12/10/2025. La Basílica del Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles ha acogido la ordenación de tres nuevos presbíteros: Antonio Sánchez, Enrique Sebastián, ambos del Seminario diocesano, y Francisco Javier Valencia, hermano de San Juan de Dios. El obispo de Getafe, Mons. Ginés Garcia Beltrán ha presidido la celebración.
A continuación, la homilía completa:
Queridos hermanos en el episcopado. Saludo con afecto fraterno a nuestro Obispo auxiliar, y al Obispo emérito.
Querido Superior Provincial de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios.
Queridos hermanos sacerdotes; Sr. Vicario general y Vicarios episcopales.
Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.
Queridos hijos Antonio, Enrique y Javier que hoy recibís el don del sacerdocio ministerial.
Queridos diáconos y seminaristas.
Queridos consagrados y consagradas.
Queridos padres, familiares y amigos de los ordenandos.
Hermanos y hermanas en el Señor.
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido» (Is 61,1).
Con estas palabras del profeta Isaías, nos introducimos en el misterio que hoy celebramos: la ordenación presbiteral de estos hermanos nuestros. No es una iniciativa humana, aunque acontece en lo humano y lo transforma. Es una acción del Espíritu. Hoy, por la imposición de manos y la oración de consagración, Cristo mismo consagra a estos hombres para que sean presencia suya en medio del pueblo
Celebramos, por tanto, una gracia. Una gracia que nos desborda, transformando la existencia de unos hombres que escucharon la llamada y dejándolo todos lo siguieron a Él, a Jesús, que es capaz de tocar y cambiar el corazón humano. Y lo siguieron, conscientes de su pobreza, pero confiados en que es fiel quien llama. Esta gracia no se puede entender sin la cruz, sin la Palabra, sin la Eucaristía, sin el pueblo. En cada vocación sacerdotal se revela la fidelidad de Dios, su amor que no se cansa, su ternura que llama y envía.
“Yo soy el Buen Pastor”
Jesús se presenta en el Evangelio como pastor, no se presenta como un potentado, ni como un sabio, o un héroe. Y no cualquier pastor, sino el “Buen Pastor”, el que da la vida por sus ovejas. En este texto del evangelio de San Juan que hemos proclamado, no se nos ofrece una teoría del ministerio, sino una imagen viva: el pastor que conoce a sus ovejas, que las llama por su nombre, que las defiende del lobo, que no huye, sino que permanece. Y no podía ser de otro modo porque nosotros seguimos a Cristo, con el cual somos configurados, y en su persona actuamos.
Vosotros, queridos ordenandos, sois llamados a ser pastores según el corazón de Cristo. No funcionarios del culto, ni gestores de lo sagrado, sino hombres que se desgastan por amor. Como dice el salmo: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”. Vuestra vida debe ser canto de misericordia, testimonio de ternura, presencia que consuela.
San Juan de Ávila, maestro de sacerdotes, decía: “El sacerdote es un hombre que lleva a Dios en su corazón y a los hombres en sus entrañas”. ¡Qué definición tan certera! Llevar a Dios en el corazón implica intimidad, oración, adoración. Llevar a los hombres en las entrañas implica cercanía, compasión, entrega. El sacerdote no vive para sí, vive para Dios y para su pueblo.
“Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro”
El sacerdocio es un don, pero como nos ha recordado el apóstol San Pablo, el tesoro lo llevamos en vasijas de barro. El ministerio no es una conquista, sino una gracia. “Por la misericordia de Dios hemos recibido este ministerio”. No lo merecemos. No lo hemos ganado. Lo hemos recibido. Y lo llevamos en vasijas de barro. Somos frágiles, vulnerables, limitados. Pero en esa fragilidad se manifiesta la fuerza de Dios.
Hoy, más que nunca, el ministerio sacerdotal enfrenta tentaciones que pueden desfigurarlo. El individualismo, que nos encierra en nosotros mismos y nos hace olvidar que somos parte de un cuerpo. El activismo, que nos lleva a hacer muchas cosas sin saber por qué ni para quién. La superficialidad, que nos hace vivir en la apariencia, sin profundidad. Y el no permanecer, esa tentación de la inconstancia, del abandono, o del cansancio. Os lo quiero volver a decir, queridos hermanos sacerdotes, debemos estar donde el Señor, a través de la Iglesia, nos envía, debemos permanecer, que la gente nos encuentre siempre, y siempre disponibles.
