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ORDENACIÓN DE PREBÍTEROS
(12 de Octubre de 2007)
(Hech. 2,14.36-61; I Ptr. 2.20-25; Jn. 10,1-10)
Queridos sacerdotes, queridos seminaristas, queridos amigos y hermanos; y muy especialmente queridos diáconos, que hoy vais a recibir el Sagrado Orden del Presbiterado. Saludo con mucho afecto a vuestros padres y familiares: ellos han tenido una parte muy importante en vuestra vocación y estoy seguro de que están viviendo este momento con mucha alegría y emoción. Para todos: mi gratitud y mi cariño.
Hemos escuchado en el evangelio las palabras de Jesús en las que Él explica el sentido de su vida y de su ministerio con la imagen del pastor. Jesús lleva a su cumplimiento la profecía de Ezequiel: “Yo mismo, en persona, cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas” (Ez. 34,11). En Jesús no puede haber más cercanía de Dios. En Jesús, Dios aparece entre nosotros como el Pastor del que nos habla el salmo 22. Estando junto a Jesús, podemos decir como el salmista: El Señor es mi Pastor y nada me falta (...) Su bondad y su misericordia me acompañan todos los días de mi vida”.
Sin embargo, cuando leemos el evangelio de S. Juan llama la atención que no comience este importante discurso sobre el Buen Pastor diciendo Jesús. “Yo soy el Buen pastor”; sino que comienza utilizando otra imagen. Comienza diciendo: “Yo soy la Puerta”. “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas” (Jn.10,1).Para ser verdadero pastor y no salteador hay que entrar por la puerta, que es Cristo; hay que entrar en comunión personal con Cristo. Si pretendemos entrar por otras puertas: por la puerta de nuestros intereses personales, o por la puerta de nuestro afán de protagonismo o por la puerta de los dictados de este mundo, nos convertimos en ladrones y bandidos. Sólo hay una puerta para entrar en el cuidado del rebaño; y esa puerta es Jesús.
Queridos diáconos, que hoy vais a ser ordenados presbíteros, el Señor os llama para hacerse presente, por medio de vosotros, entre los hombres como el Pastor Bueno que cuida con amor de su pueblo. Y sólo le haréis presente si entráis por la puerta que es Jesús, viviendo íntimamente unidos a Él y teniendo sus mismos sentimientos. Toda la vida del Señor es manifestación constante de un amor que da la vida. El siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas como ovejas sin pastor (cf. Mt.9, 35-36); Él busca las ovejas dispersas y las descarriadas (cf. Mt. 18,12-14) y hace fiesta al encontrarlas; Él las recoge y las defiende, conoce a cada una por su nombre (cf. Jn. 3), las conduce hacia los pastos frescos y hacia las aguas tranquilas (Cf Sal 22) y para ellas prepara una mesa alimentándolas con su propia vida.
Los que somos invitados para ser con Jesús pastores de su pueblo hemos de tener una plena conciencia de que el rebaño que se nos confía no es nuestro, sino de Jesús y, por tanto la Palabra que hemos de predicar no es nuestra palabra, sino la Palabra de Jesús, y los gustos y preferencias que hemos de manifestar no han de ser nuestros gustos y preferencias sino únicamente los gustos y preferencias de Jesús. Sólo es buen pastor el que entra a través de Jesús y sabe que el pueblo que tiene que cuidar no es propiedad suya, sino que es propiedad del Señor.
Para cuidar todo esto hemos de tener una honda vida espiritual y hemos de tener siempre muy claro a la hora de organizar nuestra vida sacerdotal cuales han de ser nuestras principales prioridades y los aspectos más esenciales de la misión que se nos confía.
En un encuentro del Papa Benedicto XVI, este verano, con un grupo de sacerdotes, uno de ellos le preguntaba: “Santo Padre ¿hacia que prioridades debemos hoy orientar nuestro ministerio los sacerdotes para evitar, en medio de nuestras múltiples actividades, la fragmentación y la dispersión?. Y el Papa haciendo referencia al discurso de Jesús a los setenta y dos discípulos que son enviados a la misión se fija en tres importantes imperativos: orad, curad y anunciad. Esas han de ser nuestras prioridades.
