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¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior “María precediendo y guiando maternalmente a todo el Pueblo de Dios, nos impulsa a la misión evangelizadora”. Hoy le preguntamos ¿Es la devoción a María un arma para luchar contra los obstáculos de la vida y el pecado? Le escuchamos:
“La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta de consuelo” (Lumen gentium, 68), Son palabras del Concilio Vaticano II que, por aludir a esta verdad, he querido desarrollar en la Encíclica Redemptoris Mater.
El punto de apoyo de esta peregrinación mediante la fe, lo constituyen todas las generaciones que han fijado y fijan su mirada en la Madre de Dios, como “Madre del Señor” y “modelo de la Iglesia”. Mi ánimo se llena de gozo y de agradecimiento al Señor al considerar que, a lo largo de los siglos, los hijos de Dios han sabido hallar en la Virgen la guía y el modelo seguro para seguir a Jesús.
A todos os quiero recordar que ser miembros vivos del Pueblo de Dios significa, en primer lugar, acoger a Cristo, darle cabida en nuestro corazón, en nuestras vidas. Significa imitar a María en su disponibilidad y en su prontitud para aceptar y poner por obra lo que conoce como voluntad de Dios. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, camina apresuradamente hacia la montaña de Judá. Se pone en marcha, llevando en su seno al Hijo de Dios, sin reparar en las dificultades que ese camino pudiera traer consigo.
La principal dificultad, el mayor obstáculo que nos impide seguir a nuestra Madre, es el pecado. El pecado nos incapacita para recibir al Señor; cuando el alma está en pecado, allí no puede estar Jesús; no hay lugar para El. La peregrinación mediante la fe exige que apartemos el obstáculo del pecado, y acojamos la venida del Hijo de Dios a nuestras almas, haciéndonos partícipes de su filiación divina.
Hemos sido llamados a la libertad de los hijos de Dios; es la libertad que Cristo nos ha conseguido mediante su cruz y su resurrección. Fijando nuestra mirada en la Madre del Señor, meditamos los inescrutables misterios de la Sabiduría divina, de los que Ella ha sido testimonio en la plenitud de los tiempos.
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “Los hijos de Dios saben hallar en la Virgen la guía y el modelo seguro para seguir a Jesús”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos para una nueva emisión de nuestros diálogos en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior “El Señor nos acompaña; Él está siempre presente en nuestra vida con su Palabra y con los Sacramentos”. Hoy le preguntamos ¿Cuál es el lugar y la misión de la Virgen María en el Plan de Dios? Le escuchamos:
“Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). El misterio divino de la misión del Hijo, es al mismo tiempo el misterio de la Mujer, elegida y predestinada por el Padre Eterno para ser Madre del Hijo de Dios. María Santísima es parte de, aquello que, en los designios eternos del amor de Dios, ha sido puesto para nuestra salvación. Con una mirada llena de agradecimiento a la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y al mismo tiempo, llena de admiración hacia aquella Mujer en la cual el género humano ha recibido tan excelsa elevación, damos gracias: ¡Hijo de Dios nacido de Mujer! ¡Jesucristo, Hijo de María siempre Virgen. Hijo del hombre!”.
La Revelación Cristiana, nos presenta de modo particular aquella Mujer, en cuyo seno se realiza el encuentro culminante y definitivo de la humanidad con Dios-, precisamente el misterio de la Encarnación del Verbo, en la plenitud de los tiempos. La Virgen de Nazaret –Madre del Verbo Encarnado– tiene vinculación singular con esta Sabiduría de Dios, que está también llena del eterno amor del Padre al hombre.
Cuando “vino la plenitud del tiempo”, cuando el Mensajero divino transmitió a la Virgen de Nazaret la voluntad del Padre Eterno, cuando María respondió “hágase”; entonces comenzó aquella particular peregrinación, que nace del corazón de la Mujer, bajo el soplo esponsal del Espíritu Santo.
