01-11-2015 Ciclo B-Solemnidad de todos los Santos

Queridos amigos, que nadie se confunda, hoy ya no es el desconcertante Halloween, sino la luminosa Solemnidad de Todos los Santos. Hoy la Iglesia recuerda y celebra a todos los santos, conocidos y desconocidos. La primera vez que se celebró fue en el verano del año 610, cuando el célebre templo del Panteón de Roma se convirtió en Iglesia. El que antes estaba dedicado a todas las divinidades, ahora pasaría a estarlo a todos los santos cristianos, esa muchedumbre inmensa formada por los mejores hijos de la Iglesia.

El libro del Apocalipsis, que escucharemos en la primera lectura, nos narra la visión del Apóstol Juan que describe una escena formidable y llena de ricos simbolismos. Hay dos muchedumbres de personas. Una son los “servidores de Dios”, los bautizados, que tienen que padecer la terrible persecución de Diocleciano, a finales del siglo I. La otra representa a personas venidas de las cuatro esquinas del mundo, con sus vestiduras blancas y sus palmas. El mensaje de Juan se resume en que el sufrimiento de los cristianos perseguidos dará como fruto una inmensa muchedumbre de santos.

El salmo 23, que cantaremos de manera responsorial, evoca la entrada en el Templo de Jerusalén de un grupo numeroso de peregrinos que cantan a Yahvé alternándose en dos coros. Uno pregunta: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?” El otro contesta: “El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos”. Y añade: “Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob”. ¿Cómo no reconocer en esta escena al cortejo de los Santos entrando en la Gloria de Dios?

En la segunda lectura nos volvemos a encontrar con un texto de san Juan, esta vez de su primera carta. En él vamos a descubrir la importancia de la mirada para su autor. En efecto, nuestro fragmento comienza diciendo: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. Esta mirada contemplativa, que reconoce el amor de Dios por nosotros, nos transforma. Tanto es así, que es anticipo de la gloria, pues allí, “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. En el Cielo, ser como Dios y ver a Dios, es una misma cosa.

El Evangelio de hoy es el de las Bienaventuranzas. No encuentro mejor comentario que el que encontramos en el punto 1716 del Catecismo dice que “las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús” y el punto 1717 dice: “Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”.

Queridos amigos, en la Solemnidad de Todos los Santos, celebramos, sobre todo, al único Santo, Dios, nuestro Señor, y a su Hijo, Jesucristo. Él es la fuente de la santidad y nos la brinda copiosamente a través de los Sacramentos. Hoy celebramos la comunión de los santos, es decir, esa corriente de santidad que sale de Jesucristo y llega a los corazones de aquellos que lo mantienen abierto a su acción santificadora. Celebramos que estamos unidos a Cristo, nuestra Cabeza, y que nosotros recibimos de él la santidad, la vida bienaventurada y dichosa. Amigos, ser santo es ser como Jesús, es recibir de Jesús su amor y dejarse conducir por él. Ser santo no es algo extraño, es lo más natural pues hemos sido creados para serlo. Miremos hoy al Santo de los Santos, y unámonos al grupo de sus amigos. Nos esperan con los brazos abiertos. ¡Feliz domingo!