En este día de vuestra ordenación sacerdotal grabad en lo profundo de vuestro corazón estos tres imperativos de Jesús que nos recuerda el Papa: orad, curad, anunciad. Así entraréis por la Puerta que es Cristo y seréis pastores según su corazón.
En primer lugar, “orad”. El primer deber y la primera misión pastoral del sacerdote es la oración. Sin vida de oración nada puede funcionar. El sacerdote vive en Dios y para Dios y toda su vida ha de trasparentar a Dios: sus palabras, su pensamientos, sus acciones, sus deseos. Todo en la vida del sacerdote tiene que hablar de Dios. Esto es lo que el mundo quiere de nosotros. El sacerdote tiene que llevar a Dios a la vida de los hombres, para que la vida de los hombres, abriéndose al Misterio divino, que es Misterio de amor, alcance toda su belleza y plenitud. Pero para que esto sea posible el sacerdote necesita un trato personal, intimo y gozoso con el Señor. El sacerdote debe vivir una relación profunda y verdadera de amistad con Dios en Cristo Jesús, encontrando en la oración su alimento, su vida y su descanso.
En ese trato personal con el Señor la Eucaristía de cada día es el encuentro más fundamental. En la Eucaristía el Señor habla con nosotros y nosotros hablamos con el Señor. La Eucaristía es el momento más íntimo de unión con el Señor y de identificación con Él. Es el momento en el que uniendo nuestra vida al sacrificio redentor de Cristo nos ofrecemos al Padre para que, por el don de su Espíritu Santo, nos convierta en instrumentos suyos para llevar a todos los hombres su entrañable misericordia y la gracia de su redención. En la vida del sacerdote, no cabe mayor intimidad con Cristo que la que se realiza cuando con el pan y el vino en sus manos pronuncia las palabras de la consagración “Tomad y comed esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros (...) tomad y bebed esta es mi sangre que será derramada por vosotros”. En ese momento el sacerdote, contemplando cómo el Señor se entrega en sus manos, puede decir con toda verdad las palabras del apóstol: “Vivo yo, pero no soy yo Es Cristo quien vive en mi”. La Eucaristía configura la vida del sacerdote de tal manera que la convierte en alimento para el mundo, haciendo de ella un don para la humanidad. Cuando el sacerdote vive de la Eucaristía, se entrega a sus hermanos hasta tal punto que ya no tiene tiempo para sí: todo su tiempo es para los demás y sus energías y su trabajo y sus penas y sus alegrías, todo va orientado hacia aquellos que el Señor le ha confiado, para que conozcan y amen a Cristo y lleguen al conocimiento de la verdad.
En este vivir constantemente en la presencia del Señor ocupa un lugar muy importante la liturgia de las Horas. Con esta preciosa oración que la Iglesia nos regala, entramos en la gran plegaria de todo el Pueblo de Dios, recitando los salmos del antiguo Israel con la luz de Cristo resucitado, recorriendo el año litúrgico y las grandes solemnidades cristianas y alimentando nuestra fe con la palabra divina y la doctrina de los Padres de la Iglesia.
Y esta viva presencia del Señor hará que el sacerdote busque momentos de soledad y silencio para estar con Él. La oración personal hará que la oscuridad de nuestra vida se ilumine con la claridad de sus Palabra y nuestras penas y temores encuentren en la intimidad con Cristo el consuelo y la fortaleza; y hará también, cuando el Señor así lo permita y quiera purificarnos, que en lo momentos de sequedad y tinieblas le busquemos con esperanza y le pidamos con humildad y perseverancia que nos muestre su Rostro y nos haga sentir sus delicias.
