Últimas Noticias
-
Jornada Mundial del Migrante: "Aportan el aire fresco de su fe en medio de una sociedad envejecida"
-
Traen miedos, dudas y muy poco equipaje: Inmigrantes, la diócesis los acoge como a hijos
-
La acogida especial que transforma la vida de cada migrante, hoy en el Informativo diocesano en COPE
-
TEXTO COMPLETO: Homilía del obispo de Getafe en la Misa con motivo del inicio del curso pastoral en la diócesis
-
“La evangelización no es una carga: Necesitamos evangelizadores sin miedo y sin doblez”, asegura el obispo de Getafe en el inicio de curso pastoral
-
Carta Pastoral del obispo de Getafe para el curso 2025-2026: 'Creemos, Anunciamos, Servimos'
Queridos amigos, que nadie se confunda, hoy ya no es el desconcertante Halloween, sino la luminosa Solemnidad de Todos los Santos. Hoy la Iglesia recuerda y celebra a todos los santos, conocidos y desconocidos. La primera vez que se celebró fue en el verano del año 610, cuando el célebre templo del Panteón de Roma se convirtió en Iglesia. El que antes estaba dedicado a todas las divinidades, ahora pasaría a estarlo a todos los santos cristianos, esa muchedumbre inmensa formada por los mejores hijos de la Iglesia.
El libro del Apocalipsis, que escucharemos en la primera lectura, nos narra la visión del Apóstol Juan que describe una escena formidable y llena de ricos simbolismos. Hay dos muchedumbres de personas. Una son los “servidores de Dios”, los bautizados, que tienen que padecer la terrible persecución de Diocleciano, a finales del siglo I. La otra representa a personas venidas de las cuatro esquinas del mundo, con sus vestiduras blancas y sus palmas. El mensaje de Juan se resume en que el sufrimiento de los cristianos perseguidos dará como fruto una inmensa muchedumbre de santos.
El salmo 23, que cantaremos de manera responsorial, evoca la entrada en el Templo de Jerusalén de un grupo numeroso de peregrinos que cantan a Yahvé alternándose en dos coros. Uno pregunta: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?” El otro contesta: “El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos”. Y añade: “Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob”. ¿Cómo no reconocer en esta escena al cortejo de los Santos entrando en la Gloria de Dios?
En la segunda lectura nos volvemos a encontrar con un texto de san Juan, esta vez de su primera carta. En él vamos a descubrir la importancia de la mirada para su autor. En efecto, nuestro fragmento comienza diciendo: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. Esta mirada contemplativa, que reconoce el amor de Dios por nosotros, nos transforma. Tanto es así, que es anticipo de la gloria, pues allí, “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. En el Cielo, ser como Dios y ver a Dios, es una misma cosa.
El Evangelio de hoy es el de las Bienaventuranzas. No encuentro mejor comentario que el que encontramos en el punto 1716 del Catecismo dice que “las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús” y el punto 1717 dice: “Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”.
Queridos amigos, en la Solemnidad de Todos los Santos, celebramos, sobre todo, al único Santo, Dios, nuestro Señor, y a su Hijo, Jesucristo. Él es la fuente de la santidad y nos la brinda copiosamente a través de los Sacramentos. Hoy celebramos la comunión de los santos, es decir, esa corriente de santidad que sale de Jesucristo y llega a los corazones de aquellos que lo mantienen abierto a su acción santificadora. Celebramos que estamos unidos a Cristo, nuestra Cabeza, y que nosotros recibimos de él la santidad, la vida bienaventurada y dichosa. Amigos, ser santo es ser como Jesús, es recibir de Jesús su amor y dejarse conducir por él. Ser santo no es algo extraño, es lo más natural pues hemos sido creados para serlo. Miremos hoy al Santo de los Santos, y unámonos al grupo de sus amigos. Nos esperan con los brazos abiertos. ¡Feliz domingo!
