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La primera lectura está tomada del libro del profeta Baruc. Poco sabemos de la vida de este hombre, ni siquiera su nombre, ya que utiliza un pseudónimo. Se piensa que escribe en el siglo II a.C., cuando Israel mal vivía bajo el yugo de los griegos. El fragmento que escucharemos retoma muchas expresiones del profeta Isaías, escritas unos cuatrocientos años anterior, y también en momentos difíciles. Las circunstancias habían cambiado pero la confianza en que Dios iba a cumplir sus promesas se refuerza. Él promete reunificar a su pueblo y surge una nueva esperanza.
El Salmo 125 acompañaba la peregrinación que todos los años los judíos emprendían hacia Jerusalén, la ciudad santa. Cantándolo, manifestaban su gozo por volver a la ciudad de Dios, después de las deportaciones y los momentos de aflicción. Israel estaba feliz por su reunificación: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”, no se cansaban de proclamar. Nosotros, la Iglesia, no venimos de la deportación, pero sí de la disgregación que obra en nosotros el pecado. La salvación de Dios nos unifica, nos devuelve a casa, la Jerusalén del Cielo.
En la segunda lectura de hoy, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Filipenses, podemos apreciar la hondura de las relaciones personales entre los primeros cristianos. “Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os echo de menos, en Cristo Jesús”, dice Pablo. Parece ser que se querían, y se querían de verdad. El Apóstol quiere preparar a los cristianos para el día de Cristo, para que lleguen “limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia”. La confianza está puesta en el mismo Señor. De este fragmento paulino está tomada la famosa expresión que se proclama en las ordenaciones sacerdotales: “el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús”.
Tanto el Evangelio que escucharemos hoy, como el de la semana que viene, están tomados del capítulo tercero del Evangelio según san Lucas. En él se nos describe la actividad de Juan el Bautista, uno de los protagonistas del Adviento. En el fragmento de hoy, san Lucas se esfuerza por precisar los tiempos y los lugares concretos en los que predicó Juan. Para ello, nombra a algunos personajes que luego serán protagonistas en la pasión de Jesús, como Pilatos o Herodes. A continuación cita textualmente una profecía de Isaías, escrita en tiempos del exilio de Babilonia: “Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.”.
Queridos amigos, en una de las preces que rezamos en laudes, se toma este mismo pasaje para formular una petición al Señor bien concreta: “Abaja los montes y las colinas de nuestro orgullo y levanta los valles de nuestros desánimos y de nuestras cobardías”. Pidamos al Señor que, al igual que los Israelitas volvieron a Jerusalén tras el exilio, por una especie de autopista hecha por Dios, según cuenta Isaías, así nosotros allanemos el camino para un encuentro con el Señor pleno y fructuoso. Se lo pedimos por intercesión de la Inmaculada, que celebraremos solemnemente dentro de dos días. Nadie como ella supo ponérselo fácil a Dios. Que ella nos bendiga en este Año de la Misericordia y de la Gran Misión. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, ha llegado el Adviento. Preparemos los caminos al Señor. El Adviento es tiempo de memoria, pues recordaremos el 25 de diciembre la venida en carne del Señor. Pero el Adviento es, sobre todo, tiempo de esperanza, pues aguardamos con confianza la venida definitiva de Cristo al final de los tiempos. Es llamada a la conversión, a estar vigilantes, ligeros y preparados, pues el Señor llega sin tardar.
La primera lectura vendrá tomada del libro de Jeremías. En ella escucharemos un oráculo, es decir, una serie de afirmaciones que el profeta pone en boca del mismo Dios. En esta ocasión, se promete la llegada de un rey, descendiente de David, “que hará justicia y derecho en la tierra”. Jeremías lo anuncia en tiempos de la invasión de Babilonia, cuando la ciudad de Jerusalén quedó devastada y los reyes apresados y deportados. Aún con todo en contra, se anuncia sin vacilación que la promesa hecha por Dios se cumplirá, “y en Jerusalén vivirán tranquilos”.
El Salmo 24 bien podría considerarse un salmo penitencial. Nos metemos en la piel de un hombre que se sabe pecador, y clama al Señor en su angustia: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas”. La clave de la conversión es ponerse frente a Dios y caminar hacia él, sin desviarse a izquierda o derecha. “El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores”. Con este salmo, pediremos a Dios emprender con ánimo el camino del Adviento, en el que daremos la espalda a los ídolos y nos volveremos hacia el Señor.
San Pablo anduvo por Tesalónica en torno al año 50 d. C., y dedicó dos cartas a los cristianos de aquella ciudad. Sabemos que los tesalonicenses habían aceptado la fe con alegría y en ella perseveraban. Las palabras de Pablo que escucharemos hoy, invitan a llegar hasta el final en dos sentidos. En el primero, en llegar a lo más alto en la vida cristiana, es decir, en el amor: “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos”. Y, en segundo lugar, llegar hasta el final quiere decir perseverar hasta la vuelta del Señor, cuando “vuelva acompañado de todos sus santos”.
Del Evangelio según san Lucas es el fragmento que escucharemos hoy. Es un texto muy relacionado con el que se proclamó hace dos domingos. De nuevo se anunciará que “habrá signos en el sol y la luna y las estrellas” y “ los astros se tambalearán”. El mensaje de que todo es pasajero queda claro. Todo tiene un fin. Todo el universo es contingente y tiene una consistencia pasajera. Pero los cristianos no tienen miedo. Saben que cuando llegue el final, Cristo vendrá. “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.
Queridos amigos, ante su venida, el Señor nos habla con toda claridad de las actitudes que debemos cultivar en nosotros: “Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre”. Hermosa expresión ésta última. Mantenerse en pie ante el Hijo del hombre. Quien se mantiene en pie es porque no tiene miedo, es porque no tiene de qué avergonzarse. Él esperaba la llegada del Señor con amor ferviente y le recibe con los brazos abiertos. Pronto vendrá el Señor. Ojalá encuentre en nosotros un: “te estábamos esperando”. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, hoy celebramos el último domingo del tiempo ordinario, que coincide todos los años con la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Disfrutemos de esta hermosa fiesta que nos recuerda que nuestro Señor tiene en sus manos el devenir del tiempo y de la historia. Pero sus manos no son las de la tiranía de los reyes humanos, sino las manos amorosas de Padre que nos conduce hacia su reino de comunión y felicidad.
El profeta Daniel nos narra, en la primera lectura, toda una escena de coronación que acaece en las nubes, es decir, en el mundo de lo divino. Se nos habla de un “hijo del hombre” que avanza hacia un anciano, que representa al mismo Dios. Éste le concede “poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”. Jesús de Nazaret hizo suya la expresión del “hijo del hombre” para designarse a sí mismo. También lo hará para anunciar su muerte cruenta. Sólo tras su Resurrección, sus discípulos reconocieron a Jesús como el “hijo del Hombre” del Profeta Daniel.
Con el salmo 92, que recitaremos como salmo responsorial, el pueblo de Israel aclamaba al Dios-Rey. Como si de una entronización se tratara, se exalta al Señor como Rey de toda la creación. Como hacían los reyes con sus capas, Dios también se reviste, pero de poder inmutable. Su trono es la creación entera, siempre firme y estable, y el adorno de su palacio real, es la santidad. Esto último quizás sea una fina ironía, ya que rara vez los reyes se distinguen por su santidad. Dios es diferente. Es un rey santo y eterno.
El fragmento del libro del Apocalipsis que escucharemos como segunda lectura, es realmente impresionante, y condensa todo el misterio de Cristo. Él es el Testigo Fiel, es decir, el enviado que nos comunica la verdad. El vendrá en las nubes al final del tiempo. Con este detalle se destaca su realeza, su poder. Sin embargo, es el mismo que pasó por el crisol del dolor, ya que es el mismo que fue “traspasado”. Esta alusión a una antigua profecía de Zacarías, nos recuerda la cruz y la sangre derramada. La lectura concluye con esta tremenda afirmación: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso”.
