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HOMILÍA DOMINGO DE RAMOS 2005

Queridos amigos y hermanos:

El domingo de Ramos nos introduce en la Semana Santa. Con esta celebración la Iglesia entra litúrgicamente en la contemplación del Misterio del Señor, crucificado, sepultado y resucitado.

El recuerdo de la entrada del Señor en Jerusalén, con el que hemos comenzado nuestra celebración es, a la vez, el presagio o la profecía del triunfo real de Cristo y el anuncio de su dolorosa pasión. Los ramos que tenemos en nuestras manos son el signo de que Cristo con su muerte en la cruz destruyó para siempre nuestra muerte y resucitando, glorioso, restauró la vida. Jesucristo, nuestra Señor, como acabamos de escuchar en la carta a los Filipenses, “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió un nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor! Para gloria de Dios Padre” (Fil.2,6-11). Si después conservamos en nuestros hogares las palmas y los ramos, que hoy hemos bendecido, será para dar testimonio público de nuestra fe en Jesucristo, nuestra Rey y Mesías, y en su victoria pascual. Porque, como diremos en el Prefacio: “ Es justo darte gracias, Señor Padre Santo ... porque en la Pasión salvadora de tu Hijo, el universo aprende a proclamar tu grandeza y, por la fuerza de la cruz el mundo es juzgado como reo y el Crucificado exaltado como juez poderoso”. Que las palmas y los ramos sean la señal, que permanente nos recuerde, a lo largo del año, que, en la cruz de Cristo y en su resurrección, el pecado y la muerte han sido definitivamente vencidos; y el miedo o la desesperanza, ya no pueden dominar nuestras vidas, porque han desaparecido para siempre en aquellos que han sido marcados y sellados con el signo de la cruz gloriosa del Señor.

En la liturgia de este día, pórtico de la Semana Santa, la Iglesia quiere que escuchemos con emoción y meditemos atentamente el relato de la Pasión del Señor.

Jesús no retrocede, se somete a todos los ultrajes de los hombres. Es precisamente esto, su entrega y abnegación hasta la muerte en cruz en medio de la historia, lo que hace de Él, el Señor de la historia. Lo que sucedió una vez en la historia es, como la manifestación visible de lo que sigue sucediendo de lo que sigue sucediendo, trágicamente, en la historia de la humanidad. Dios sigue siendo “golpeado”, sigue siendo cubierto de “insultos y salivazos”, mientras que Él, por nosotros y por nuestra salvación, sigue cargando con nuestro pecado y con nuestra inmundicia y se sigue rebajando hasta someterse incluso a la muerte.

En la pasión, según S. Mateo, podemos detenernos en algunos puntos:

En primer lugar: la última cena del Señor. Jesús se entrega eucarísticamente a su
Iglesia. Quiere estar realmente presente en el pan eucarístico, hasta el fin de los siglos, con los que el Padre le ha confiado, perpetuando en el altar el sacrificio de la cruz. Y esta entrega del Señor se va a producir después que Jesús ha revelado el nombre del traidor que le va entregar (26,25), por tanto, con la pasión ya a punto de consumarse y con la certeza de que “esta misma noche” todos sus seguidores, incluso Pedro, “van a caer por su causa”. Jesús sabe que debe sufrirlo todo en la soledad más completa. En el monte de los Olivos los apóstoles se dormirán. Jesús carga con el pecado del mundo en la más absoluta soledad. Incluso el rostro del Padre parece ocultarse: “Si es posible que pase de mi este cáliz”. En el Antiguo Testamento el cáliz es la imagen de la “ira “ de Dios por el pecado del hombre. Pero Jesús, que ya se ha entregado eucarísticamente, va a tomar como cordero , que quita el pecado del mundo, lo aparentemente insoportable, según la voluntad del Padre: en nuestro lugar, por nosotros.

En segundo lugar: Jesús va a ser negado por el discípulo en el que más confía. Por Pedro: el representante de la Iglesia futura. Y Pedro le niega por miedo. En el momento en que Jesús es llevado ante el Sanedrín nadie cree que Él pueda ser el Mesías combativo y triunfador que esperaban los judíos. Pedro tiene miedo de ser reconocido como discípulo del condenado. Ese hombre que se tiene por Mesías y por juez del mundo (26,63-64) no se corresponde en absoluto con la imagen política y triunfal del “mesías” que ellos se habían imaginado y que en el fondo era una deformación de la fe de Abraham. En Pedro estamos representados todos los que por miedo a no desentonar o por temor a contradecir lo “políticamente correcto” negamos a Jesús, ocultando o disimulando nuestra condición de discípulos suyos. También nosotros, en muchos momentos, decimos como Pedro: “no conozco a ese hombre”.

Que estos días de semana santa la contemplación de la pasión del Señor ponga al descubierto nuestras cobardías; y, fortalecidos por su amor misericordioso, lloremos amargamente como Pedro nuestros pecados de omisión y abracemos con el Señor la cruz que nos salva.

Finalmente fijémonos cómo el evangelista S. Mateo describe el momento de la muerte del Señor: “El velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se rajaron y las tumbas se abrieron...”. Son rasgos apocalípticos que nos indican el juicio de Dios sobre el mundo: “Por la fuerza de la cruz el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso”. El evangelista S. Juan pondrá en boca de Jesús estas palabras: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera y yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mi” (Jn.12,31). Meditemos estos días en el triunfo de la cruz. “La predicación de la cruz – nos dice S.Pablo- es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.(1 Cor.2,18)”

Dejemos que la cruz del Señor juzgue nuestras vidas. Dejemos que la cruz del Señor juzgue nuestro mundo y la cultura de muerte que pretende dominarlo. Y abrámonos todos a misericordia, pidiéndole al Señor que desde la cruz nos muestre la sabiduría que salva al hombre y le abre las puertas de la vida verdadera.