25-10-2015 Ciclo B-XXX Domingo del Tiempo Ordinario

Queridos amigos, en este domingo, en el que concluye el Sínodo para la familia en Roma, vamos a escuchar un grito que sale del alma de un hombre ciego llamado Bartimeo: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. En esta frase se condensa el deseo de salvación de la Humanidad que clama a Jesús, dada la angustia que supone caminar en tinieblas. Que el Señor nos dé su luz y finos oídos para escuchar en esta mañana su palabra.
Hoy escucharemos una muy bella del profeta Jeremías, cargada de esperanza. Cuando los profetas querían corregir al pueblo lo hacían con dureza, pero cuando se trataba de alentarlo en las dificultades, sacaban lo mejor de sí mismos. Jeremías entrevé un futuro mejor para el pueblo de Israel, en plena deportación en Babilonia, y grita: “El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel”. Dios va a reunir a su pueblo disperso, y “entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna”. Y se muestra así como un Padre que reúne a sus hijos. Jeremías anunciaba el retorno de Israel en un futuro próximo. Con el salmo 125, vemos ya cumplida la reunificación. La alegría es desbordante: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”. Este acontecimiento fue toda una resurrección para Israel. Con el exilio, todo parecía que se derrumbaba definitivamente, pero ahora surge una nueva primavera, el tiempo de la cosecha: “Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”.
La carta a los Hebreos desarrolla un argumento central. El culto del Antiguo Testamento ha desembocado en el ofrecimiento de Cristo en la Cruz. Hacerse cristiano no es renegar de la fe judía sino aceptar la plenitud que el mismo Dios le ha dado enviando a su Hijo. En el pasaje que escucharemos hoy, se destaca que ningún sacerdote lo es por propia iniciativa. “Dios es quien llama”. Así sucede también con Cristo, al que el Padre llamó para ser sumo sacerdote, no ya del orden de Leví, como los sacerdotes de Israel, sino del orden de Melquisedec, es decir, que imitan su gesto de ofrecer pan y vino.
El Evangelio de hoy se desarrolla camino de Jerusalén, ya en la ciudad próxima de Jericó. Allí Jesús se encuentra con el ciego Bartimeo, cuya súplica, “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”, ha quedado con una de las oraciones más queridas y repetidas en el pueblo cristiano. Los cristianos orientales, a la repetición incesante de esta sencilla frase, la llaman la “oración del corazón”. Bartimeo pide a Jesús recobrar la vista y éste no tarda en conceder el favor. Es todo un símbolo de la fe. No en vano, los primeros cristianos hablaban del bautismo como de una “iluminación”. Es pasar de las tinieblas a la luz, de la oscuridad a contemplar a Jesús cara a cara.
Queridos amigos, ¿cuáles son nuestros deseos más profundos? Cada mujer y cada hombre posee en su interior el dinamismo del deseo, es decir, una serie de fuerzas e impulsos que nos arrastran por la vida en busca de determinados bienes. Pero, tristemente, tantos de esos bienes nos dejan defraudados y el deseo mengua y se apaga. Santa Teresa de Jesús quiso ser recordada como una mujer de grandes deseos. Deseos como el de Bartimeo, que grita y suplica a Jesús. Quien desea a Jesús para estar con él, para seguirlo, no queda defraudado. Pues Jesús atiende a nuestro deseo y lo cumple, incluso lo fortalece y lo eterniza. Seamos hombres y mujeres de grandes deseos, de buenos deseos. Hoy gritemos con Bartimeo: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. ¡Feliz domingo!

18-10-2015 Ciclo B-XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

Queridos amigos, en el penúltimo domingo de octubre celebramos todos los años el Domund, iniciativa que vio la luz en 1926, a instancias del papa Pío XI. Esta jornada, de mucha solera, especialmente en sus actividades dedicadas a los niños, nos hace poner nuestra mente y corazón en tantos misioneros esparcidos por el mundo. Como reza el lema del Domund de este año, ellos son “Misioneros de la Misericordia”. Así desea el Papa Francisco que seamos todos los bautizados, especialmente a partir de 8 del diciembre, cuando dé inicio el Año de la Misericordia. Las lecturas de hoy nos hablan muy claramente del primer misionero, mejor dicho, del origen de toda misión, es decir, Jesucristo. La primera lectura pertenece al libro del Profeta Isaías, en sus célebres cuatro pasajes dedicados al Siervo de Yahvé, escritos en el siglo VI a.C.. Este misterioso personaje está sometido a una terrible violencia que le “tritura”. Pero su sufrimiento no será inútil. Será una expiación ante Dios en beneficio de muchos. El fruto será abundante: “Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos”.

A este Siervo misericordioso que muere por su pueblo, le daremos rendidas alabanzas con el Salmo responsorial. Este Salmo 32 está compuesto por 22 estrofas, como 22 letras tiene el alfabeto hebreo. Es una forma de decir que el plan de salvación de Dios es perfecto, “de la A a la Z”. Diremos con él que “que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales”. En esa palabra reconocemos al Verbo hecho carne, con quien Dios ha expresado la fuerza de su misericordia. “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”.

Continuamos la lectura de la carta a los Hebreos. Hoy se nos presenta a Jesús, tomando la simbología del Sumo Sacerdote de los judíos. Éste debía ser un hombre consagrado, separado de todo lo profano, que hacía de mediador entre el Dios inalcanzable y el pueblo impuro. Para los cristianos, Dios se ha hecho hombre en Cristo. El inaccesible se ha hecho cercano, uno de los nuestros. “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades”. Él ha “atravesado el cielo” para nosotros, abriéndonos un camino directo. Acerquémonos a él con confianza.

El Evangelio de hoy nos relata en diálogo entre Jesús y los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago. Éstos querían sentarse en la gloria, uno a la derecha de Jesús y otro a su izquierda. Jesús aprovecha la ocasión para hablar del cáliz que ha de beber, y que beberán todos aquellos que le sigan, corriendo su misma suerte. Pero tal vez lo más importante sea la lección que el Maestro imparte más adelante al conjunto de los Apóstoles: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.

Queridos amigos, en este día del Domund, la palabra de Dios nos habla de Jesús, de su misión y del plan de salvación que el Padre ha obrado por su medio. Cristo nos ha liberado a todos de la muerte y del pecado, y lo ha hecho haciéndose esclavo, servidor humilde, hombre de dolores. Él ha dado su vida por nosotros. Y esto mismo es lo que debe hacer cada misionero, es decir, cada bautizado consciente de su misión y de su vocación, tú y yo. Dar la vida hasta el final, mostrando la liberación de Dios a un mundo que lo necesita más que nunca. “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Que todos lo sepan, que todos acojan esta palabra salvadora, que todos conozcan la misericordia. ¡Feliz domingo!

11-10-2015 Ciclo B-XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Queridos amigos, las lecturas de hoy nos hablan muy directamente del tema de la riqueza. Quizás nuestra tentación pueda ser el pensar que estas lecturas no van con nosotros, porque no somos multimillonarios. Pero no podemos olvidar que vivimos en el primer mundo y que la inmensa mayoría de la población mundial tiene muchos menos recursos que nosotros. Y tampoco olvidemos que tampoco se trata de la cantidad de dinero que tengamos en el banco, sino de las disposiciones internas de nuestro corazón. Escuchemos, por tanto, al Señor que nos habla hoy.
La primera lectura es un fragmento del libro de la Sabiduría, que hace continuamente referencia a Salomón, el rey sabio que sucedió en el trono a David. Fue el rey que construyó el templo y que deslumbraba por su conocimiento y discreción. Salomón supo bien que la verdadera sabiduría procedía únicamente de Dios y se la demandó constantemente, aún por encima de riquezas y bienes materiales. Hoy escucharemos el sabio prefiere la sabiduría “a cetros y tronos, y, en su comparación”, tuvo “en nada la riqueza”.

El salmo 89 bien podría pertenecer a una liturgia penitencial celebrada en el Templo de Jerusalén, después del exilio de Babilonia. El salmista parece recordar esos años de infortunio cuando dice “Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas”. Estamos ante una oración para pedir la propia conversión: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato”, es decir, para que adquiramos la auténtica sabiduría a la que hacía referencia la primera lectura.
La segunda lectura, de la carta a los Hebreos, es tan breve como intensa. Hace referencia a la capacidad que tiene la Palabra de Dios de entrar en el interior del hombre, que el autor sagrado equipara con el “alma”, el “espíritu, coyunturas y tuétanos”, según la antropología del momento. La Palabra creadora, que llamó a la vida a Adán, es como una espada, que hiere, que transforma el corazón. Esa Palabra se hizo carne en Cristo, que ahora tiene esa virtud de penetrar en el interior del hombre, gracias al Espíritu. Ahora “todo está patente y descubierto a sus ojos”.
Hoy escucharemos el célebre pasaje del joven rico. Todos sabemos cuál fue la reacción del muchacho al escuchar: “anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. La moraleja que Jesús extrae de lo ocurrido es el aserto de que “más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”, expresión frecuente en tiempos de Jesús cuando se quería evocar la imposibilidad de que algo sucediese. En efecto, para el rico es imposible entrar en el reino, si sus riquezas le encadenan.
Queridos amigos, lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Si uno se deja llevar por la invitación de Jesús, si llega a comprender que ni todas las riquezas de este mundo valen su amistad, entonces sucede el milagro. Que se lo pregunten a san Francisco de Asís, a santa Isabel de Hungría, a san Carlos Borromeo, o tantos otros que, teniendo a riqueza a raudales supieron dejarlas atrás, o administrarlas santamente, en respuesta al amor de Dios. Las lecturas de hoy son una llamada a entrar en la lógica de la gratuidad de Dios. Su salvación no puede comprarse ni merecerse. Él la da libremente y así ha de acogerse. Y una vez acogida, despierta en nosotros el deseo de amar sin cálculos y empezamos a tener un tesoro en el Cielo. Ojalá hagamos nuestras las palabras de Pedro: Señor, “Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. ¡Feliz domingo!

