CURSILLOSclarawebLa edición número 91 de los Cursillos de Cristiandad de la Diócesis se celebró del 28 al 31 de mayo. En ella participó un grupo de 24 fieles, que se reunieron en la Casa Cristo Rey de Pozuelo de Alarcón.

 

El fin era participar en esta actividad formativa, de la que da testimonio en la crónica que se reproduce a continuación Clara Fernández, una joven de Alcorcón que narra así su experiencia personal:


“A veces, a pesar de llevar una vida de fe, te asaltan las dudas y necesitas que alguien te aclare las ideas. Esto fue lo que me ocurrió a mí.
A principios de mayo fui a hablar con el sacerdote para contarle el revoltijo de cuestiones que en esos momentos me producían tanto dolor de cabeza, esperando una solución. Entonces me habló de una medicina muy buena que cura toda enfermedad del alma. Se llamaba Cursillos de Cristiandad, que nuestra Diócesis realiza cada cierto tiempo y que esta vez dirigía él.
Era la primera vez que oía hablar de estos cursillos y lo primero que le pregunté cuando me propuso realizarlos fue: “¿Se puede hablar y usar el móvil?”. El sacerdote sólo me repetía constantemente “fíate de mí”, pues todo lo que ahora me preguntaba se iba a resolver allí, y entonces me dije: ¿por qué no?
Así que del 28 al 31 de mayo llegué a la Casa Cristo Rey de Pozuelo en busca de ese remedio tan curativo. De pronto, me vi rodeada de 23 personas mayores que yo y a las que no conocía de nada, con las que tenía que convivir durante cuatro días. La primera impresión que tuve fue: ¿dónde me he metido?... No vamos a poder mirar el móvil, apenas hay tiempo libre, no hay nadie de mi edad… En seguida me di cuenta de que era necesario desconectar y dedicar esos cuatro días a pensar. Los coordinadores, los sacerdotes y todos los que a partir de ese jueves iban a ser mis compañeros se mostraron muy cercanos, gente que nunca habías visto y que te trataban como si fueses de su familia. Me sentía muy bien en aquel ambiente.
Demasiados sentimientos confusos para el primer día, que a partir del segundo comenzaron a disiparse. El cursillo comenzó con numerosos ponentes que compartían sus experiencias de vida, que no dejaron indiferente a nadie. Todos nos sentíamos identificados con cada una de las charlas, eran estupendas y muy entretenidas. Hablaban de un ideal, de un objetivo que toda persona se marca en la vida y le da sentido, que supone ilusión y esfuerzo. Decían que había que comerse los prejuicios y dejarse empapar. Me empecé a desmoralizar, pensé que era demasiado joven para entender todo esto, que aquello no era para mí. Me quería escapar de allí.
La única condición que se puso cuando comenzamos el primer día fue “estar dispuestos a abrir el corazón” y dejar que Dios te inunde de su gracia. Todo estaba previsto, sólo había que dejarse hacer y esperar hasta el final. Entonces, al escuchar todas las charlas, al hablar con los demás que te cuentan sus vivencias y problemas, y que a pesar de todo te miraban con una sonrisa, empecé a darme cuenta de que realmente estaba siendo demasiado terca, porque esa alegría que a mí me faltaba tenía algo común: que Dios estaba en sus vidas y también yo le tenía, pero le ponía peros.
Fue gracias a ese sacerdote cuando recapacité. He de decir que me costó abrir el corazón porque había cosas que seguía sin comprender. Mantuve numerosas conversaciones con los curas, siempre dispuestos a escucharme, y me agobiaba al ver que aquello se acababa y todavía no había llegado a la meta que me propuse al comenzar los cursillos. Pero algo sí tenía muy claro: no perdía nada, lo podía ganar todo, había que esperar.
Y el último día llegó, fue en la Eucaristía del domingo cuando, mirando a la Cruz, escuché ‘Nadie te ama como yo’, una canción que, aunque había oído varias veces, en esa ocasión sonaba de una manera diferente. Cuando escuché una frase que decía “a tu lado he caminado. Junto a ti yo siempre he ido. Aunque a veces te he cargado yo he sido tu mejor amigo”…, es ahí cuando comprendí que alguien y no algo estaba llamando a mi puerta, a la de mi corazón, que estaba cerrada con llave y que únicamente yo podía abrir, porque te das cuenta de que Dios enamora y no puedes renunciar a Él, aunque tengas dudas, aunque haya cosas que no entiendas. Si te fías de Él, te acaba calando con su amor.
Los testimonios de antiguos cursillistas que ya habían vivido su experiencia, y el ver a todos tan felices, ayudaron mucho. Sabiendo que hay personas con situaciones tan difíciles que llevan a la desesperación te das cuenta de cómo creer en Dios, ese alguien del que nos hablaban, te ayuda a superar toda adversidad y cambia tu vida para siempre. Ahí supe que realmente no hay nada sin Él.
Me costó hasta el último momento, pero me alegro mucho de haber accedido a realizar el cursillo número 91 de la Diócesis de Getafe, del que me llevo una grata experiencia que siempre recordaré. Dios tiene algo pensado en todo momento, te habla mediante indirectas, con palabras adaptadas para ti, a las que es imposible llamar casualidad. Justo lo que necesitaba lo encontré en aquella casa. Los que me recomendaron vivir esta aventura tenían razón.
Llegué con ganas de marcharme y el domingo no me quería ir, porque esto suponía volver al mundo real. Estaba muy a gusto. Pero había que hacerlo, era la hora de sembrar lo aprendido, de, a partir de ese momento, ser mejor cristiano, contar a todos lo que ha sucedido durante ese tiempo y, principalmente, de rezar y formarse, porque esto es una preparación constante para poder hacer partícipes a los demás de lo que ha hecho Dios contigo en estos días.
El que te invita a unos cursillos es únicamente intermediario de Dios, pues sólo Él sabe por qué elige a unos pocos a los que quiere cambiar la historia de su vida. La medicina ha sido muy efectiva y la llave que ha abierto mi corazón tiene efectos que duran para siempre. Mi vida estaba en blanco y negro y Dios la ha pintado de colores”.