claracampawebDel 1 al 11 de julio, 120 niños de la parroquia La Inmaculada Concepción en Alcorcón con edades comprendidas entre los 8 y 16 años, pusieron rumbo a Vega de Espinareda, en León, para comenzar su campamento de verano como es habitual desde el año 2000.
 
Me sentía muy feliz e ilusionada por una nueva aventura que el Señor ponía en mi camino, pues fue el vicario de mi parroquia quien me propuso colaborar con ellos en el campamento de este verano. Y no dudé ni un momento. Era la primera vez que iba como monitora y estaba encantada. Fueron diez intensos e inolvidables días de entrega a los demás, a los acampados, para servirles en todo. Días para dejar de pensar en uno mismo y sentir de primera mano que se es más feliz dando que recibiendo.
 
Pero todo empezó mucho antes…, unos cuantos meses previos a hacer las maletas, todos los monitores preparamos con mucha ilusión las numerosas actividades que iban a ocupar el tiempo de los niños en el campamento, y yo misma pude comprobar cómo, a media que pasaban los días y nos íbamos reuniendo, cada vez dedicaba más horas de mi tiempo a un proyecto que, a medida que avanzaba, más me ilusionaba.
 
Llegó el día esperado, el alboroto, los nervios y la emoción de los más pequeños, impregnaban el ambiente. Nos contagiábamos unos a otros de un sentimiento único, estábamos felices.
 
Nos encontrábamos por fin en nuestro destino, el monasterio de San Andrés, donde transcurrió nuestro campamento. Los días se sucedieron muy rápido, aunque para nosotros, los monitores, había alguno que se nos hacía especialmente cansado. Pero cuando llegaba el momento de irnos a descansar y el silencio lo envolvía todo, veías a los niños durmiendo, ¡habían disfrutado tanto! que dabas gracias a Dios por el esfuerzo realizado, porque había merecido la pena.
 
Me llevo vivencias muy divertidas: el reparto de tareas, trastadas, risas, bromas, juegos, las veladas, anécdotas…. Las catequesis, en las que también me estrené, y otras, muy emotivas: esa Hora Santa preparada con tanto amor, que provocó las lágrimas de todos los presentes; las Eucaristías; el cariño de “mis niños” porque lo serán para siempre, la noche del rosario de las antorchas y los sentidos abrazos a la hora de la despedida.
 
No sabemos el plan que Dios nos tenía preparado a cada uno de nosotros, pero a todos los que formamos parte de ese campamento, el Señor nos concedió la oportunidad de vivir aquella experiencia de fe. Cuando pienso en los frutos del campamento no puedo sentir más que una gran emoción. No olvidaré a los niños que, por vergüenza, no querían confesarse, y como el poder de la oración, disipó aquel sentimiento, para dar paso a la Luz que todo lo ilumina.
 
Gracias P. Ramón Alfredo –Pachús-, por darme la oportunidad de vivir junto a todos vosotros esos diez días inolvidables, que espero volver a repetir, y gracias Señor, por poner en mi vida a tantas personas maravillosas, de gran corazón, que ya son parte de mí.