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VIERNES SANTO - 2007

Acabamos de escuchar con emoción el relato conmovedor de la pasión de nuestro señor Jesucristo según San Juan. En ella contemplamos el misterio del Crucificado con el corazón del discípulo amado y con el corazón de la Madre del Señor. La pasión nos sitúa, como veíamos ayer, en lo que el evangelista llama la “hora” de Jesús. Para el evangelista la pasión es el momento de mayor abatimiento, pero también el de mayor exaltación. Es la “hora” de la glorificación de Jesús, donde “el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso”. La vida eterna comienza aquí, en la cruz; del costado abierto de Cristo brota la Iglesia, brotan los sacramentos. La cruz elevada sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y de esperanza.

Juan, teólogo y cronista de la pasión nos lleva a contemplar el misterio de la cruz de Cristo como una solemne liturgia. Todo es digno, todo es solemne, todo está lleno de símbolos. En cada palabra y en cada gesto se nos está revelando el amor infinito de Dios a los hombres. Los títulos con los que el evangelista se va refiriendo a Jesús constituyen todo un tratado sobre el misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Jesús es Rey. Lo dice el letrero que hay sobre la cruz y así se lo manifiesta el mismo Jesús a Pilato: “Tu lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad: todo el que es de la verdad escucha mi voz”. El reino de Jesús es el reino de la verdad, el reino de los que aman la verdad y la buscan. Jesús es la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Los que matan a Jesús son los que viven en la mentira. Pilato sucumbe, por miedo, ante la mentira, no se atreve a afrontar la responsabilidad de defender la verdad, le asusta perder sus privilegios y de una manera consciente, sabiendo lo que hace, envía al patíbulo a un inocente. El drama de nuestro mundo es la mentira: una mentira que niega la realidad, confunde el bien con el mal y persigue y arrincona y mata a los inocentes. Cuando los hombres niegan a Dios terminan también negando al hombre y acaban llamando progreso a lo que pura y simplemente es negación de la vida, de la libertad y del dignidad del ser humano. Jesús es el Testigo veraz, el primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra (cf Apoc.1,5). La muerte de Cristo en la cruz es la victoria sobre la mentira y el comienzo del reino de la verdad. En Cristo muerto y resucitado el hombre alcanza la verdad.

Jesús es sacerdote y templo a la vez, con la túnica sin costura que los soldados echan a suertes. El hecho de que los soldados coloquen aparte la túnica de Jesús y las características de esta túnica (que se corresponden con las de la túnica del sumo sacerdote de la antigua alianza) está indicando el carácter sacerdotal de Jesús. La intención del evangelista es presentar a Jesús como el sumo sacerdote en el momento supremo en que ofrece el sacrificio. En este caso, Jesús es también la victima y también es el altar y el templo. “Así es el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos” (Heb.6,26) “De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Heb. 6,24)

Jesús es el nuevo Adán, junto a la madre, nueva Eva, Hijo de María y esposo de la Iglesia. S. Juan Crisóstomo comenta así la muerte de Jesús: ”Muerto ya el Señor, uno de los soldados se acercó con la laza y le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua: agua como símbolo del bautismo; sangre como figura de la Eucaristía. El soldado le atravesó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada (...) He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó pues la Iglesia, como del costado de Adán se formó Eva” (S. Juan Crisóstomo. Of. Lect. Viernes Santo). El soldado que traspasó el costado de Cristo de la parte del corazón no se dio cuenta de que cumplía una profecía y realizaba un último e impresionante gesto litúrgico. Del corazón de Cristo brotó sangre y agua. La sangre de la redención, el agua de la salvación; la sangre es signo de aquel amor más grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu, la vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros.

Jesús es el sediento de Dios, el ejecutor del testamento de la escritura, el dador del Espíritu Santo. Es el Cordero inmaculado e inmolado al que no le rompen los huesos. Es el Exaltado en la cruz que todo lo atrae a sí, por amor, cuando los hombres vuelven a Él su mirada.

La madre estaba allí junto a la cruz. No llegó de repente al Gólgota. Ella fue siguiendo paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo. Está allí, junto a la cruz, solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. La maternidad de María tiene, como la redención de Jesús, un alcance universal. María contempla y vive el misterio con la majestad de una esposa y con el dolor inmenso de una madre. Juan la glorifica con el recuerdo de su maternidad. Fue la última voluntad de Jesús, su último testamento, su último y más precioso regalo. Nos regala a su madre para que en nuestra vida siempre haya una presencia materna. Y María será fiel a la palabra: He ahí a tu hijo.

Dentro de un momento nos postraremos ante la cruz del Señor para adorarle. “En la cruz, Señor, te has hecho reconocer, porque en ella eres el que sufre, el que ama y el que es ensalzado. Precisamente desde allí has triunfado. En las horas de oscuridad y turbación ayúdanos a reconocer tu rostro. Ayúdanos a creer en ti y a seguirte en el momento de la soledad y de las tinieblas. Muéstrate de nuevo al mundo en esta hora. Haz que se manifieste tu salvación.