El segundo imperativo que Jesús plantea a sus discípulos es “curad”. “ Curad a los enfermos y decidles: el Reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc. 10,9). El Señor nos invita a estar siempre muy cerca de los enfermos, de los abandonados y de todos los necesitados. Ellos han de ser el objeto de nuestra mayor preferencia. Hay mucha gente herida por el fracaso y la soledad. Hay muchas personas que, incluso en medio de la opulencia, están interiormente marginadas y han perdido la esperanza. En medio de nosotros hay mucha hambre de vida y de justicia; hay mucha hambre de verdad; hay mucha hambre de Dios.
Cuando Jesús habla de curar se refiere a todas las necesidades humanas, que van siempre desde las necesidades materiales más materiales hasta las mayor y mas profunda de todas las necesidades que es la necesidad de Dios. Es un curar que muestra el amor de la Iglesia a todos los que viven abandonados. Pero para amar y curar hay que conocer. El buen pastor debe conocer las ovejas. “El va llamando a sus ovejas por el nombre (...) y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz” (Jn.10,3). Es un conocimiento que cura y da la vida. El buen pastor cura a sus ovejas dando la vida por ellas. El sacerdote no puede vivir en un mundo fabricado por su imaginación, separado de la realidad en la que se mueve la vida de los hombres. Es preciso conocer a las ovejas, tener relaciones y encuentros verdaderamente humanos con las personas que le han sido encomendadas. El sacerdote ha de tener “humanidad”, ha de ser “humano”, como Cristo, el Hijo de Dios, que se hizo hombre y así elevó a la más alta dignidad todo lo que es auténticamente humano.
Y, por eso, porque en el hombre, lo divino y lo humano van siempre juntos formando una unidad inseparable, también a este “curar”, en sus múltiples formas pertenece el ministerio sacramental propio del sacerdote. Especialmente el ministerio de la Reconciliación es un acto de curación extraordinario que el hombre necesita para estar totalmente curado. En el sacramento de la Reconciliación el hombre se encuentra con la misericordia divina que es capaz de dar vida a lo que está muerto y de transformar los males en bienes. El sacramento de la Reconciliación hace posible que donde abundó el pecado sobreabunde la gracia.
Realmente, no solo en el sacramento de Reconciliación, sino también en todos los sacramentos se realiza esta curación sacramental. Empezando por el bautismo, que significa la renovación total de nuestra existencia, en todos los sacramentos, particularmente en la unción de los enfermos, el Señor se acerca de nuestras vidas, por medio del ministerio del sacerdote para aliviar nuestro dolor y llenar nuestra vida de esperanza.
Los sacerdotes hemos de pensar y tener siempre muy presentes en nuestro corazón las muchas enfermedades de los hombres de nuestro tiempo y sus grandes necesidades morales y espirituales para denunciarlas y afrontarlas con fortaleza, orientando hacia Cristo la mirada de los hombres y conduciéndoles hacia Él. Sólo en Cristo, vivo en la Iglesia, encontrarán los hombres la curación de sus males y el fundamento de su inviolable dignidad.
Y, finalmente, el tercer imperativo de Jesús, que nos recuerda el Papa “anunciad”. Nuestra misión es anunciar el Reino de Dios: “En la ciudad en que entréis, curad a los enfermos y decidles: El Reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc. 10,9). Nuestra misión es anunciar el Reino de Dios. Y el Reino de Dios es Dios mismo, vivo y presente en medio de nosotros por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios, hecho hombre, que permanece entre nosotros en su Iglesia Santa. El Reino de Dios no es un utopía lejana, un mundo idílico que no sabemos si llegará algún día. El Reino de Dios es algo muy real. El Reino de Dios es Dios mismo, es Dios que se ha acercado a los hombres, es Dios que se ha hecho infinitamente cercano a nosotros en su Hijo Jesucristo. El sacerdote tiene que anunciar esa cercanía de Dios y no sólo anunciarla sino también hacerla viva entre los hombres mediante su predicación, mediante la celebración de los sacramentos y mediante el testimonio de su propia vida: una vida llena de Dios y que hable de Dios. En el ministerio de los sacerdotes los hombres deben percibir la humanidad de Dios: deben percibir la cercanía de un Dios que por nosotros y por nuestra salvación se hizo hombre, encarnándose en las entrañas de la Virgen María y perpetuando esa encarnación, por el ministerio de los sacerdotes, en las entrañas maternales de la Iglesia.
