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Queridos amigos, en este domingo de grandes acontecimientos políticos en nuestro país, hagamos un esfuerzo por abstraernos de ellos, aunque sea al menos el rato de la misa, para centrarnos en lo que realmente importa. Sabemos que los gobernantes vienen y van. Sólo Dios permanece. Recordemos que hemos iniciado el jueves la segunda parte del Adviento y que la llegada de la Natividad de Jesús es inminente. Hoy esperamos con María la venida del Señor, purificando nuestras vidas y pidiendo al Espíritu una santas Navidades.
Como primera lectura, escucharemos un fragmento del libro de la Profecía de Miqueas, célebre porque es citada textualmente en el evangelio según san Mateo. Herodes pregunta a los sumos sacerdotes y escribas dónde nacerá el Mesías, y ellos contestan con la lectura de hoy. Y es que, según esta antiquísima profecía del siglo VIII a.C., el Mesías debía nacer en Belén de Efrata, o dicho de otro modo, debía pertenecer a la descendencia de David. Este Mesías, Rey y Pastor, salvará a su pueblo de los enemigos y traerá la paz definitiva.
Precisamente, la imagen del Pastor vuelve a aparecer en el salmo responsorial de hoy, que es el número 79. Este salmo tiene un carácter penitencial y muestra a Dios bajo dos imágenes que hacen patente el cuidado que tiene sobre el pueblo: el pastor, como decíamos, y el viñador. Son dos imágenes frecuentes en el Antiguo Testamento. Hoy llamamos a Dios “Pastor de Israel” y le pedimos que venga “a visitar su viña”. Nosotros, por nuestra parte, hacemos la siguiente promesa: “No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre”.
La segunda lectura está tomada de la carta a los Hebreos y nos ofrece una clave para interpretar los acontecimientos históricos que vamos a recordar en Navidades. Pondremos el Belén en nuestras casas e iglesias, adoraremos al Niño Jesús, escucharemos en la liturgia las narraciones de los Evangelios, pero, ¿qué ha sucedido realmente? ¿Qué significan todos estos acontecimientos? el autor de la carta a los Hebreos emplea el Salmo 40 y lo pone en boca de Jesús, en el instante en el que entra en el mundo por María: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; (…) Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Esto es lo que ocurre en Navidad.
En el marco de esta segunda parte del Adviento, donde recordamos los hechos que ocurrieron antes del nacimiento de Jesús, hoy escucharemos en el Evangelio parte del relato de la Visitación. Tras el feliz encuentro con Gabriel, María parte a la montaña para asistir a su pariente Isabel. Las dos mujeres se alegran juntas y los dos niños tiene su primer contacto, lo que provoca el salto de Juan. Hoy hacemos nuestras las palabras de Isabel: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” En estos días, la Iglesia se une a María, Virgen de la Esperanza, y aguarda con ella la venida del Salvador. Son días para estar cerca de nuestra Madre, y de conectar con sus sentimientos de expectación y de alabanza a Dios.
Queridos amigos, todos sabemos que las Navidades no son un tiempo fácil para algunas personas. Muchos se debaten entre la nostalgia de tiempos mejores y los excesos del consumismo que nos deja tan vacíos. Pongamos nuestra ilusión en lo único importante: viene Jesús a estar con nosotros. El nos ama. Ha franqueado la barrera entre los divino y lo humano por amor. Su ternura y su misericordia van a brillar de nuevo en estas Navidades. Por eso nos podemos desear de corazón unas felices fiestas sin caer en un formalismo barato. Sí, las Navidades puede ser realmente felices para quien busca la felicidad donde se encuentra. Que la Virgen del Adviento nos lleve con ella al portal y allí nuestro corazón se hinche de felicidad junto a la Palabra hecha carne. ¡Feliz domingo, felices fiestas y que Dios les bendiga!
Queridos amigos, hoy es el llamado domingo “Gaudete”. Esta palabra latina se traduce por “alegraos” y está tomada de una frase de san Pablo que hoy escucharemos en la segunda lectura, que dice: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”. En efecto, hoy tenemos muchos motivos para estar alegres. El pasado día 8 iniciamos el Año de la Misericordia y la Gran Misión en nuestra Diócesis de Getafe. Y además sabemos bien que el Señor está cerca y que mora en medio de nosotros.