En el Evangelio se proclamará un pequeño fragmento de la Pasión del Señor según san Juan, que todos los Viernes Santo escuchamos de manera completa. Hoy se nos presenta el diálogo mantenido entre Pilato y Jesús en el momento del juicio. Nuestra atención se centra en este pasaje porque es el único en todo el Evangelio en el que Jesús se proclama a sí mismo rey. En otras ocasiones, tras algún milagro espectacular, los discípulos quisieron otorgar al Señor títulos reales pero él siempre los rechazó. Ahora se declara rey, sin tapujos. Pero lo hace maniatado, débil y expuesto a las mayores barbaridades de los romanos y de la turba enfurecida. Este es nuestro rey.
Queridos amigos, la fiesta de Cristo Rey supone introducirnos en una paradoja. Jesucristo es proclamado por la liturgia como Rey del Universo, rey eterno, indefectible, todopoderoso. Sin embargo, el evangelio nos lo presenta como un rey no del orden humano. Su reino no es de este mundo, y así lo comprobamos día a día, en la fragilidad de su cuerpo que es la Iglesia. ¿Dónde está, pues, el poder de Cristo? Sólo está en que Él es el Testigo Fiel, según la expresión del Apocalipsis. Todo el que es de la verdad, escucha su voz. Y esa verdad no es otra que su amor por nosotros mostrado en la cruz. El poder de Dios se manifiesta, principalmente, en su misericordia, decía Santo Tomás de Aquino. Entremos nosotros también esa lógica. El más poderoso es el que abraza más fuerte. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, el año litúrgico va llegando a su fin. Hoy celebramos el domingo trigésimo tercero del tiempo ordinario, es decir, el penúltimo. El tema de las lecturas que se nos proponen en estos últimos domingos suele estar acorde con esta circunstancia y tratar la cuestión de los últimos días, eso que llamamos de manera un tanto cinematográfica, “el fin del mundo”. No se asusten. El fin del mundo está en manos de Dios, que sólo quiere nuestra salvación y nuestra felicidad. Así lo contemplaremos esta mañana.
El libro del profeta Daniel, que escucharemos en la primera lectura, fue escrito en el siglo II antes de Cristo. Israel estaba dominado por el rey heleno Antíoco Epífanes, quien persiguiera violentamente la práctica religiosa judía. Quienes permanecían fieles a Yahvé se exponían a la tortura y a la muerte. El fragmento que escuchamos esta mañana quiere reconfortar a estos últimos, describiendo la llegada del Arcángel Miguel, que velará sobre el pueblo en tiempos terribles. Pero, al final de combate, la victoria de los sabios está asegurada y “brillarán como el fulgor del firmamento “. Ya se atisba la enseñanza de Cristo sobre la resurrección.
En el Salmo 15 la temática de la resurrección de los justos se mantiene. “No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción”, rezaremos. Si bien es cierto que este salmo fue escrito siglos antes que el libro de Daniel, y que por entonces la creencia de la resurrección no estaba tan clara, a la luz de la revelación definitiva en Jesucristo, podemos ver en el salmo todo un canto agradecido al Dios que vence la muerte. Parece como una descripción de nuestra futura actividad en el más allá: “Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha“.
De nuevo nos encontramos en la segunda lectura con la carta a los Hebreos. Recordemos que uno de sus objetivos principales es el de dejar a las claras que, con Jesucristo, la Humanidad ha entrado en un nivel nuevo y definitivo en la relación con Dios. Ahora ya sólo hay un sacerdote-Mesías, Jesús, y el culto anterior queda sencillamente abolido. Los antiguos sacerdotes debían repetir una y otra vez los sacrificios de animales. Cristo se ha ofrecido al Padre una sola vez en la cruz. Los sacrificios antiguos eran incapaces de borrar los pecados. Cristo, “Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados”.
El Evangelio que resonará esta mañana en nuestras asambleas litúrgicas puede parecer estremecedor. No es habitual encontrar estas expresiones en el Evangelio de Marcos, de boca del mismo Jesús: “En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearan”. Estas expresiones no son ajenas a una creencia muy común en tiempos de Jesús, que ha quedado expresado en un género literario llamado “apocalíptico”. Todos se preguntaban qué pasaría al final del mundo y de la historia, y si el mal prevalecería sobre el bien. Pero la palabra “apocalipsis” significa literalmente “revelación” o “desvelamiento”.