04-10-2015 Ciclo B-XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

Queridos amigos, hoy el Señor tiene algo que decir a todos los matrimonios y a todas las familias del mundo. En el día en el que se inaugura el tan esperado Sínodo para la Familia en el Vaticano, la Palabra de Dios cobra el protagonismo y aporta la luz necesaria para enfocar rectamente la misión pastoral que la Iglesia debe ofrecer a las familias. Dios es amor, y nadie como él sabe lo que es la familia, origen y ámbito privilegiado del amor humano.

La primera lectura, tomada del libro del Génesis, es una de esas páginas esenciales de toda la Escritura. Juan Pablo II, en sus catequesis sobre la llamada “Teología del cuerpo”, la comentó ampliamente. Destacaba esa suerte de canto de amor que Adán, recién despertado del letargo, pronuncia ante Eva, sacada de su costado: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”. La complementariedad y la llamada a la comunión entre los esposos, queda de esta manera ilustrada y definida por toda la eternidad. Hombres y mujeres se necesitan, se buscan, se entregan y se reciben en su pluralidad.

El Salmo 127 forma parte de aquellos salmos llamados “de peregrinación” que se acostumbraban a cantar cuando los judíos llegaban a Jerusalén. Su estructura es un diálogo, entre los sacerdotes del templo y los peregrinos. Se les recuerda la bendición de la que es objeto aquel que teme al Señor. La vida familiar es considerada como uno de los mayores dones recibidos del Creador: “Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa”.

La segunda lectura está tomada de la carta a los Hebreos, cuya lectura nos acompañará los próximos domingos. Hoy sabemos con certeza de que se trata de una especie de homilía dirigida a cristianos provenientes del judaísmo. El fragmento de hoy viene a ser un pequeño Credo, en el que se confiesa que Jesús es verdadero hombre como nosotros. Él ha derramado su sangre por nosotros y no se avergüenza de llamarnos “hermanos”. Pero lo hizo siendo verdadero Dios, que nos santifica con su gracia.

Podemos considerar el Evangelio de hoy como el designio de Dios sobre el matrimonio humano. Jesús, en respuesta a los fariseos, explica cómo la ley del repudio promulgada por Moisés fue una solución momentánea a la dureza de corazón de los hombres. En realidad, Dios quiere un matrimonio indisoluble, donde los cónyuges están llamados a ser una sola carne. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. La llamada a la fidelidad y al respeto a la indisolubilidad de la unión es clara. Quien se separa y crea una segunda unión, comete adulterio.

El Evangelio culmina con el trato que Jesús tuvo con los niños. “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios”. Pueden parecer dos temas inconexos pero no es así. Todos sabemos que una propiedad esencial del matrimonio es la fecundidad, expresada concretamente con los niños. Jesús ama el amor humano, el amor matrimonial, y ama a los niños. Jesús es profundamente familiar, pues la Trinidad es familia, comunión indisoluble entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La familia es huella e imagen de la Trinidad. Aspiremos a que todas nuestras familias reflejen, a pesar de las muchas sombras que les acechan, la luz del amor que viene de lo alto. Y que no se nos olvide rezar por los frutos del Sínodo. ¡Feliz domingo!