Frente a estas tentaciones, el Señor nos ofrece caminos de fidelidad: la intimidad con Él, el encuentro con su Palabra, la celebración de la Eucaristía, la fraternidad sacerdotal, la comunión. Estamos llamados a ser hombres de comunión como dice el rito de ordenación: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que haces, imita lo que celebras y conforma tu vida con el misterio de la cruz”.
“Me ha enviado a proclamar la buena noticia”
Isaías nos habla de una misión: proclamar la buena noticia a los pobres, vendar los corazones rotos, anunciar la libertad. Esta es la misión del sacerdote: ser mensajero de esperanza, servidor de la alegría, testigo de la libertad que viene de Dios. No sois enviados a condenar, sino a consolar. No a juzgar, sino a sanar. No a imponer, sino a acompañar.
San Juan de Dios, cuya caridad desbordante lo llevó a cuidar a los enfermos, a los pobres, a los marginados, nos enseña que el ministerio no se vive en el templo solamente, sino en las periferias, en los hospitales, en las cárceles, en las calles. Su vida fue una Eucaristía vivida. Vosotros estáis llamados a celebrar la Eucaristía, sí, pero también a ser Eucaristía: pan partido para los demás.
“Hombres de y en relación”
El ministerio sacerdotal no se vive en solitario, porque no se puede vivir en solitario sin caer en el peligro de desvirtuarlo. No es una vocación para el aislamiento, sino para la comunión. El sacerdote es, ante todo, un hombre de relación. Su identidad se configura en el vínculo: con Dios, con el obispo, con sus hermanos presbíteros y con el pueblo que se le confía. El papa Francisco lo expresó con una imagen profunda y sugerente al hablar de las cuatro cercanías o proximidades del sacerdote.
La primera y la más esencial es la cercanía a Dios. El sacerdote no puede sostener su ministerio sin una relación viva con el Señor. Su vida debe estar anclada en la oración, en la escucha de la Palabra, en la adoración silenciosa.
El sacerdote no es un francotirador pastoral. Está insertado en una comunión más grande, presidida por el obispo, principio visible de unidad en la Iglesia particular. Esta mirada no es sólo institucional, es filial. El obispo no es un superior, es un padre. Y el sacerdote, en comunión con él, vive su ministerio como parte de un cuerpo. Esta comunión no siempre es fácil, pero es fecunda. En ella se manifiesta la unidad de la Iglesia, la armonía de los carismas, y la belleza de la corresponsabilidad.
El sacerdote necesita de sus hermanos para compartir la misión, sostenerse en la debilidad, y para celebrar la alegría. La fraternidad sacerdotal no es opcional, es constitutiva. En tiempos de soledad, de tentación, de cansancio, el hermano sacerdote puede ser bálsamo, y ser luz. Cuidar esta fraternidad es cuidar el corazón del ministerio.
Por último, aunque no es lo último, el sacerdote no se ordena para sí, sino para el pueblo. Es enviado a servir, a enseñar, a santificar. Su mirada debe ser la de Cristo: compasiva, cercana, y paciente. No mira desde arriba, sino desde dentro. No juzga, sino que acompaña. Como san Juan de Dios, que se hizo pobre con los pobres, enfermo con los enfermos, para ser presencia de Dios en medio de ellos. El pueblo no es una carga, es la razón de ser del ministerio. Como olvidar esa imagen clásica del “loco de Granada, el loco de Dios” cargando con el pobre, pero la carga se convierte en abrazo, lo carga abrazándolo. Así debe ser nuestro ministerio, ser puente, no muro; pastor y padre, especialmente de los más necesitados.
María, madre de los sacerdotes
Y al final, como siempre, está María. Madre de los sacerdotes, y Madre de la esperanza. Ella estuvo en Caná, cuando faltaba el vino. Ella estuvo en el Calvario, cuando faltaba la luz. Ella estuvo en Pentecostés, cuando nacía la Iglesia. Ella está hoy, en esta ordenación, acompañando a sus hijos, intercediendo por vosotros, sosteniéndoos en la misión. A ella os encomiendo, queridos hermanos.
Queridos hermanos, hoy comienza para vosotros una nueva etapa. No siempre será fácil, pero siempre será hermosa. El Señor va con vosotros, la Iglesia os acompaña, y el pueblo santo de Dios os espera. Sed pastores según el corazón de Cristo, hombres de Dios y de los hombres. Sed servidores de la misericordia y testigos de la esperanza.
Vuelve a ver la celebración en el siguiente vídeo: