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27-09-2015 Ciclo B-XXVI Domingo del Tiempo Ordinario
Queridos amigos, la eclesiología es la rama de la teología que estudia el misterio de la Iglesia. Las lecturas de hoy cobran luz y sentido si se entienden en clave eclesiológica. Jesús está hablando de la Iglesia, de su presencia en ella, de cómo se debe comportar con los que no están entre sus miembros, y de cómo tratar a los que la perjudican desde su interior. La Iglesia vive en el corazón del cristiano, que se sabe miembro del Cuerpo místico de Cristo.
Hoy escucharemos un fragmento del libro de los Números, uno de los cinco libros del Pentateuco en el que se narran las peripecias de Israel en su travesía por el desierto. Moisés recibe de Dios un maravilloso regalo para poder sobrellevar la nada fácil tarea de conducir a su pueblo. Concedió a setenta ancianos elegidos el espíritu de profecía para aliviar la carga de Moisés y compartir las responsabilidades. Dos de ellos no estuvieron presentes en la asamblea convocada por Moisés. Sin embargo, a ellos también llegó el espíritu divino, a pesar de su ausencia.
El Salmo 18 canta las bondades de la ley. Israel es un pueblo consciente de que la ley dada por Dios es un camino de felicidad, un don espléndido: “los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos”. Sabedores de la buena voluntad de Dios sobre ellos, consideran que la arrogancia de creerse independientes del Señor es el mayor de los pecados. “Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado”.
La segunda lectura, tomada de la carta de Santiago, podría parecer una suerte de alegato contra los ricos. Las palabras del Apóstol son muy duras, pero la maldad no estriba en el simple poseer los bienes, sino en la ilicitud de los caminos empleadas para hacer crecer la riqueza personal. “El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos”. En este tipo de enunciados podemos reconocer las bases de la doctrina social de la Iglesia sobre la justa distribución de los bienes.
El Evangelio de hoy, consta de dos partes que podrían parecer autónomas, pero no lo son. La primera, en continuación con el relato de Moisés y los ancianos convertidos en profetas, narra el hecho de que algunos expulsaban demonios en nombre de Jesús, aunque no pertenecían al grupo de sus seguidores más cercanos. En la segunda parte, Jesús expone con claridad el deber de sacrificar todo aquello que nos impide entrar en el Reino de Dios: “Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga.”
Queridos amigos, Jesús no quiere la mutilación de nadie. Como decíamos al principio, todo se entiende si nos hacemos conscientes de que estos relatos bíblicos iban a ser leídos en las comunidades de cristianos y que se escribieron con el deseo de iluminar su comportamiento. Este pueblo de profetas, debe también reconocer el Espíritu divino y los dones de Dios también en aquellos que no se encuentran entre sus filas. “El que no está contra nosotros está a favor nuestro”, dice el Señor. Por otro lado, Cristo es tajante con todo aquello que lastra la vida eclesial. Es preciso cortarlo de raíz, para que el árbol bueno de la Iglesia siga dando buenos frutos. Amigos, amemos a la Iglesia. Huyamos de la independencia y del aislamiento. Sintámonos insertados en ella. Allí tenemos nuestra vida, la savia de Cristo que corre por nuestras venas. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, el Evangelio es un elemento subversivo. Altera el orden esperado de las cosas, es revolucionario, provocador a más no poder. Hoy el Señor Jesús nos invita a entrar en su movimiento de cambio. El que quiera subir, que baje. El que quiera vencer que se prepare para ser derrotado. El que quiera dominar, que sirva. El que quiera ser grande, que se haga como un niño.
La primera lectura de hoy está tomada del libro de la Sabiduría, el último libro del Antiguo Testamento en cuanto a la fecha de su redacción. Fue escrito en Egipto, donde los judíos debían vivir su fe en medio de un ambiente contrario, fuertemente imbuido por la cultura helénica. Era frecuente que un judío piadoso se sintiese despreciado por su comportamiento. La virtud denuncia el vicio. A los malos les resulta incómodo el bueno, pues reprocha su mala conducta con el brillo de su vida. Lógicamente, al escuchar esta lectura, todos pensaremos en Jesús.
El Salmo 53 ahonda en la misma temática. El justo perseguido, un tema bíblico presente en toda la Escritura, clama al Señor contra unos “insolentes” que le “persiguen a muerte”. La persecución está asegurada para el justo, pero también lo está el auxilio divino. “Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida”.
Este domingo, continúa el Apóstol Santiago denunciando con fuerza los desórdenes que se producían en la comunidad cristiana. Uno de los temas más clásicos que encontramos en la Biblia es el de los dos caminos, el del bien, y el del mal, ante los cuales hay que decidirse. Santiago habla de dos “sabidurías”, la del mundo y sus pasiones, y la de Dios, que es “pura, amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera”. La envidia y la discordia del mundo, debe ser sustituida por la paz y la fraternidad cristianas.