“María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá... a la casa de Zacarías” (Lc 1, 39). Fue allá para saludar a su prima Isabel, que estaba esperando dar a luz a un hijo: Juan Bautista. Por su parte, Isabel, al responder al saludo de María con aquellas palabras inspiradas, alaba la fe de la Virgen de Nazaret: “Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Ibíd., 1, 45).
De este modo, la visita de María en Ain-Karim asume un significado realmente profético. En efecto, vislumbramos en ella la primera etapa de esta peregrinación mediante la fe. Más tarde en el día de Pentecostés, María no sólo participa en la peregrinación mediante la fe de toda la Iglesia, sino que Ella misma “avanza” precediendo y guiando maternalmente a todo el Pueblo de Dios, a lo largo y ancho de la tierra, y nos impulsa a la misión evangelizadora”.
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “María precediendo y guiando maternalmente a todo el Pueblo de Dios, nos impulsa a la misión evangelizadora”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos una vez más para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior “Debemos actualizar la memoria del propio bautismo, para renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana”. Hoy le preguntamos ¿Cuál es el fundamento de una auténtica evangelización? Le escuchamos:
“El futuro de la evangelización requiere una continua conversión a Cristo de todos los hijos de Dios. Será posible afrontar los grandes retos de la hora presente si todos luchamos por participar cada vez más hondamente en los misterios de Cristo, muerto y resucitado por la salvación de los hombres.
La enseñanza de San Pablo es siempre actual: hemos de manifestar nuestra conversión en obras (cf. ibíd., 26, 20). Obras propias de la nueva vida de los hijos de Dios en Cristo, en las que se ejercen las tres virtudes teologales, que son como el entramado de la existencia cristiana: la fe, la esperanza y la caridad.
El Papa os exhorta a que crezcáis en vuestro conocimiento del depósito de la Verdad revelada; y que vuestra fe se muestre siempre con obras, como claro testimonio del Evangelio que debe iluminar todos los instantes de vuestra existencia y también vuestra actitud ante las grandes opciones que plantea a diario la vida.
El mensaje del Evangelio transmite la única esperanza capaz de colmar las ansias de bien y de felicidad a todo ser humano: la esperanza de participar en la herencia de los santos. Y esa herencia es Dios mismo, al que, si somos fieles en esta vida, conoceremos cara a cara y amaremos por toda la eternidad en el cielo.
De ahí que nuestra esperanza también se extienda al presente, en el que estamos ciertos que jamás nos faltará la protección y la ayuda amorosa y paternal del Altísimo, para peregrinar gozosamente hasta nuestro destino final. Este es el mensaje de esperanza que os deja el Papa.
El amor cristiano ha sido siempre, el alma de la evangelización; la caridad apostólica ha sido la fuerza divina que ha movido a los misioneros y evangelizadores, y que ha de seguir impulsando el crecimiento de la obra de Cristo entre vosotros, a la que estáis llamados a participar con vuestro apostolado.
“Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18): son palabras de Jesús, con las que muestra el fundamento de toda la misión de la Iglesia. Ante esas palabras se disipa cualquier duda o temor. El Señor nos acompaña; Él está siempre presente en nuestra vida con su Palabra y con los Sacramentos, que aseguran su acción salvífica en medio de nosotros hasta el fin de los tiempos”.
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “El Señor nos acompaña; Él está siempre presente en nuestra vida con su Palabra y con los Sacramentos”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos una vez más para seguir con nuestros diálogos en la fe con san Juan Pablo II, -que si bien son imaginarios en su armado, son fidedignos al magisterio que nos dejó el Mensajero de la Paz- quien nos decía en el programa anterior “¡Vale la pena volver al Padre Dios para ser perdonados!”. Hoy le preguntamos ¿Cuál es nuestro deber con respecto a la fe en Cristo recibida en el Bautismo? Le escuchamos:
“San Pablo, tras narrar la historia de su conversión al Rey Agripa, agrega: “Desde ese momento, Rey Agripa, nunca fui infiel a esta visión celestial” (Hch 26, 19). La Iglesia, a pesar de las debilidades de algunos de sus hijos, siempre será fiel a Cristo y, apoyada en el poder de su Fundador y Cabeza, seguirá proclamando el Evangelio y bautizando a los hombres en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Al contemplar cómo el mandato de predicar y bautizar se ha hecho realidad en todo el mundo, la Iglesia confiesa humildemente que ha recibido la misión y la autoridad de Cristo para continuar a través de los siglos su obra redentora. La Iglesia, en lo que a ella se refiere, quiere celebrar su fe con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores.
