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Queridos amigos. Demos gracias a Dios por tantas y tan bellas celebraciones que hemos vivido últimamente en la Iglesia. Pentecostés, Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, la Santísima Trinidad, el Corpus, el Sagrado Corazón y el Inmaculado Corazón de María. Este domingo volvemos a los Domingos del Tiempo Ordinario, en concreto, hoy celebramos el undécimo. Ya que estamos en tiempos complicados y apasionantes para la vida política, podríamos resumir el mensaje de las lecturas de hoy diciendo que el Señor nos propone una “moción de confianza”.
Para entender la primera lectura, tomada del libro de Ezequiel, es preciso conocer su contexto histórico. En el 597 antes de Cristo, Nabucodonosor, rey de Babilonia, conquistó Jerusalén y fueron deportados su rey y gran parte de la población, entre ellos, el profeta Ezequiel. Esta situación provocó una grave crisis espiritual en el pueblo: “¿Cómo Dios permite esto?”. En medio de la prueba, Ezequiel invita a Israel a mantener la fe. Dios tomará un rama de cedro y la plantará en una montaña. El cedro representa la dinastía real y la montaña es Jerusalén. El Señor promete obrar el milagro de la reconquista y la reconstrucción de Israel a través de un nuevo rey. ¿Confiará Israel en la promesa divina?
El salmo 91 que rezaremos, canta que “el justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano”. Hoy podemos ver en la bandera del país del Líbano un hermoso cedro verde. Este árbol de considerables dimensiones, es signo de la presencia del agua en medio de los parajes desérticos. Es signo de vida, de fecundidad, de bendición. El justo está “plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios”. Confía plenamente en el Señor y anuncia su bondad.
Durante estos domingos del Tiempo Ordinario leeremos de manera continuada la segunda carta de san Pablo a los Corintios. El pasaje que escucharemos hoy es conmovedor. Pablo nos desvela su concepción de la vida presente. Es como un destierro, porque nuestra verdadera patria es el Señor. Pablo ha perdido el miedo a la muerte, es más, parece que la desea, pues afirma que “es tal nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor”. Esta vida es como la del niño que crece en el seno de su madre. Vive en la oscuridad, a la espera de un mundo luminoso donde verá cara a cara a aquellos que más le aman. La muerte es un nuevo nacimiento para Pablo. Tal es su confianza en el Señor.
En el Evangelio, veremos cómo Jesús se adapta a nuestro pobre entendimiento mediante parábolas, y así nos habla del Reino de Dios. Lo compara con el hombre que echa la semilla en un campo y va creciendo ella sola hasta que llega la cosecha. Es como el pequeño grano de mostaza que se convierte en un gigantesco árbol donde los pájaros pueden anidar. Este es el estilo de Dios: lo pequeño, lo aparentemente débil, posee una fuerza sobrenatural ante la cual no puede hacer frente ningún poder de este mundo.
Queridos amigos: confianza, confianza, confianza. Esto es lo que nos pide el Señor. La astuta serpiente del Edén quiso convencer a Adán y a Eva de que Dios les engañaba. Es el padre de la sospecha. Pero Dios nos ha dado mil muestras de su cariño hacia nosotros, sobre todo en la Persona de su Hijo, que cargado con nuestros pecados subió a la Cruz, y ahora, Resucitado, camina a nuestro lado. A nosotros nos toca lanzar las semillas, pequeñas, débiles. Pero Dios hará crecer un enorme cedro real, donde todas las naciones de la tierra vivirán seguras. No nos dejemos engañar por las apariencias. Tenemos un gran futuro y se llama “vida eterna”. ¡Feliz domingo!
Es importante entender bien la primera lectura para poder captar el mensaje global de todas las lecturas de hoy. Tomado del libro del Éxodo, vamos a escuchar un fragmento en el que se nos describe el culto que los judíos configuraron a su salida de Egipto. Moisés va a preparar un altar y pide a algunos jóvenes que sacrifiquen animales. Hoy en día se sigue adorando así a la divinidad, como por ejemplo lo hace todavía el pueblo Nepalí, al que hoy vemos sufrir tanto por los terremotos. Moisés tomó la sangre de los animales sacrificados y roció al pueblo diciendo: “«Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros”.