Hoy escucharemos una muy bella del profeta Jeremías, cargada de esperanza. Cuando los profetas querían corregir al pueblo lo hacían con dureza, pero cuando se trataba de alentarlo en las dificultades, sacaban lo mejor de sí mismos. Jeremías entrevé un futuro mejor para el pueblo de Israel, en plena deportación en Babilonia, y grita: “El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel”. Dios va a reunir a su pueblo disperso, y “entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna”. Y se muestra así como un Padre que reúne a sus hijos. Jeremías anunciaba el retorno de Israel en un futuro próximo. Con el salmo 125, vemos ya cumplida la reunificación. La alegría es desbordante: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”. Este acontecimiento fue toda una resurrección para Israel. Con el exilio, todo parecía que se derrumbaba definitivamente, pero ahora surge una nueva primavera, el tiempo de la cosecha: “Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”.
La carta a los Hebreos desarrolla un argumento central. El culto del Antiguo Testamento ha desembocado en el ofrecimiento de Cristo en la Cruz. Hacerse cristiano no es renegar de la fe judía sino aceptar la plenitud que el mismo Dios le ha dado enviando a su Hijo. En el pasaje que escucharemos hoy, se destaca que ningún sacerdote lo es por propia iniciativa. “Dios es quien llama”. Así sucede también con Cristo, al que el Padre llamó para ser sumo sacerdote, no ya del orden de Leví, como los sacerdotes de Israel, sino del orden de Melquisedec, es decir, que imitan su gesto de ofrecer pan y vino.
El Evangelio de hoy se desarrolla camino de Jerusalén, ya en la ciudad próxima de Jericó. Allí Jesús se encuentra con el ciego Bartimeo, cuya súplica, “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”, ha quedado con una de las oraciones más queridas y repetidas en el pueblo cristiano. Los cristianos orientales, a la repetición incesante de esta sencilla frase, la llaman la “oración del corazón”. Bartimeo pide a Jesús recobrar la vista y éste no tarda en conceder el favor. Es todo un símbolo de la fe. No en vano, los primeros cristianos hablaban del bautismo como de una “iluminación”. Es pasar de las tinieblas a la luz, de la oscuridad a contemplar a Jesús cara a cara.
Queridos amigos, ¿cuáles son nuestros deseos más profundos? Cada mujer y cada hombre posee en su interior el dinamismo del deseo, es decir, una serie de fuerzas e impulsos que nos arrastran por la vida en busca de determinados bienes. Pero, tristemente, tantos de esos bienes nos dejan defraudados y el deseo mengua y se apaga. Santa Teresa de Jesús quiso ser recordada como una mujer de grandes deseos. Deseos como el de Bartimeo, que grita y suplica a Jesús. Quien desea a Jesús para estar con él, para seguirlo, no queda defraudado. Pues Jesús atiende a nuestro deseo y lo cumple, incluso lo fortalece y lo eterniza. Seamos hombres y mujeres de grandes deseos, de buenos deseos. Hoy gritemos con Bartimeo: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, en el penúltimo domingo de octubre celebramos todos los años el Domund, iniciativa que vio la luz en 1926, a instancias del papa Pío XI. Esta jornada, de mucha solera, especialmente en sus actividades dedicadas a los niños, nos hace poner nuestra mente y corazón en tantos misioneros esparcidos por el mundo. Como reza el lema del Domund de este año, ellos son “Misioneros de la Misericordia”. Así desea el Papa Francisco que seamos todos los bautizados, especialmente a partir de 8 del diciembre, cuando dé inicio el Año de la Misericordia. Las lecturas de hoy nos hablan muy claramente del primer misionero, mejor dicho, del origen de toda misión, es decir, Jesucristo. La primera lectura pertenece al libro del Profeta Isaías, en sus célebres cuatro pasajes dedicados al Siervo de Yahvé, escritos en el siglo VI a.C.. Este misterioso personaje está sometido a una terrible violencia que le “tritura”. Pero su sufrimiento no será inútil. Será una expiación ante Dios en beneficio de muchos. El fruto será abundante: “Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos”.
A este Siervo misericordioso que muere por su pueblo, le daremos rendidas alabanzas con el Salmo responsorial. Este Salmo 32 está compuesto por 22 estrofas, como 22 letras tiene el alfabeto hebreo. Es una forma de decir que el plan de salvación de Dios es perfecto, “de la A a la Z”. Diremos con él que “que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales”. En esa palabra reconocemos al Verbo hecho carne, con quien Dios ha expresado la fuerza de su misericordia. “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”.
