D Jose

En el último mes del año litúrgico somos invitados por la Iglesia a dirigir nuestra mirada de fe a las realidades últimas, esas que sostienen nuestra esperanza. El quicio sobre el que se apoya toda nuestra fe es la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. No somos seguidores de un personaje del pasado que vive simplemente en el recuerdo de quienes quieren imitarle. Seguimos a Quien vive para siempre porque ha derrotado el pecado y su última consecuencia que es la muerte. El encuentro con Jesucristo no es el resultado de una imaginación fantasiosa, sino la comunión con una Presencia que se nos regala poniendo en juego en el núcleo más íntimo de nuestra libertad. Comienza noviembre con la solemnidad de Todos los Santos, rezamos por los fieles difuntos, escuchamos en la Liturgia la palabra viva del Señor que nos llama a la vigilancia, brota de nuestros labios la súplica profunda del corazón “¡Ven, Señor Jesús!” y alcanzamos la meta de un ciclo anual que nos acerca al Cielo proclamando que Jesucristo es Rey del Universo, Señor de todos y de todo. La vivencia del año litúrgico tiene en la vida eterna el criterio más seguro de autenticidad: quien recorre el año en docilidad al Espíritu Santo acompañando a Cristo en los misterios de su vida ve acrecentado su deseo del Cielo, es decir, de estar siempre con el Señor.

En la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, el papa Francisco ha recordado, comentando la parábola evangélica del Juicio universal, la paradoja cristiana: en su muerte y resurrección, Jesús se muestra como el Señor de la historia, el Rey del universo, el Juez de todo, y al hacerlo no se reviste de una realeza temible, sino que se presenta como un pastor lleno de mansedumbre y misericordia. El rey-pastor se identifica con la oveja perdida, es decir, con los hermanos más pequeños y necesitados. Y ahí revela el criterio del juicio: «se efectuará sobre la base del amor concreto dado o negado a estas personas, porque Él mismo, el juez, está presente en cada una de ellas». Se entiende entonces por qué el Papa quiso instaurar la Jornada Mundial de los Pobres precisamente en el mes en que la Liturgia eleva nuestro corazón hasta los bienes eternos: al final de la vida se revelará la realidad y la apariencia de este mundo (el éxito, el poder y el dinero) se desvanecerá; la verdadera riqueza, el amor, lo que hemos dado, entonces se revelará. «Si no queremos vivir pobremente, pidamos la gracia de ver a Jesús en los pobres, de servir a Jesús en los pobres».