El fragmento del libro del Profeta Sofonías, que escucharemos como primera lectura, son de una belleza deslumbrante. Este pequeño libro de la Biblia, de apenas cuatro páginas, contiene el anuncio maravilloso del Dios-Amor que se muestra como una enamorado de su pueblo. Dios se dirige a la hija de Sión, es decir, a la ciudad de Jerusalén, asentada sobre esta famosa colina. El Señor le promete su presencia, en medio de ella, y la desaparición consiguiente de todos sus temores. Este pasaje se aplica frecuentemente a la Virgen, pero vale para cualquier cristiano que espera la venida del Señor.
El Salmo responsorial de hoy no es propiamente un salmo, sino un cántico tomado del libro del Profeta Isaías. Es un canto lleno de confianza, de júbilo, aunque se dice que será pronunciado no tanto ahora mismo, sino en un futuro próximo. Su contexto histórico se sitúa en el siglo VIII a.C., cuando el Imperio Asirio amenazaba la seguridad de Judá y de Israel, y el rey Acaz quería comprar la paz pactando con pueblos vecinos. Pero el verdadero creyente no teme, sino que pone toda su confianza en Dios: “El Señor es mi Dios y salvador: confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación.”.
Como decíamos, hoy resonará en la segunda lectura el célebre “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”, que san Pablo dirigió a los Filipenses. Forma parte de un conjunto de consejos que el Apóstol nos recomienda, y que tienen mucho que ver con el tiempo del Adviento. Quien sabe que el Señor está cerca, y que su venida es segura, no tiene nada que temer y puede mirar lo que le rodea con confianza. Esta es la mesura del cristiano. Aunque pueda sonar pretencioso, las palabras de Pablo son claras: “Nada os preocupe”. Nos viene bien recordarlo en tiempo de zozobra, sabiendo que la fe en Jesús nos hace fuertes en la alegría.
El Evangelio de hoy es continuación del que escuchamos el domingo anterior. Lucas nos cuenta la predicación de Juan el Bautista. Los ritos de purificación con agua eran frecuentes en la época, y querían predisponer a la persona a entrar en contacto con la divinidad, dejando atrás lo profano. Pero Juan otorga a su bautismo una significación diferente. Él ofrece el perdón de los pecados y llama al cambio de vida, de manera real y concreta. Pero simultáneamente anuncia al Mesías, aquel que bautizará con Espíritu Santo y fuego. Caigamos en la cuenta de que la expresión “Espíritu Santo” era inexistente hasta entonces. Juan ya concibe la obra que llevará a cabo Jesús, la de la comunicación del Espíritu de Dios a la humanidad.
Queridos amigos, la alegría y la paz no son fruto de una decisión ni del esfuerzo humano. Son verdaderos dones gratuitos que vienen de lo alto. En este tiempo de Adviento, abramos nuestro corazón a dichos dones, pidámoslos para nosotros y para el mundo entero, que tanto los necesita. Nuestro Dios viene sin tardar y trae consigo nuestra salvación. Esperemos su venida con alegría, sabiendo que nuestra alegría llegará más tarde a su plenitud. Que esta sea nuestra mesura y que todos la conozcan. ¡Feliz domingo!
La primera lectura está tomada del libro del profeta Baruc. Poco sabemos de la vida de este hombre, ni siquiera su nombre, ya que utiliza un pseudónimo. Se piensa que escribe en el siglo II a.C., cuando Israel mal vivía bajo el yugo de los griegos. El fragmento que escucharemos retoma muchas expresiones del profeta Isaías, escritas unos cuatrocientos años anterior, y también en momentos difíciles. Las circunstancias habían cambiado pero la confianza en que Dios iba a cumplir sus promesas se refuerza. Él promete reunificar a su pueblo y surge una nueva esperanza.
El Salmo 125 acompañaba la peregrinación que todos los años los judíos emprendían hacia Jerusalén, la ciudad santa. Cantándolo, manifestaban su gozo por volver a la ciudad de Dios, después de las deportaciones y los momentos de aflicción. Israel estaba feliz por su reunificación: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”, no se cansaban de proclamar. Nosotros, la Iglesia, no venimos de la deportación, pero sí de la disgregación que obra en nosotros el pecado. La salvación de Dios nos unifica, nos devuelve a casa, la Jerusalén del Cielo.