Continuamos la lectura de la carta a los Hebreos. Hoy se nos presenta a Jesús, tomando la simbología del Sumo Sacerdote de los judíos. Éste debía ser un hombre consagrado, separado de todo lo profano, que hacía de mediador entre el Dios inalcanzable y el pueblo impuro. Para los cristianos, Dios se ha hecho hombre en Cristo. El inaccesible se ha hecho cercano, uno de los nuestros. “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades”. Él ha “atravesado el cielo” para nosotros, abriéndonos un camino directo. Acerquémonos a él con confianza.
El Evangelio de hoy nos relata en diálogo entre Jesús y los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago. Éstos querían sentarse en la gloria, uno a la derecha de Jesús y otro a su izquierda. Jesús aprovecha la ocasión para hablar del cáliz que ha de beber, y que beberán todos aquellos que le sigan, corriendo su misma suerte. Pero tal vez lo más importante sea la lección que el Maestro imparte más adelante al conjunto de los Apóstoles: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.
Queridos amigos, en este día del Domund, la palabra de Dios nos habla de Jesús, de su misión y del plan de salvación que el Padre ha obrado por su medio. Cristo nos ha liberado a todos de la muerte y del pecado, y lo ha hecho haciéndose esclavo, servidor humilde, hombre de dolores. Él ha dado su vida por nosotros. Y esto mismo es lo que debe hacer cada misionero, es decir, cada bautizado consciente de su misión y de su vocación, tú y yo. Dar la vida hasta el final, mostrando la liberación de Dios a un mundo que lo necesita más que nunca. “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Que todos lo sepan, que todos acojan esta palabra salvadora, que todos conozcan la misericordia. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, las lecturas de hoy nos hablan muy directamente del tema de la riqueza. Quizás nuestra tentación pueda ser el pensar que estas lecturas no van con nosotros, porque no somos multimillonarios. Pero no podemos olvidar que vivimos en el primer mundo y que la inmensa mayoría de la población mundial tiene muchos menos recursos que nosotros. Y tampoco olvidemos que tampoco se trata de la cantidad de dinero que tengamos en el banco, sino de las disposiciones internas de nuestro corazón. Escuchemos, por tanto, al Señor que nos habla hoy.
La primera lectura es un fragmento del libro de la Sabiduría, que hace continuamente referencia a Salomón, el rey sabio que sucedió en el trono a David. Fue el rey que construyó el templo y que deslumbraba por su conocimiento y discreción. Salomón supo bien que la verdadera sabiduría procedía únicamente de Dios y se la demandó constantemente, aún por encima de riquezas y bienes materiales. Hoy escucharemos el sabio prefiere la sabiduría “a cetros y tronos, y, en su comparación”, tuvo “en nada la riqueza”.
El salmo 89 bien podría pertenecer a una liturgia penitencial celebrada en el Templo de Jerusalén, después del exilio de Babilonia. El salmista parece recordar esos años de infortunio cuando dice “Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas”. Estamos ante una oración para pedir la propia conversión: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato”, es decir, para que adquiramos la auténtica sabiduría a la que hacía referencia la primera lectura.
La segunda lectura, de la carta a los Hebreos, es tan breve como intensa. Hace referencia a la capacidad que tiene la Palabra de Dios de entrar en el interior del hombre, que el autor sagrado equipara con el “alma”, el “espíritu, coyunturas y tuétanos”, según la antropología del momento. La Palabra creadora, que llamó a la vida a Adán, es como una espada, que hiere, que transforma el corazón. Esa Palabra se hizo carne en Cristo, que ahora tiene esa virtud de penetrar en el interior del hombre, gracias al Espíritu. Ahora “todo está patente y descubierto a sus ojos”.
Hoy escucharemos el célebre pasaje del joven rico. Todos sabemos cuál fue la reacción del muchacho al escuchar: “anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. La moraleja que Jesús extrae de lo ocurrido es el aserto de que “más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”, expresión frecuente en tiempos de Jesús cuando se quería evocar la imposibilidad de que algo sucediese. En efecto, para el rico es imposible entrar en el reino, si sus riquezas le encadenan.