Como sucediese el domingo pasado, el Evangelio de hoy también tiene un contexto de Pasión. Jesús vuelve a anunciar su próxima muerte en cruz, mensaje que resultó incomprensible para los Apóstoles. Ellos, discutían por el camino quién era el más importante, cosa que no les deja en buen lugar. Jesús, como acostumbra, aprovecha la ocasión y enseña: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Así lo hizo el mismo Cristo, su puso el último de todos y no hay quien le arrebata ese lugar.
Y es que la misma Encarnación es ya un enorme descenso. Si se completa con una vida pobre, una predicación incomprendida y el desenlace fatal de la Pasión y la Cruz, se puede concluir que verdaderamente, Jesús ha ocupado el último lugar. Así es el amor. Se abaja, se humilla, para levantar al amado. Queridos amigos, el Señor hoy nos muestra su presencia en los niños. “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”. Hoy en día, los niños son valorados, gracias a Dios, pero, en tiempos de Jesús, eran los últimos en la sociedad. Este domingo, miremos a los niños como si fueran nuestros maestros. Ellos nos indican dónde está Jesús, abajo, donde habitan los humildes. De ellos es el Reino de los Cielos.¡Feliz domingo!
Queridos amigos, os mando un cordial saludo tras un fecundo tiempo de descanso. Retomamos este comentario dominical a la Palabra que el Señor nos dirige cada domingo. Una palabra llena de vida, cargada de energía divina, de profundidad, de misterio, que toca y conmueve las entrañas. Hoy Jesús se planta delante de nosotros y nos dice: “Effetá”, palabra recogida por el evangelista en el idioma del Señor, y que nosotros traducimos por “ábrete”.
La primera lectura está tomada del libro de Isaías. Entre los años 587 y 538 antes de Cristo, el pueblo de Israel sufrió uno de los episodios más traumáticos de su historia. La tropas de Babilonia, lideradas por el temido Nabucodonosor, destruyeron el templo de Jerusalén y deportaron al pueblo judío, que estuvo cincuenta años lejos de su patria. Cuando al fin pudieron volver, gracias al rey persa Ciro, concibieron su retorno como una procesión triunfal en el que los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos saltan como ciervos y los mudos cantan.
Esta misma explosión de alegría se manifiesta en el salmo 145 que recitaremos de manera responsorial. “El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos”. Más adelante, diremos que “el Señor reina eternamente”. El desastre sufrido en Babilonia y su posterior resolución, reforzó la fe de Israel. Ahora sabían bien que no había cepo que el Señor no pudiese hacer saltar por los aires, como ya lo hiciera en Egipto.
Venimos tomando la segunda lectura de la carta del Apóstol Santiago, que no es nuestro Santiago, sino “el menor”, también llamado “el pariente del Señor”, quien fuese un gran líder de la comunidad cristiana de Jerusalén. Hoy nos hablará de no hacer acepción de personas, muchos menos en las asambleas litúrgicas. Si Dios favorece y ama a todos, así los cristianos deben comportarse con todos con estima, sean ricos o pobres. Es más, deben identificarse con la predilección que Dios demuestra con los más necesitados, a través de los cuales acostumbra a hacer sus mejores obras.
En el Evangelio veremos a Jesús, atravesando una comarca compuesta por diez pequeñas ciudades, la Decápolis, tierra de paganos. Allí se encuentra con un sordomudo. Jesús mete sus dedos en sus oídos y toca su lengua, y le dice “Effetá”. “Ábrete”. “Ábrete al mundo, a la vida, a la relación con los demás, rompe tu aislamiento”. “Effetá” es una palabra liberadora, pronunciada por aquel que derrama la gracia por sus labios. Es una palabra que condensa el plan de Salvación que el Padre obra en Cristo.
Queridos amigos. Antes de curar al sordomudo, dice el Evangelio que Jesús miró al Cielo y suspiró. Más que un suspiro, posiblemente se trató de un gemido. Uno de esos gemidos inefables que el Espíritu Santo produce en el corazón del creyente. Un gemido como el que dio el Señor en la Cruz. A ese pobre sordomudo no sólo le curó el cuerpo y lo devolvió a la comunidad, sino que le comunicó el Espíritu divino, le hizo partícipe de lo que Jesús lleva dentro, le hizo entrar en la respiración de Dios, en la vida de Dios. “Ábrete”. Abramos el corazón a Jesucristo, aquel que todo lo hace bien. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, “talitha qumi”. Estas enigmáticas palabras arameas nos esperan en la misa de hoy. Son palabras pronunciadas por Jesús de Nazaret, hace unos 1985 años, probablemente en Cafarnaún. Pero, de alguna manera, son palabras eternas. Ese tipo de palabras definidas por san Pedro como “palabras de vida eterna”. Veamos porqué.
El libro de la Sabiduría, del cual está tomada la primera lectura de hoy, fue escrito entre el 50 y el 30 antes de Cristo. Por tanto, es fruto de la lenta maduración que experimentó la fe judía a lo largo de los siglos. Una de sus convicciones más arraigadas es que “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser”, expresión muy similar a la que encontramos en el Génesis. Si Dios es el Eterno y nosotros su imagen, estamos hechos para la inmortalidad. Nada más ajeno al proyecto de Dios que la muerte, que todo lo quebranta.