En la segunda lectura de hoy, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Filipenses, podemos apreciar la hondura de las relaciones personales entre los primeros cristianos. “Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os echo de menos, en Cristo Jesús”, dice Pablo. Parece ser que se querían, y se querían de verdad. El Apóstol quiere preparar a los cristianos para el día de Cristo, para que lleguen “limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia”. La confianza está puesta en el mismo Señor. De este fragmento paulino está tomada la famosa expresión que se proclama en las ordenaciones sacerdotales: “el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús”.
Tanto el Evangelio que escucharemos hoy, como el de la semana que viene, están tomados del capítulo tercero del Evangelio según san Lucas. En él se nos describe la actividad de Juan el Bautista, uno de los protagonistas del Adviento. En el fragmento de hoy, san Lucas se esfuerza por precisar los tiempos y los lugares concretos en los que predicó Juan. Para ello, nombra a algunos personajes que luego serán protagonistas en la pasión de Jesús, como Pilatos o Herodes. A continuación cita textualmente una profecía de Isaías, escrita en tiempos del exilio de Babilonia: “Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.”.
Queridos amigos, en una de las preces que rezamos en laudes, se toma este mismo pasaje para formular una petición al Señor bien concreta: “Abaja los montes y las colinas de nuestro orgullo y levanta los valles de nuestros desánimos y de nuestras cobardías”. Pidamos al Señor que, al igual que los Israelitas volvieron a Jerusalén tras el exilio, por una especie de autopista hecha por Dios, según cuenta Isaías, así nosotros allanemos el camino para un encuentro con el Señor pleno y fructuoso. Se lo pedimos por intercesión de la Inmaculada, que celebraremos solemnemente dentro de dos días. Nadie como ella supo ponérselo fácil a Dios. Que ella nos bendiga en este Año de la Misericordia y de la Gran Misión. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, ha llegado el Adviento. Preparemos los caminos al Señor. El Adviento es tiempo de memoria, pues recordaremos el 25 de diciembre la venida en carne del Señor. Pero el Adviento es, sobre todo, tiempo de esperanza, pues aguardamos con confianza la venida definitiva de Cristo al final de los tiempos. Es llamada a la conversión, a estar vigilantes, ligeros y preparados, pues el Señor llega sin tardar.
La primera lectura vendrá tomada del libro de Jeremías. En ella escucharemos un oráculo, es decir, una serie de afirmaciones que el profeta pone en boca del mismo Dios. En esta ocasión, se promete la llegada de un rey, descendiente de David, “que hará justicia y derecho en la tierra”. Jeremías lo anuncia en tiempos de la invasión de Babilonia, cuando la ciudad de Jerusalén quedó devastada y los reyes apresados y deportados. Aún con todo en contra, se anuncia sin vacilación que la promesa hecha por Dios se cumplirá, “y en Jerusalén vivirán tranquilos”.
El Salmo 24 bien podría considerarse un salmo penitencial. Nos metemos en la piel de un hombre que se sabe pecador, y clama al Señor en su angustia: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas”. La clave de la conversión es ponerse frente a Dios y caminar hacia él, sin desviarse a izquierda o derecha. “El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores”. Con este salmo, pediremos a Dios emprender con ánimo el camino del Adviento, en el que daremos la espalda a los ídolos y nos volveremos hacia el Señor.
San Pablo anduvo por Tesalónica en torno al año 50 d. C., y dedicó dos cartas a los cristianos de aquella ciudad. Sabemos que los tesalonicenses habían aceptado la fe con alegría y en ella perseveraban. Las palabras de Pablo que escucharemos hoy, invitan a llegar hasta el final en dos sentidos. En el primero, en llegar a lo más alto en la vida cristiana, es decir, en el amor: “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos”. Y, en segundo lugar, llegar hasta el final quiere decir perseverar hasta la vuelta del Señor, cuando “vuelva acompañado de todos sus santos”.
Del Evangelio según san Lucas es el fragmento que escucharemos hoy. Es un texto muy relacionado con el que se proclamó hace dos domingos. De nuevo se anunciará que “habrá signos en el sol y la luna y las estrellas” y “ los astros se tambalearán”. El mensaje de que todo es pasajero queda claro. Todo tiene un fin. Todo el universo es contingente y tiene una consistencia pasajera. Pero los cristianos no tienen miedo. Saben que cuando llegue el final, Cristo vendrá. “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.