27-09-2015 Ciclo B-XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

27-09-2015 Ciclo B-XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

Queridos amigos, la eclesiología es la rama de la teología que estudia el misterio de la Iglesia. Las lecturas de hoy cobran luz y sentido si se entienden en clave eclesiológica. Jesús está hablando de la Iglesia, de su presencia en ella, de cómo se debe comportar con los que no están entre sus miembros, y de cómo tratar a los que la perjudican desde su interior. La Iglesia vive en el corazón del cristiano, que se sabe miembro del Cuerpo místico de Cristo.

Hoy escucharemos un fragmento del libro de los Números, uno de los cinco libros del Pentateuco en el que se narran las peripecias de Israel en su travesía por el desierto. Moisés recibe de Dios un maravilloso regalo para poder sobrellevar la nada fácil tarea de conducir a su pueblo. Concedió a setenta ancianos elegidos el espíritu de profecía para aliviar la carga de Moisés y compartir las responsabilidades. Dos de ellos no estuvieron presentes en la asamblea convocada por Moisés. Sin embargo, a ellos también llegó el espíritu divino, a pesar de su ausencia.

El Salmo 18 canta las bondades de la ley. Israel es un pueblo consciente de que la ley dada por Dios es un camino de felicidad, un don espléndido: “los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos”. Sabedores de la buena voluntad de Dios sobre ellos, consideran que la arrogancia de creerse independientes del Señor es el mayor de los pecados. “Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado”.

La segunda lectura, tomada de la carta de Santiago, podría parecer una suerte de alegato contra los ricos. Las palabras del Apóstol son muy duras, pero la maldad no estriba en el simple poseer los bienes, sino en la ilicitud de los caminos empleadas para hacer crecer la riqueza personal. “El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos”. En este tipo de enunciados podemos reconocer las bases de la doctrina social de la Iglesia sobre la justa distribución de los bienes.

El Evangelio de hoy, consta de dos partes que podrían parecer autónomas, pero no lo son. La primera, en continuación con el relato de Moisés y los ancianos convertidos en profetas, narra el hecho de que algunos expulsaban demonios en nombre de Jesús, aunque no pertenecían al grupo de sus seguidores más cercanos. En la segunda parte, Jesús expone con claridad el deber de sacrificar todo aquello que nos impide entrar en el Reino de Dios: “Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga.”

Queridos amigos, Jesús no quiere la mutilación de nadie. Como decíamos al principio, todo se entiende si nos hacemos conscientes de que estos relatos bíblicos iban a ser leídos en las comunidades de cristianos y que se escribieron con el deseo de iluminar su comportamiento. Este pueblo de profetas, debe también reconocer el Espíritu divino y los dones de Dios también en aquellos que no se encuentran entre sus filas. “El que no está contra nosotros está a favor nuestro”, dice el Señor. Por otro lado, Cristo es tajante con todo aquello que lastra la vida eclesial. Es preciso cortarlo de raíz, para que el árbol bueno de la Iglesia siga dando buenos frutos. Amigos, amemos a la Iglesia. Huyamos de la independencia y del aislamiento. Sintámonos insertados en ella. Allí tenemos nuestra vida, la savia de Cristo que corre por nuestras venas. ¡Feliz domingo!

20-09-2015 Ciclo B-XXV Domingo del Tiempo Ordinario

Queridos amigos, el Evangelio es un elemento subversivo. Altera el orden esperado de las cosas, es revolucionario, provocador a más no poder. Hoy el Señor Jesús nos invita a entrar en su movimiento de cambio. El que quiera subir, que baje. El que quiera vencer que se prepare para ser derrotado. El que quiera dominar, que sirva. El que quiera ser grande, que se haga como un niño. 

La primera lectura de hoy está tomada del libro de la Sabiduría, el último libro del Antiguo Testamento en cuanto a la fecha de su redacción. Fue escrito en Egipto, donde los judíos debían vivir su fe en medio de un ambiente contrario, fuertemente imbuido por la cultura helénica. Era frecuente que un judío piadoso se sintiese despreciado por su comportamiento. La virtud denuncia el vicio. A los malos les resulta incómodo el bueno, pues reprocha su mala conducta con el brillo de su vida. Lógicamente, al escuchar esta lectura, todos pensaremos en Jesús.