Anunciar el Reino de Dios quiere decir hablar de Dios hoy, traer a Dios a la realidad de nuestro mundo, hacer presente la Palabra de Dios, hacer presente el Evangelio, hacer presente al Dios que ha querido permanecer con nosotros en la Eucaristía . Y para que esto sea posible el Señor ha querido regalar a su Iglesia el ministerio sacerdotal. ¡ Que grande es el don que se nos concede! Y ¡qué grande es también nuestra responsabilidad!. Sólo la misericordia de Dios hará posible que, a pesar de nuestra debilidad y pobreza, los sacerdotes podamos estar siempre a la altura del ministerio que se nos confía.
Por eso en la vida de los sacerdotes es fundamental la virtud de la humildad, que es la puerta de todas las virtudes. Una humildad que no haga comprender los límites de nuestras fuerzas, que nos haga reconocer nuestra pobreza y nuestro pecado y que nos haga poner nuestra fuerza y nuestra confianza sólo en el Señor.
En esta fiesta de la Virgen del Pilar nos acogemos a su amor maternal y le pedimos que cuide de nosotros los sacerdotes, especialmente de los que hoy van a ser ordenados, que cuide de aquellos a quienes su Hijo ha elegido para hacer presente en el mundo el Misterio de su Redención. Que la Virgen María nos muestre a Jesús y haga posible que toda nuestra vida y nuestro ministerio sacerdotal sea cauce seguro e instrumento dócil, en sus manos, para que llegue a todos los hombres el amor y la misericordia de su Hijo Jesucristo. Que como decimos y pedimos en la oración propia de este día, el Señor nos conceda, por intercesión de María, en su advocación del Pilar: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. Amen
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FIESTA DEL SANTÍSIMO CRISTO
Brunete - 2007
En torno a la mesa del altar, en esta fiesta del Santísimo Cristo que tantas resonancias afectivas despierta, especialmente en los que habéis nacido y vivido siempre en Brunete, el Señor nos convoca y nos llama para estar con Él, para escuchar su Palabra, para manifestarle con gozo que queremos seguirle y para caminar con Él en el camino de la vida. Y nosotros hemos respondido a su llamada con nuestra presencia aquí, en un ambiente de fraternidad y de fiesta y queremos hoy acompañarle con nuestros cantos, con nuestra plegaria y con nuestra fe. En medio de la rutina diaria necesitamos estos momentos de expansión, de fiesta y de encuentro familiar para que Cristo desde la cruz nos recuerde las cosas esenciales de la vida y nos consuele en la tribulación. Contemplando el rostro del Señor, crucificado por amor, queremos hoy renovar nuestro deseo más íntimo de quitar de nosotros todo lo que estorba para el encuentro con Cristo, de acudir a los sacramentos, particularmente al sacramento de la reconciliación para recibir el perdón de los pecados, actualizar en nosotros la gracia bautismal y orientar nuestra vida definitivamente según la luz del Evangelio.
Celebramos esta fiesta del Santísimo Cristo en el marco litúrgico de la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz. En el oficio de lecturas leíamos esta mañana estas preciosas palabras de san Andrés de Creta: “Por la Cruz, cuya fiesta celebramos, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz y, junto con el Crucificado, nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales (...) Quien posee la cruz posee un tesoro. Y, al decir un tesoro, quiero significar con esta expresión a aquel que es, de nombre y de hecho el más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual, y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye al estado de justicia original”
Este misterio de amor que es la cruz de Cristo quiso el Señor anticiparlo, en la Última Cena, en el Misterio Eucarístico. Os invito especialmente en este día a contemplar el rostro de Cristo en el pan y en el vino consagrados, donde el Señor ha querido permanecer con nosotros, acompañando y dando unidad a su Iglesia hasta el final de los tiempos.
Esta presencia viva del Señor la estamos experimentando continuamente en medio de nosotros. En los pocos años de vida de nuestra joven diócesis de Getafe, Dios nos está bendiciendo y estamos siendo testigos de muchos signos de su misericordia. Muchos laicos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, matrimonios y consagrados, en los más diversos campos del apostolado seglar están siendo semilla fecunda de una humanidad nueva nacida del amor de Cristo. Debemos dar gracias a Dios por la conciencia, cada vez más clara, que muchos van adquiriendo de su dignidad de bautizados, que les va haciendo vivir con gozo su encuentro con Cristo y les va impulsando a compartir con otros la alegría de este encuentro. Estamos viendo cómo, en el mundo de los jóvenes, Jesucristo está siendo anunciado por los mismos jóvenes; en el mundo de la cultura, en los Colegios, Institutos y Universidades, un importante número de cristianos está abriendo caminos para el dialogo entre la fe y la razón, entre el evangelio y la inteligencia para que la luz de Cristo llene de sentido la vida de muchos niños, jóvenes y adultos que viven envueltos en un mar de incertidumbres; y en el mundo de la familia, el testimonio de la belleza del plan de Dios sobre el matrimonio y la vida, manifestado, experimentado y vivido felizmente por un número creciente de familias cristianas está siendo fuente de múltiples iniciativas pastorales.
A la vez que damos gracias a Dios tenemos también que abrir los ojos para contemplar, con la compasión de Cristo, la realidad de una sociedad que, alejándose de Dios, se está también alejando de forma alarmante del hombre mismo, de su dignidad y de sus derechos más esenciales: una sociedad, muy vacía de valores, que está generando grandes tensiones sociales, la destrucción de muchas familias y la confusión y el sufrimiento de un gran número de personas, especialmente niños y jóvenes.
Tenemos que ver también cómo todo esto repercute en la vida misma de la Iglesia y en el modo de ser y de actuar de no pocos bautizados. Ciertamente este clima de secularismo generalizado que estamos viviendo afecta de forma muy negativa a muchos creyentes, deficientemente iniciados en la fe. Muchos sienten la tentación de alejarse de la Iglesia y, por desgracia, se dejan contagiar por la indiferencia religiosa del ambiente o aceptan compaginar su débil vida cristiana con los valores de la cultura dominante.
Tenemos que pedirle al Señor en este día de su fiesta una revitalización interna de nuestra fe y un fuerte impulso misionero. La misión no es algo que se añade a la vocación cristiana. La misión forma parte de la vocación. Como nos recuerda el Vaticano II, la vocación cristiana es por su misma naturaleza vocación al apostolado (Vaticano II. Apostolicum Actuositatem, 2). Y el apostolado no es otra cosa que el anuncio de Cristo. Tenemos que sentir la urgencia de anunciar a Cristo con el testimonio de vida y con la palabra. El anuncio de Cristo antes de ser un compromiso estratégico y organizado es sobre todo comunicación personal y directa de nuestra experiencia de amor a Cristo y a su Iglesia. La madurez evangélica tanto en las personas como en los grupos se manifiesta sobre todo en su celo misionero y en su capacidad de ser testigos de Cristo en todas las situaciones y en todos ambientes sociales, culturales o políticos.
Para que todos asumamos en la Iglesia el papel evangelizador que nos corresponde es de gran importancia clarificar bien lo que significa la verdadera identidad cristiana. Es necesario despertar la conciencia dormida de muchos cristianos para descubrirles los sólidos fundamentos de nuestra fe, de nuestro bautismo y de nuestra vocación de santidad; y es urgente animarles a un mayor compromiso apostólico. Hay preguntas esenciales que ningún cristiano debe evitar: ¿qué he hecho de mi bautismo y de mi confirmación? ¿Es Cristo verdaderamente el centro de mi vida? ¿ Qué sentido tiene en mi vida la oración? ¿Qué significan para mi la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación? ¿Vivo mi vida como una vocación y una misión?.