Queridos amigos, ante su venida, el Señor nos habla con toda claridad de las actitudes que debemos cultivar en nosotros: “Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre”. Hermosa expresión ésta última. Mantenerse en pie ante el Hijo del hombre. Quien se mantiene en pie es porque no tiene miedo, es porque no tiene de qué avergonzarse. Él esperaba la llegada del Señor con amor ferviente y le recibe con los brazos abiertos. Pronto vendrá el Señor. Ojalá encuentre en nosotros un: “te estábamos esperando”. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, hoy celebramos el último domingo del tiempo ordinario, que coincide todos los años con la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Disfrutemos de esta hermosa fiesta que nos recuerda que nuestro Señor tiene en sus manos el devenir del tiempo y de la historia. Pero sus manos no son las de la tiranía de los reyes humanos, sino las manos amorosas de Padre que nos conduce hacia su reino de comunión y felicidad.
El profeta Daniel nos narra, en la primera lectura, toda una escena de coronación que acaece en las nubes, es decir, en el mundo de lo divino. Se nos habla de un “hijo del hombre” que avanza hacia un anciano, que representa al mismo Dios. Éste le concede “poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”. Jesús de Nazaret hizo suya la expresión del “hijo del hombre” para designarse a sí mismo. También lo hará para anunciar su muerte cruenta. Sólo tras su Resurrección, sus discípulos reconocieron a Jesús como el “hijo del Hombre” del Profeta Daniel.
Con el salmo 92, que recitaremos como salmo responsorial, el pueblo de Israel aclamaba al Dios-Rey. Como si de una entronización se tratara, se exalta al Señor como Rey de toda la creación. Como hacían los reyes con sus capas, Dios también se reviste, pero de poder inmutable. Su trono es la creación entera, siempre firme y estable, y el adorno de su palacio real, es la santidad. Esto último quizás sea una fina ironía, ya que rara vez los reyes se distinguen por su santidad. Dios es diferente. Es un rey santo y eterno.
El fragmento del libro del Apocalipsis que escucharemos como segunda lectura, es realmente impresionante, y condensa todo el misterio de Cristo. Él es el Testigo Fiel, es decir, el enviado que nos comunica la verdad. El vendrá en las nubes al final del tiempo. Con este detalle se destaca su realeza, su poder. Sin embargo, es el mismo que pasó por el crisol del dolor, ya que es el mismo que fue “traspasado”. Esta alusión a una antigua profecía de Zacarías, nos recuerda la cruz y la sangre derramada. La lectura concluye con esta tremenda afirmación: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso”.
En el Evangelio se proclamará un pequeño fragmento de la Pasión del Señor según san Juan, que todos los Viernes Santo escuchamos de manera completa. Hoy se nos presenta el diálogo mantenido entre Pilato y Jesús en el momento del juicio. Nuestra atención se centra en este pasaje porque es el único en todo el Evangelio en el que Jesús se proclama a sí mismo rey. En otras ocasiones, tras algún milagro espectacular, los discípulos quisieron otorgar al Señor títulos reales pero él siempre los rechazó. Ahora se declara rey, sin tapujos. Pero lo hace maniatado, débil y expuesto a las mayores barbaridades de los romanos y de la turba enfurecida. Este es nuestro rey.
Queridos amigos, la fiesta de Cristo Rey supone introducirnos en una paradoja. Jesucristo es proclamado por la liturgia como Rey del Universo, rey eterno, indefectible, todopoderoso. Sin embargo, el evangelio nos lo presenta como un rey no del orden humano. Su reino no es de este mundo, y así lo comprobamos día a día, en la fragilidad de su cuerpo que es la Iglesia. ¿Dónde está, pues, el poder de Cristo? Sólo está en que Él es el Testigo Fiel, según la expresión del Apocalipsis. Todo el que es de la verdad, escucha su voz. Y esa verdad no es otra que su amor por nosotros mostrado en la cruz. El poder de Dios se manifiesta, principalmente, en su misericordia, decía Santo Tomás de Aquino. Entremos nosotros también esa lógica. El más poderoso es el que abraza más fuerte. ¡Feliz domingo!