El Salmo 53 ahonda en la misma temática. El justo perseguido, un tema bíblico presente en toda la Escritura, clama al Señor contra unos “insolentes” que le “persiguen a muerte”. La persecución está asegurada para el justo, pero también lo está el auxilio divino. “Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida”.

Este domingo, continúa el Apóstol Santiago denunciando con fuerza los desórdenes que se producían en la comunidad cristiana. Uno de los temas más clásicos que encontramos en la Biblia es el de los dos caminos, el del bien, y el del mal, ante los cuales hay que decidirse. Santiago habla de dos “sabidurías”, la del mundo y sus pasiones, y la de Dios, que es “pura, amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera”. La envidia y la discordia del mundo, debe ser sustituida por la paz y la fraternidad cristianas.

Como sucediese el domingo pasado, el Evangelio de hoy también tiene un contexto de Pasión. Jesús vuelve a anunciar su próxima muerte en cruz, mensaje que resultó incomprensible para los Apóstoles. Ellos, discutían por el camino quién era el más importante, cosa que no les deja en buen lugar. Jesús, como acostumbra, aprovecha la ocasión y enseña: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Así lo hizo el mismo Cristo, su puso el último de todos y no hay quien le arrebata ese lugar.

Y es que la misma Encarnación es ya un enorme descenso. Si se completa con una vida pobre, una predicación incomprendida y el desenlace fatal de la Pasión y la Cruz, se puede concluir que verdaderamente, Jesús ha ocupado el último lugar. Así es el amor. Se abaja, se humilla, para levantar al amado. Queridos amigos, el Señor hoy nos muestra su presencia en los niños. “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”. Hoy en día, los niños son valorados, gracias a Dios, pero, en tiempos de Jesús, eran los últimos en la sociedad. Este domingo, miremos a los niños como si fueran nuestros maestros. Ellos nos indican dónde está Jesús, abajo, donde habitan los humildes. De ellos es el Reino de los Cielos.¡Feliz domingo!

6-9-2015 Ciclo B-Domingo XXIII del Tiempo Ordinario

Queridos amigos, os mando un cordial saludo tras un fecundo tiempo de descanso. Retomamos este comentario dominical a la Palabra que el Señor nos dirige cada domingo. Una palabra llena de vida, cargada de energía divina, de profundidad, de misterio, que toca y conmueve las entrañas. Hoy Jesús se planta delante de nosotros y nos dice: “Effetá”, palabra recogida por el evangelista en el idioma del Señor, y que nosotros traducimos por “ábrete”.

La primera lectura está tomada del libro de Isaías. Entre los años 587 y 538 antes de Cristo, el pueblo de Israel sufrió uno de los episodios más traumáticos de su historia. La tropas de Babilonia, lideradas por el temido Nabucodonosor, destruyeron el templo de Jerusalén y deportaron al pueblo judío, que estuvo cincuenta años lejos de su patria. Cuando al fin pudieron volver, gracias al rey persa Ciro, concibieron su retorno como una procesión triunfal en el que los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos saltan como ciervos y los mudos cantan.

Esta misma explosión de alegría se manifiesta en el salmo 145 que recitaremos de manera responsorial. “El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos”. Más adelante, diremos que “el Señor reina eternamente”. El desastre sufrido en Babilonia y su posterior resolución, reforzó la fe de Israel. Ahora sabían bien que no había cepo que el Señor no pudiese hacer saltar por los aires, como ya lo hiciera en Egipto.

Venimos tomando la segunda lectura de la carta del Apóstol Santiago, que no es nuestro Santiago, sino “el menor”, también llamado “el pariente del Señor”, quien fuese un gran líder de la comunidad cristiana de Jerusalén. Hoy nos hablará de no hacer acepción de personas, muchos menos en las asambleas litúrgicas. Si Dios favorece y ama a todos, así los cristianos deben comportarse con todos con estima, sean ricos o pobres. Es más, deben identificarse con la predilección que Dios demuestra con los más necesitados, a través de los cuales acostumbra a hacer sus mejores obras.