Queridos hermanos, que vivís vuestra fe en medio de las visicitudes mundo. ¡Escuchad la llamada de Cristo!. La Iglesia os necesita y cuenta con vosotros. Cristo os envía a ese mundo en el que estáis para llevar la luz del evangelio a muchas gentes que están perdidas, como ovejas sin pastor. ¡Ayudadles a descubrir su dignidad y su vocación! “La promoción y la defensa de la dignidad y de los derechos de la persona humana, hoy más urgente que nunca, exige la valentía de personas animadas por la fe, capaces de un amor gratuito y lleno de compasión, respetuosas de la verdad del hombre, creado a imagen de Dios y destinado a crecer hasta llegar a la plenitud de Cristo Jesús (cf. Ef. 4,13). No os desaniméis ante la complejidad de las situaciones. Buscad en la oración la fuente de toda fuerza apostólica; hallad en el evangelio la luz que guíe vuestros pasos” (Juan Pablo II. Mensaje al Congreso Internacional del Laicado, nº4. 21 de Noviembre de 2000).
Ante los muchos problemas que tenemos delante y cuya complejidad muchas veces nos desborda no hemos de tener miedo. Cristo, que nos ha enviado al mundo, camina a nuestro lado. “Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu del Padre el que hablará por vosotros” (Mt.10,19-20). El evangelio y, sobre todo, la intimidad con el Señor nos hará fuertes para abrir en este mundo caminos de libertad, paz y justicia, fundamentados en la verdad sobre el hombre, en la comunión y en la solidaridad.
Afiancemos nuestra identidad cristiana: una identidad cristiana firme y clara. La forma que hoy se emplea para desanimar a los cristianos y destruir la Iglesia consiste en proponer modelos de vida que siembran en los discípulos de Cristo confusión y ambigüedades. La cultura que vivimos del llamado “pensamiento débil” genera personalidades frágiles, fragmentadas e incoherentes. Y, a pesar de sus continuas llamadas a la tolerancia, de hecho no tolera la más mínima diversidad. En la actual sociedad supuestamente pluralista toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo. Por ello la fe se convierte en un hecho rigurosamente confinado a la esfera de la vida privada”(Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid, 2004). Y, ante este acoso, muchos sienten la tentación de refugiarse en esa esfera privada y no manifestar públicamente su fe.
La sociedad de hoy, dominada por una cultura secularista y agnóstica, sólo acepta a los cristianos “invisibles”, los cristianos que no dan la cara, los cristianos acomodaticios que fácilmente integran acriticamente en su vida los “postulados” y los “dogmas” de lo “políticamente correcto”. Hay muchos cristianos sólo de nombre que, por temor o por ignorancia corren tras los dictados de la cultura dominante, imitando los discursos de este mundo y olvidando quienes son.
Pero frente a esto, tenemos que reaccionar con claridad y valentía. Hoy, más que en otras épocas, se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y de su misión. Para un cristiano ser “uno mismo” es fundamental. “El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo del “hacer por hacer”.Tenemos que resistir a esa tentación, buscando el ser antes que el hacer” (Juan Pablo II. Novo millenio ineunte, n. 15). Tenemos que vivir intensamente la esencia del cristianismo. Y la esencia del cristianismo es el encuentro con Cristo: un Cristo vivo en la Iglesia. Tenemos que redescubrir el cristianismo como un acontecimiento real que ocurre aquí y ahora en nuestras vidas, como ocurrió en las vidas de los primeros discípulos. El cristianismo no es una doctrina por aprender, ni tampoco un conjunto de preceptos morales. El cristianismo es una Persona, la Persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida, porque sólo este encuentro cambia radicalmente la existencia, fundamenta la moral y da el sentido último y definitivo a nuestro destino. “No será una fórmula la que nos salve, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde” (Ibidem, n. 29). Cristo es el que nos salva. “El es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad” (Pablo VI. Homilia pronunciada en Manila el 29 de Noviembre de 1970).