El Salmo 29 que rezamos hoy, fue escrito después de la dura prueba de fe que supuso para Israel el destierro de Babilonia. El pueblo se sentía como un hombre que cae en un pozo, que pide auxilio y no encuentra respuesta. Pero, finalmente, puede decir al Señor: “sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa”. “Cambiaste mi luto en danzas”.La superación del exilio y la restauración de Israel, fue vivida como una verdadera resurrección.
La segunda lectura aborda uno de los temas principales de la segunda carta de san Pablo a los Corintios, que es la colecta que debían hacer los cristianos para la comunidad de Jerusalén, zaherida por una terrible hambruna. Pablo recuerda el criterio de la igualdad: los cristianos deben compartir, los que más tienen con los que menos. Bella lección de economía. Y les recuerda quién es el Maestro, Jesucristo, que “siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza”.
El Evangelio de hoy es una auténtica delicia. Se nos narran dos milagros, imbricados el uno con el otro. A Jesús lo reclama Jairo, jefe de la sinagoga, cuya hija está en las últimas; y, de camino, la hemorroísa se cura tocando el manto del Señor. Parece que la fuerza curativa de Jesús escapa a su control, dada su potencia. Doce años tenía la hija de Jairo, doce años intentaron los médicos curar en vano a la hemorroísa. Eran casos desesperados que acudieron, con fe, a Jesús, rey y Señor de la vida.
Queridos amigos, “talitha qumi” quiere decir: “Contigo hablo, niña, levántate”. Estas palabras llenas de vida, se la devolvieron a la hija de Jairo. Pero sólo fue un signo. Lo importante vendría después, cuando el Resucitado, que ya no muere más, se convirtió en señal inequívoca de nuestra vocación a la vida eterna. El cristiano es capaz de mirar a la muerte a los ojos, como san Francisco de Asís, que se atrevió a decir: “Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!” Dichosos los que acogen con fe a Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, porque ellos también, escucharán en su momento “talitha qumi”, saldrán de su sepulcro y gozarán, para siempre, de la visión de Dios, fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión perpetua. ¡Feliz domingo!
Querido amigos, poco nos queda para iniciar las vacaciones de verano, y muchos tendrán la oportunidad de gozar de una experiencia muy deseada para los que vivimos en el interior: me refiero a ver el mar. El lago de Genesaret, también llamado mar de Galilea, apenas tiene 21 km de longitud. No es como el Océano Atlántico, ni siquiera como el Mediterráneo. Pero allí sucedió el emocionante acontecimiento que escucharemos en el Evangelio de hoy.
La primera lectura prepara el terreno. Está tomada del libro de Job, ese personaje, del que hoy sabemos de su naturaleza ficticia, pero que nos enseña uno de los grandes mensajes de la Biblia, que es cuál debe ser la actitud del ser humano ante el sufrimiento y las tormentas de la vida. La tentación siempre será de interpretar el dolor como una injusticia por parte de Dios. Pero el Señor responde: “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?”. Hoy escucharemos que Dios trata el mar como si fuera un bebé salido de sus manos. ¿Por qué nos angustiamos?
El salmo 106 narra cuatro momentos de peligro que tuvo que afrontar el pueblo de Israel a lo largo de su historia: el desierto, el exilio, la tristeza y, finalmente, la tormenta en el mar. En cada uno de ellos se repite la historia. El pueblo clama el auxilio divino, que llega sin tardar: “gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación”. La alabanza sale sola: “Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres”.
La segunda lectura se desmarca de la temática del mar, y continúa la lectura de la segunda carta de san Pablo a los Corintios. Con ella, hoy se nos invita a clavar los ojos en Cristo Crucificado. “Cristo murió por todos” nos dice el Apóstol. Que no se nos olvide nunca. La Iglesia vive de esa memoria que se transforma en caridad: “Nos apremia el amor de Cristo”. Se ha inaugurado una nueva forma de amar: “Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”.
Como ya pueden intuir, el Evangelio nos narra la tempestad calmada por Jesús en el lago de Genesaret. Recordemos que sólo Dios gobierna el mar, como si fuera su hijo pequeño. Cuando Jesús le dice a la tempestad: “¡Silencio, cállate!”, está manifestando veladamente su condición divina. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Al miedo de los discípulos sucede el asombro: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”
Queridos amigos. La palabra “miedo” no es cristiana. Jesús parece molesto por la falta de fe sus amigos. ¿Es que nos ha fallado alguna vez? Aunque la tormenta sea gigantesca, él va con nosotros, aunque a veces parece que duerme. Amigos, tampoco es cristiana la palabra “imposible”. Y si no que se lo digan a María, que con su fe inauguró una nueva era. Jesús ha convulsionado el mundo. Todos los que creemos en él, hemos dejado atrás el miedo y somos criaturas nuevas. El mar de la vida es nuestro. Él va con nosotros. Él nos espera en la otra orilla. ¡Feliz domingo!