En el Evangelio veremos a Jesús, atravesando una comarca compuesta por diez pequeñas ciudades, la Decápolis, tierra de paganos. Allí se encuentra con un sordomudo. Jesús mete sus dedos en sus oídos y toca su lengua, y le dice “Effetá”. “Ábrete”. “Ábrete al mundo, a la vida, a la relación con los demás, rompe tu aislamiento”. “Effetá” es una palabra liberadora, pronunciada por aquel que derrama la gracia por sus labios. Es una palabra que condensa el plan de Salvación que el Padre obra en Cristo.

Queridos amigos. Antes de curar al sordomudo, dice el Evangelio que Jesús miró al Cielo y suspiró. Más que un suspiro, posiblemente se trató de un gemido. Uno de esos gemidos inefables que el Espíritu Santo produce en el corazón del creyente. Un gemido como el que dio el Señor en la Cruz. A ese pobre sordomudo no sólo le curó el cuerpo y lo devolvió a la comunidad, sino que le comunicó el Espíritu divino, le hizo partícipe de lo que Jesús lleva dentro, le hizo entrar en la respiración de Dios, en la vida de Dios. “Ábrete”. Abramos el corazón a Jesucristo, aquel que todo lo hace bien. ¡Feliz domingo!

28-06-2015 Ciclo B-XIII Domingo del Tiempo Ordinario

Queridos amigos, “talitha qumi”. Estas enigmáticas palabras arameas nos esperan en la misa de hoy. Son palabras pronunciadas por Jesús de Nazaret, hace unos 1985 años, probablemente en Cafarnaún. Pero, de alguna manera, son palabras eternas. Ese tipo de palabras definidas por san Pedro como “palabras de vida eterna”. Veamos porqué.

El libro de la Sabiduría, del cual está tomada la primera lectura de hoy, fue escrito entre el 50 y el 30 antes de Cristo. Por tanto, es fruto de la lenta maduración que experimentó la fe judía a lo largo de los siglos. Una de sus convicciones más arraigadas es que “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser”, expresión muy similar a la que encontramos en el Génesis. Si Dios es el Eterno y nosotros su imagen, estamos hechos para la inmortalidad. Nada más ajeno al proyecto de Dios que la muerte, que todo lo quebranta.

El Salmo 29 que rezamos hoy, fue escrito después de la dura prueba de fe que supuso para Israel el destierro de Babilonia. El pueblo se sentía como un hombre que cae en un pozo, que pide auxilio y no encuentra respuesta. Pero, finalmente, puede decir al Señor: “sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa”. “Cambiaste mi luto en danzas”.La superación del exilio y la restauración de Israel, fue vivida como una verdadera resurrección.

La segunda lectura aborda uno de los temas principales de la segunda carta de san Pablo a los Corintios, que es la colecta que debían hacer los cristianos para la comunidad de Jerusalén, zaherida por una terrible hambruna. Pablo recuerda el criterio de la igualdad: los cristianos deben compartir, los que más tienen con los que menos. Bella lección de economía. Y les recuerda quién es el Maestro, Jesucristo, que “siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza”.

El Evangelio de hoy es una auténtica delicia. Se nos narran dos milagros, imbricados el uno con el otro. A Jesús lo reclama Jairo, jefe de la sinagoga, cuya hija está en las últimas; y, de camino, la hemorroísa se cura tocando el manto del Señor. Parece que la fuerza curativa de Jesús escapa a su control, dada su potencia. Doce años tenía la hija de Jairo, doce años intentaron los médicos curar en vano a la hemorroísa. Eran casos desesperados que acudieron, con fe, a Jesús, rey y Señor de la vida.

Queridos amigos, “talitha qumi” quiere decir: “Contigo hablo, niña, levántate”. Estas palabras llenas de vida, se la devolvieron a la hija de Jairo. Pero sólo fue un signo. Lo importante vendría después, cuando el Resucitado, que ya no muere más, se convirtió en señal inequívoca de nuestra vocación a la vida eterna. El cristiano es capaz de mirar a la muerte a los ojos, como san Francisco de Asís, que se atrevió a decir: “Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!” Dichosos los que acogen con fe a Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, porque ellos también, escucharán en su momento “talitha qumi”, saldrán de su sepulcro y gozarán, para siempre, de la visión de Dios, fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión perpetua. ¡Feliz domingo!