Estamos en unos momentos en los que tenemos que reconocer y proclamar con valentía y sin complejos el valor y la belleza de la vocación cristiana. Hemos de vivir con gozo y ofrecer al mundo la radical novedad cristiana que se deriva del bautismo.
Muchas veces nos preocupa el que seamos pocos los que afirmamos con claridad nuestra fe en Cristo y en la Iglesia. Pero lo que más nos tiene que preocupar no es el ser pocos, sino el ser irrelevantes y marginales. La sal en las comidas es poca, pero da sabor; la cantidad de levadura en la masa es pequeña, pero la hace fermentar. Lo que tiene que preocuparnos es la mediocridad. “Si la sal se vuelve sosa sólo sirve para que la pise la gente”(Mt. 5,13). Lo que verdaderamente debe inquietarnos es el conformismo y la pasividad. La cultura dominante es muy seductora y uno cae muy fácilmente en sus redes. Tenemos que estar muy vigilantes para no sucumbir ante esa tentación. Tenemos que recuperar un cristianismo verdaderamente audaz e incisivo que reclame su puesto y su presencia pública en la sociedad. Es un deber de caridad: el mundo necesita esa presencia. La sociedad, dominada por una cultura que ahoga valores muy sagrados de la persona humana esta reclamando esa presencia activa y transformadora de los cristianos; y no se lo podemos negar. “La creación con expectación desea vivamente la manifestación de los hijos de Dios “ (Rom. 8,19).
Los cristianos tenemos el derecho y la obligación de hacernos oír en la sociedad. Es mucho lo que tenemos que ofrecer y no nos lo podemos guardar para nosotros por egoísmo o por miedo. Lo que hemos recibido gratis, lo hemos de dar gratis (cf. Mt. 10,8). Como cualquier ciudadano tenemos el derecho y la obligación de participar activamente en la vida pública y en los debates culturales, económicos y políticos poniendo de manifiesto la visión del hombre que brota de nuestra fe en Jesucristo. Tenemos que manifestar con todos los medios legítimos que tengamos a nuestro alcance el derecho a la vida de todo ser humano desde que es concebido hasta su muerte natural; tenemos que defender el valor de la familia tal como la ley natural y la revelación divina nos la presentan, tenemos que exigir el derecho de los padres a educar a sus hijos, según sus convicciones, sin intromisiones totalitarias de ningún gobierno; tenemos que sentirnos siempre muy cerca, poniéndonos en su lugar, de las personas más débiles y desvalidas defendiendo sus derechos y prestándoles nuestra voz; tenemos que reclamar para nosotros y para todos el derecho a la libertad religiosa y no permitir, con nuestro silencio, que nuestros símbolos religiosos más queridos sean profanados; tenemos, en fin, que trabajar por el bien común ofreciendo nuestra visión cristiana de la vida , que es patrimonio de todos, al servicio de la justicia y de la paz. Juan Pablo II nos decía: “Si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo” (Juan Pablo II. Jubileo del apostolado de los laicos, 26 de Noviemre de 2000). Y Benedicto XVI nos decía recientemente: “Llevad a este mundo turbado el testimonio de la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Gal.5,1). La extraordinaria fusión entre el amor a Dios y el amor al prójimo embellece la vida y hace que vuelva a florecer el desierto en el que a menudo vivimos”
Acudamos hoy con mucha confianza al Señor para que nos alcance la gracia de sentir el gozo y la belleza de la vida cristiana, y para que, dejándonos transformar por Él, contribuyamos con nuestro esfuerzo a la construcción de un mundo en el que, respetando las legítimas diferencias, resplandezca la dignidad del hombre, imagen de Dios.
Que la cruz salvadora de Cristo nos llene de su luz y todos los días podamos decir como el apóstol Pablo: “”vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mi. Y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mi” (Gal. 2,19 sig.)
Que la santísima Virgen, Madre del Redentor y Madre nuestra, que junto a la cruz de su Hijo permaneció obediente a la voluntad del Padre interceda por nosotros y nos conduzca a la gloria de la resurrección. Amen.