Queridos amigos, ante este anuncio de destrucción y dolor en el mundo, no hay lugar para el miedo. El mensaje de las lecturas de hoy es que, al final, la victoria será de Jesús, que se revelará y desvelará definitivamente. “Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte”. Entonces el bien triunfará sobre el mal y los justos verán la salvación de Dios. En nosotros está confiar en paz en las palabras de Jesús, mucho más seguras y estables que todo lo que podemos encontrar en este mundo. “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. Y son palabras de amor. De amor total que nos espera. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, en este domingo vamos a recibir grandes enseñanzas de dos viudas que aparecen en la Escritura. A través de ellas y de su comportamiento, Dios nos hace una llamada muy profunda y llena de amor hacia nosotros. Es como si se dirigiese a cada uno y nos dijera: “¿me podrías entregar tu vida?” Y nosotros tal vez, contestaríamos: “pero, Señor, ¿que parte de mi vida quieres que te entregue?” Y él nos diría: “La quiero por entero”.
La primera lectura narra el encuentro entre el gran profeta Elías y una viuda, en Sarepta, cerca de Sidón, allá por el siglo IX antes de Cristo. Elías se destacó en la lucha contra la idolatría que el rey Acab había consentido, y en la escena que escucharemos, se hará patente que Dios es el único rey del mundo y de la naturaleza, no así los falsos ídolos llamados Baales. Elías le pide a esta viuda pobre y desconocida un poco de pan. Ella está desesperada pues no aguarda mucho de la vida, ni para ella ni para su hijo. Elías, en nombre del Señor, se lo pide todo, y Dios no falla y multiplica la harina y el aceite.
El salmo 145 fue probablemente compuesto para celebrar la dedicación del Templo, una vez reconstruido tras los duros años de la deportación a Babilonia. El pueblo de Israel ha sufrido en sus carnes todo tipo de calamidades, pero ahora puede decir con alegría, que Dios, “mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos”. Él cuida de las personas más débiles, y aquí volvemos a encontrar a las viudas: “Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados”.
Seguimos con la lectura continuada de la carta a los Hebreos. Recordemos que va dirigida a cristianos venidos del Judaísmo, un tanto nostálgicos del espectacular culto que se celebraba en el templo de Jerusalén. Lo que nos viene a decir el autor, es que ese culto ha quedado obsoleto. Ahora, Cristo es el auténtico lugar de encuentro con Dios. Su muerte es el verdadero sacrificio que borra los pecados de una sola vez. Él, nuestro Sumo Sacerdote, volverá definitivamente al final de los tiempos y nos llevará a la felicidad eterna.
El Evangelio de hoy comienza con duras palabras hacia los escribas por parte de Jesús. Los desencuentros con ellos son numerosos. Forman uno de los grupos que demostró más violencia contra Jesús. Según podemos deducir de las palabras del Señor, solían aconsejar a las viudas, pero no gratuitamente, aprovechándose del desvalimiento ajeno. La actitud de Jesús es bien distinta. Esta mañana lo contemplamos sentado enfrente del arca de las ofrendas. El Señor no quita ojo a todos aquellos que depositaban su aportación. Una mujer, una pobre viuda, llama su atención: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Queridos amigos, la viuda de Sarepta que atendió a Elías y la viuda del Templo que sacó de Jesús palabras de admiración, tienen algo en común. Las dos, llenas de confianza en Dios, lo dan todo, sin reservarse nada. Esa es la actitud que nos pide hoy el Señor. Y tiene derecho a pedírnosla porque Él, previamente y sin mérito alguno de nuestra parte, nos lo ha dado todo. La racanaría y la falta de generosidad no tienen lugar ante la cruz de Jesús, nuestro sumo sacerdote. Él derramó toda su sangre por nosotros y nos amó hasta el extremo. ¡Cómo reservarse algo ante él! Entreguémosle todo, entreguémonos del todo. ¡Feliz domingo!