Queridos amigos, lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Si uno se deja llevar por la invitación de Jesús, si llega a comprender que ni todas las riquezas de este mundo valen su amistad, entonces sucede el milagro. Que se lo pregunten a san Francisco de Asís, a santa Isabel de Hungría, a san Carlos Borromeo, o tantos otros que, teniendo a riqueza a raudales supieron dejarlas atrás, o administrarlas santamente, en respuesta al amor de Dios. Las lecturas de hoy son una llamada a entrar en la lógica de la gratuidad de Dios. Su salvación no puede comprarse ni merecerse. Él la da libremente y así ha de acogerse. Y una vez acogida, despierta en nosotros el deseo de amar sin cálculos y empezamos a tener un tesoro en el Cielo. Ojalá hagamos nuestras las palabras de Pedro: Señor, “Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, hoy el Señor tiene algo que decir a todos los matrimonios y a todas las familias del mundo. En el día en el que se inaugura el tan esperado Sínodo para la Familia en el Vaticano, la Palabra de Dios cobra el protagonismo y aporta la luz necesaria para enfocar rectamente la misión pastoral que la Iglesia debe ofrecer a las familias. Dios es amor, y nadie como él sabe lo que es la familia, origen y ámbito privilegiado del amor humano.
La primera lectura, tomada del libro del Génesis, es una de esas páginas esenciales de toda la Escritura. Juan Pablo II, en sus catequesis sobre la llamada “Teología del cuerpo”, la comentó ampliamente. Destacaba esa suerte de canto de amor que Adán, recién despertado del letargo, pronuncia ante Eva, sacada de su costado: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”. La complementariedad y la llamada a la comunión entre los esposos, queda de esta manera ilustrada y definida por toda la eternidad. Hombres y mujeres se necesitan, se buscan, se entregan y se reciben en su pluralidad.
El Salmo 127 forma parte de aquellos salmos llamados “de peregrinación” que se acostumbraban a cantar cuando los judíos llegaban a Jerusalén. Su estructura es un diálogo, entre los sacerdotes del templo y los peregrinos. Se les recuerda la bendición de la que es objeto aquel que teme al Señor. La vida familiar es considerada como uno de los mayores dones recibidos del Creador: “Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa”.
La segunda lectura está tomada de la carta a los Hebreos, cuya lectura nos acompañará los próximos domingos. Hoy sabemos con certeza de que se trata de una especie de homilía dirigida a cristianos provenientes del judaísmo. El fragmento de hoy viene a ser un pequeño Credo, en el que se confiesa que Jesús es verdadero hombre como nosotros. Él ha derramado su sangre por nosotros y no se avergüenza de llamarnos “hermanos”. Pero lo hizo siendo verdadero Dios, que nos santifica con su gracia.
Podemos considerar el Evangelio de hoy como el designio de Dios sobre el matrimonio humano. Jesús, en respuesta a los fariseos, explica cómo la ley del repudio promulgada por Moisés fue una solución momentánea a la dureza de corazón de los hombres. En realidad, Dios quiere un matrimonio indisoluble, donde los cónyuges están llamados a ser una sola carne. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. La llamada a la fidelidad y al respeto a la indisolubilidad de la unión es clara. Quien se separa y crea una segunda unión, comete adulterio.
El Evangelio culmina con el trato que Jesús tuvo con los niños. “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios”. Pueden parecer dos temas inconexos pero no es así. Todos sabemos que una propiedad esencial del matrimonio es la fecundidad, expresada concretamente con los niños. Jesús ama el amor humano, el amor matrimonial, y ama a los niños. Jesús es profundamente familiar, pues la Trinidad es familia, comunión indisoluble entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La familia es huella e imagen de la Trinidad. Aspiremos a que todas nuestras familias reflejen, a pesar de las muchas sombras que les acechan, la luz del amor que viene de lo alto. Y que no se nos olvide rezar por los frutos del Sínodo. ¡Feliz domingo!