Esa verdad sobre el ser y el destino del hombre me hace afirmar, con renovada convicción, que éste es un tiempo de esperanza, no sólo por la calidad de tantos hombres y mujeres fieles a su fe, sino principalmente por su correspondencia a la Buena Nueva de Cristo.
Por eso, hemos de sentirnos llamados a hacernos presente en la Iglesia universal y en el mundo con una renovada acción evangelizadora, que muestre la potencia del amor de Cristo a todos los hombres, y siembre la esperanza cristiana en tantos corazones sedientos del Dios vivo.
Así, mirar hacia el pasado de la evangelización, no es una muestra de sentimentalismo nostálgico, ni un llamado al inmovilismo. Por el contrario, es reconsiderar la presencia permanente de Cristo en la Iglesia y en el mundo, y profundizar en esta vital conexión con la perenne novedad del Evangelio, que fue sembrado.
Este proceso de progresiva maduración en la fe bautismal, debe madurar también en la vida de cada cristiano. Para esto debemos actualizar la memoria del propio bautismo. Ello nos dará ocasión de renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana que nace de ese sacramento.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “Debemos actualizar la memoria del propio bautismo, para renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior “¡Cultivad con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, mirando siempre también por el bien de toda la familia humana!”. Hoy le preguntamos ¿La conversión se debe ver en las obras de la vida? Le escuchamos:
“Amadísimos hermanos y hermanas: la respuesta la da la misma Sagrada Escritura en el libro de los Hechos de los apóstoles, capítulo 26, versículo 20: ‘Les prediqué que era necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando su conversión en obras’.
Con estas palabras, el mismo San Pablo, el Apóstol de las Gentes, compendia el contenido de su predicación. Él había ido por el mundo para difundir el mensaje de Jesús entre los hombres de su tiempo, repitiendo la invitación apremiante del Maestro: “Se ha cumplido ya el tiempo, y el reino de Dios está cerca: haced penitencia, y creed la Buena Nueva” (Mc 1, 15).
Toda la Iglesia, a lo largo de estos dos milenios de su peregrinación por esta tierra, no cesa de anunciar a toda la humanidad ese mensaje de penitencia y conversión a Dios. Un mensaje que es divinamente eficaz, porque en la fuerza de la Palabra y los Sacramentos opera el poder de Cristo, el Hijo de Dios encarnado.
Nuestra Madre la Iglesia, por ejemplo en cada Cuaresma, nos anima a “anhelar..., con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que... por la participación en los misterios que nos dieron nueva vida, alcancemos la gracia de ser con plenitud hijos de Dios”. La liturgia nos llama a crecer en esa nueva vida que recibimos en el momento del bautismo, participando en los misterios de la muerte y resurrección de nuestro Salvador.
La penitencia y conversión, recuerdan, con particular intensidad, que para vivir como cristianos no basta haber recibido la gracia primera del bautismo, sino que es preciso crecer continuamente en esa gracia. Además, ante la realidad del pecado, resulta necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando la conversión con obras.
Es el paso de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia, de la esclavitud del demonio a la amistad con Dios, que tuvo lugar en las aguas de nuestro bautismo, y se vuelve a realizar cada vez que se recupera la gracia mediante el sacramento de la penitencia. Queridos hermanos y hermanas: ¡Vale la pena volver al Padre Dios para ser perdonados!”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Vale la pena volver al Padre Dios para ser perdonados!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!