viejo, lo corruptible, lo mortal será transformado por Dios con un nuevo acto creador para que, un día, por obra del Espíritu Santo, todos lleguemos a ser, en Cristo Jesús, plenamente hijos de Dios, con un cuerpo glorioso como el suyo, contemplando el Rostro del Padre y gozando para siempre de su Amor.

Mirando, desde la fe, el paso de D. Francisco entre nosotros lo vemos como una prueba más del amor de Dios. Su paso ha dejado un rastro de bondad. Los que hemos vivido y trabajado con él de una forma muy cercana, podemos decir que él ha sido para nosotros, signo y sacramento de Jesucristo Buen Pastor, que da la vida por las ovejas. Ha sido para nosotros hermano, amigo, padre y maestro, dándonos siempre seguridad y confianza para afrontar los problemas. Lleno de fe, enamorado de Jesucristo y de su sacerdocio y dotado de unas cualidades extraordinarias de simpatía y de inteligencia, sabía ir siempre a la solución de los problemas concretos y sobre todo a cada persona en particular y de una manera muy especial a sus seminaristas y sacerdotes. Su preocupación constante ha sido la evangelización: llevar a todas las gentes el gozo del evangelio. Y, por eso, era en él casi una obsesión crear parroquias nuevas en los nuevos barrios que continuamente han ido surgiendo en nuestra diócesis, llenos de gente joven y de nuevas familias; y preparar buenos sacerdotes, en su seminario, para atender esas parroquias. “Donde haya un buen sacerdote, allí habrá una buena parroquia”, me comentaba muchas veces. No era, como sabéis amigo de organigramas, ni de estructuras pastorales complicadas o de planteamientos teóricos, que en, en el fondo sirven para muy poco; sino que, lleno de sabiduría práctica y con un corazón de pastor desbordante de amor, lo que quería y hacía era ir directamente a las personas trasmitiéndoles el amor a Cristo y a la iglesia que él tan intensamente vivía. Cuando hablábamos de planes y proyectos pastorales, al final siempre terminábamos comentando las palabras de Juan Pablo II en “Novo Millenio Ineunte” : “No se trata de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre recogido por el Evangelio y por la Tradición viva de la Iglesia. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”. Siempre me ha admirado la capacidad que tenía para llegar a todo tipo de gente y para decir a cada uno, muchas veces, en un tono festivo y con alborozo, las palabras oportunas. Podemos decir que Dios nos ha dado un gran regalo con la vida y la palabra de D. Francisco y que la diócesis Getafe ha encontrado en su ministerio episcopal unos fundamentos y unos frutos que nosotros ahora, con la ayuda de Dios hemos de seguir desarrollando.

Ahora nos queda caminar hacia delante y seguir el rastro que él nos dejado. Y lo hacemos con mucha confianza porque sabemos que Jesucristo, el único y verdadero Pastor, del que D. Francisco fue un fiel servidor, nos acompaña y nos guía. Y por eso hoy podemos repetir con mucha fe las palabras del salmo: “El Señor es mi Pastor y nada me falta (…) Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tu vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan (…) Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término”. En estos días, la comunidad diocesana de Getafe se ha sentido especialmente unida y Dios ha despertado en todos nosotros, sacerdotes, seminaristas, religiosos y laicos deseos muy hondos de fidelidad al Señor.

Es mucho lo que hay que hacer. Tenemos que mirar hacia delante con esperanza. Este mundo nuestro, tan aparentemente alejado de Dios, no puede vivir sin Dios. Nuestro mundo, las gentes de nuestros barrios y parroquias tienen hambre de verdad y de amor, tienen hambre de vida, de esa vida que solamente Jesucristo, muerto en la cruz por nuestros pecados y resucitado de entre los muertos, puede darles. Hay mucha gente cansada y decepcionada que como la mujer samaritana acude a ese nuevo pozo de Jacob, que es la Iglesia, buscando calmar su sed de Dios.

Que las huellas de un pastor bueno, como D. Francisco, aviven en nosotros el deseo de ser miembros vivos del Cuerpo de Cristo y sepamos ofrecer a esas gentes, hambrientas de Dios, el alimento que les sacie; y se cumplan en nosotros las palabras del profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: “En aquel día preparará el Señor para todos los pueblos un festín de manjares suculentos (…) Aniquilará la muerte para siempre. El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros (…) Aquel día se dirá: aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara. Celebremos y gocemos con su salvación”

El amor maternal de María nos acompaña y protege de una manera muy especial en estos momentos. Junto a la imagen bendita y venerada de la Virgen de los Ángeles, patrona de la Diócesis, descansa el cuerpo de D. Francisco esperando la resurrección de los muertos. A ella nos dirigimos nuevamente y a su cuidado maternal encomendamos toda la Diócesis: “Vida, dulzura, esperanza nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.” Amén.