En el salmo 115 que rezaremos de manera responsorial, vamos a tomar palabras de un devoto judío que alza una copa invocando a Dios, su salvador. Es el Dios que ha roto las cadenas que lo atenazaban en Egipto, el Dios que le ha hecho tanto bien y al que ahora ofrece un sacrificio de alabanza.
Altar, sacrificio, sangre derramada. Estos elementos hoy nos parecen muy extraños pero resultaban muy familiares a los judíos recién convertidos al Cristianismo, a los que se dirige la carta a los Hebreos, de la que hoy tomamos la segunda lectura. Ella nos va a dar la clave para entenderlo todo. Jesús es el sacerdote definitivo. El sacrificio es la Cruz. Su sangre derramada purifica nuestros corazones. Es la Nueva y definitiva Alianza con Dios. En la Eucaristía, se hace presente, de manera pacífica e incruenta, su sacrificio de amor para nuestro bien.
En el Evangelio, como en el Jueves Santo, volveremos a la Última Cena. Allí Jesús asoció el sencillo gesto de la entrega del pan y el vino con su sacrificio en la Cruz, “y nos mandó ofrecerlo en memoria suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica.” Así podemos entrar en comunión con Jesús y ofrecer con él nuestras vidas al Padre, “para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”.
Queridos amigos, conocerán ustedes la teoría científica más plausible sobre el origen del universo. Me refiero al Big Bang. Parece ser que todo el universo estaba concentrado en una pequeña masa llena de calor y energía que explotó hace trece mil millones de años, dando origen a las galaxias y estrellas que hoy vemos distanciarse unas de otras. Pues en la Última Cena explotó otro Big Bang, el del amor. Todo el amor del mundo se concentró en un trozo de pan ácimo y un poco de vino, y desde ese día, el amor se expande por cada rincón de la tierra, por cada corazón humano que acoge a Jesús-Eucaristía. ¡Feliz Domingo! ¡Feliz día del Corpus!
La lectura del libro de Deuteronomio que escucharemos en primer lugar es una maravillosa síntesis de todo lo que un niño judío debía aprender en su formación religiosa. Con el pueblo de Israel, Dios tuvo a bien dar un primer paso hacia la humanidad para revelarse. De entre todos lo pueblos que habitaban en el Medio Oriente, Israel fue el primero en abandonar el politeísmo, en creer en el “único Dios” y en afirmar que “no hay otro”. Él se ha dirigido a su pueblo, nos ha dado los mandamientos. Nos cuida, nos ha dado la tierra. Nos quiere felices.
El salmo 32 está dedicado a la palabra de Dios. Es la palabra que pronunció para crear el cielo y todas las demás criaturas. Es una palabra llena de misericordia, escudo y auxilio para los fieles. Y nosotros, cristianos, sabemos que “la Palabra se hizo carne”. Nuestra fe en la Trinidad es un segundo paso. El Dios único no es un solitario. Es una comunidad, una familia.
La segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, se entiende mejor si recordamos que en el ambiente en el que nació la Iglesia, era frecuente la esclavitud. En la casa de un ciudadano romano convivían sus propios hijos con los hijos de sus esclavos. Todos debían cumplir las normas de la casa, pero los hijos lo hacían por la confianza y el amor al padre. Los esclavos obedecían por temor al castigo. Pablo nos dice que ya no somos esclavos. Hemos recibido el Espíritu Santo que nos hace partícipes de la filiación de Jesús. ¿Cómo vamos a temer a un Dios al que podemos llamar “Abba”, Padre?
El pasaje evangélico que leeremos son las últimas líneas del Evangelio según san Mateo. En Galilea, Cristo Resucitado vuelve a convocar a los suyos en una montaña, como la del Sermón del Monte, el Tabor o el Monte de los Olivos. Allí se muestra como lo que es, Dios de Dios, pleno de poder. Y da el tercer paso en la revelación: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El Dios infinito da a su Iglesia una misión infinita: id a todos, hasta el fin del mundo. “Yo estoy con vosotros”.
Queridos amigos. Si ustedes visitan las catacumbas de san Calixto en Roma, verán una imagen del martirio de santa Cecilia. Antes de exhalar, postrada en el suelo, tuvo el coraje de extender tres dedos de la mano derecha y uno de la izquierda. Ella creía en un solo Dios, que es Trinidad. No es un dios raro, como un ser de tres cabezas o un loco con triple personalidad. No. Es el Dios Amor que es una misma sustancia en la pluralidad de tres personas. Hemos sido creados a su imagen y semejanza. Basta con mirar a dos personas que se quieren para vislumbrar al Dios Trinidad, al Padre, al Hijo, y el amor que les une, el Espíritu Santo. Hoy pedimos especialmente por los religiosos contemplativos, enamorados de Dios, y todos nos ponemos en manos de María, la mujer creyente, en este último día del mes de mayo. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos.
Si todavía no han salido de casa para ir a Misa, estoy a tiempo de recordarles que hoy es Pentecostés, un día no menos importante para los cristianos que la Navidad o el Domingo de Resurrección. No se pongan la típica camisa de los domingos. Busquen una mejor, digna de una fiesta en la que el Espíritu Santo va a romper el techo de la tierra, “y una lengua de fuego innumerable purifica, renueva, enciende, alegra las entrañas del mundo”.
Fue en la ciudad de Jerusalén donde el Espíritu de Jesús comenzó a derramarse en nuestros corazones. Así lo escucharemos en la primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles. En el Cenáculo irrumpió un viento recio que cambió el miedo en valentía. Aparecieron las lenguas de fuego, aquel fuego con el que Jesús quiso prender la tierra para transformarla. En Babel, los hombres dejaron de entenderse. En Pentecostés, todos hablan la lengua de Dios.
El Salmo 103 canta las maravillas que Dios hizo en la creación. Quien ha visto el atardecer en lo alto de una montaña, con las nubes a sus pies, ya no puede dudar de que Dios se ha comportado como un artista genial con su creación. Pero en Pentecostés se inaugura una nueva creación. “Todo lo hago nuevo” dice el Señor en el libro del Apocalipsis. Hoy envía su aliento y renueva la faz de la tierra. Hoy todo está por estrenar, especialmente el corazón del cristiano rejuvenecido en el Espíritu.
En la segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Gálatas, podemos encontrar una dificultad. Se nos plantea un antagonismo entre la carne y el espíritu. Que nadie piense que san Pablo presenta el cuerpo humano como algo malo. En este caso, la “carne” de la que habla el Apóstol, es la fuerza egoísta presente en el ser humano. Es el odio que lleva a Caín a matar a Abel. Por contra, el Espíritu es la Tercera Persona de la Trinidad. Ella nos trae “amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí”. ¡Caramba! ¡Qué hermoso retrato de Jesús! El Espíritu nos asemeja a él.
En los capítulos quince y dieciséis del Evangelio según san Juan, Jesús promete el Espíritu Santo hasta en cinco ocasiones. Hoy escucharemos dos de ellas, en las que se nos describe al Espíritu como el Defensor y como el “espíritu de la verdad”. El destino del discípulo no es distinto del de su maestro. Si Jesús tuvo que dar testimonio de la verdad en su juicio ante Pilato, así también los cristianos. En ese momento vendrá el Defensor que hará brillar nuestro testimonio, como está brillando estos días en Irak, Siria, Libia y Egipto, donde los nuevos mártires están gritando al mundo que vale la pena morir por Cristo.
“Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo”. Hoy todos los cristianos del mundo nos reuniremos en nuestro cenáculos parroquiales para recibir una nueva efusión del Espíritu. ¿No es emocionante saber que una fuerza interior y sobrenatural nos une a cientos de millones de personas en todo el mundo, y que juntos vamos a proclamar las maravillas de Dios? No se pierdan la fiesta. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, en esta calurosa semana, el sol ha estado presente en todo su esplendor. Sin embargo, según el dicho popular, hay cosas más luminosas que nuestra estrella. “Tres jueves hay en el año que brillan más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el jueves de la Ascensión”. Últimamente, en nuestra Iglesia Española, hemos retrasado la fiesta de la Ascensión al presente domingo, séptimo de Pascua. Pero no por ello esta hermosa fiesta brilla menos, porque hoy, nuestro Señor Jesucristo, habiendo tomado nuestra débil condición humana, la exaltó llevándola hasta la derecha de la gloria del Padre.
Esta fiesta se celebra, en algunos países aún, en jueves por respetar los cuarenta días que han transcurrido desde la Pascua. Así se evocan los cuarenta días en los que Jesús se apareció a sus discípulos, “dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo”, según escucharemos hoy en el inicio del libro de los Hechos de los Apóstoles. Entonces Jesús les dio sus últimas indicaciones, corrigiendo la falsa esperanza que cundió entre sus seguidores de que llegaría el reinado político de Israel. No. Jesús da una esperanza verdadera, mucho mejor: “el Espíritu Santo vendrá sobre vosotros y os dará fuerzas”.
El Salmo 46 que hoy proclamamos canta la alegría de ver a Dios sentado en su trono real. Hoy, día de la Ascensión del Señor, Jesús toma su puesto de Rey, y se sienta a la derecha del Padre, en su trono sagrado. El pueblo está feliz porque su rey no es un tirano. Es el Rey-Siervo que ha sido exaltado por su humildad. Como lo designa el libro del Apocalipsis, Jesús es el “Rey de reyes”, “emperador de toda la tierra”, “rey del mundo” dice el Salmo de hoy.
Como segunda lectura, tomamos el pasaje del capítulo cuarto de la carta de san Pablo a los Efesios, donde el Apóstol encarcelado recuerda a los cristianos que son un cuerpo y Cristo es la cabeza. Hoy, al elevarse sobre la tierra a la gloria del Padre, “no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”, como reza el Prefacio de la misa de hoy.
Como colofón a las lecturas, escucharemos el final del Evangelio de Marcos, donde se nos narra la última aparición del Resucitado. Duros deberes nos deja: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Pero no estamos desamparados. Desde el Cielo, Jesús ejerce su sacerdocio, es decir, su intercesión ininterrumpida por nosotros ante el Padre. Nuestros nombres están siempre en sus labios, pidiendo para nosotros todos los dones necesarios para llevar a cabo nuestra tarea. “Y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”, concluye el Evangelio.
Queridos amigos, el 12 de abril de 1961, el astronauta ruso Yuri Gagarin se convirtió en el primer ser humano que viajó al espacio. Los medios soviéticos, afines al régimen comunista, dijeron que el astronauta había comentado: «Aquí no veo a ningún Dios», aunque no se conserva la grabación. Hoy Jesús asciende al Cielo, pero no nos referimos a un lugar lejano dentro de los límites de nuestro precioso Universo. No. Está en otra dimensión, en la dimensión de Dios, que sólo la fe reconoce. Y eso, ¿está muy lejos? Pues no debe estarlo porque, como decía Papa Benedicto, “cada vez que rezamos, la tierra se une al Cielo. Nuestra oración atraviesa los Cielos y llega al mismo Dios, que la escucha y la acoge”. Esta semana, la Conferencia Episcopal Española nos pide que recemos por los cristianos perseguidos. Acordémonos de nuestros hermanos de Irak, Siria, Libia, Egipto y otros lugares donde el Espíritu Santo sostiene la fe de los nuevos mártires. Perseveremos en la oración con María, quien escuchó un día de boca del Arcángel Gabriel que el reino de su Hijo no tendrá fin. ¡Feliz domingo!