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Hemos meditado sobre el actuar del Padre en el Antiguo Testamento y después, a través de los pasajes evangélicos, hemos visto cómo Jesús, en sus palabras y en sus gestos, es la encarnación de la Misericordia. Él, a su vez, ha enseñado a sus discípulos: “Sed misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36).
Éste es un compromiso que interpela la conciencia y la acción de cada cristiano. De hecho, no basta con experimentar la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que quien la recibe se convierta también en signo e instrumento para los otros. La misericordia, además, no está reservada solo a los momentos particulares, sino que abraza toda nuestra existencia cotidiana.
Entonces, ¿cómo podemos ser testigos de la misericordia? No pensemos que se trata de cumplir grandes esfuerzos o gestos sobrehumanos. No, no es así. El Señor nos indica un camino mucho más sencillo, hecho de pequeños gestos pero que a sus ojos tienen un gran valor, a tal punto que nos ha dicho que seremos juzgados por los gestos.
De hecho, una de las páginas más bonitas del Evangelio de Mateo nos lleva a la enseñanza que podemos considerar de alguna manera como el “testamento de Jesús” por parte del evangelista, que experimentó directamente en sí la acción de la Misericordia.
Jesús dice que cada vez que damos de comer a quien tiene hambre y de beber a quien tiene sed, que vestimos a una persona desnuda y acogemos a un forastero, que visitamos a un enfermo o a un preso, lo hacemos a Él (cfr Mt 25,31-46). La Iglesia ha llamado estos gestos “obras de misericordia corporal” porque socorren a las personas en sus necesidades materiales.
Hay también otras siete obras de misericordia llamadas “espirituales”, que se refieren a otras exigencias humanas importantes, sobre todo hoy, porque tocan la intimidad de las personas y a menudo hacen sufrir más.
Son cosas de todos los días, ante las cuales podemos objetar: “pero yo también estoy dolido, ya Dios te ayudará, ahora no tengo tiempo”. No. Me paro, escucho, pierdo el tiempo y consuelo. Ese es un gesto de misericordia. Y esto no se hace solo a esa persona concreta, se hace a Jesús.
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.
Hola amigos: es tiempo de misericordia, y por muchos aspectos, -como nos enseña el papa Francisco en sus catequesis sobre la Misericordia Divina- la oración del Santo Rosario a la Virgen Santísima es la síntesis de la historia de la misericordia de Dios que se transforma en historia de salvación para quienes se dejan plasmar por la gracia.
Los misterios que contemplamos son gestos concretos en los que se desarrolla la actuación misericordiosa de Dios para con nosotros. Por medio de la plegaria y de la meditación de la vida de Jesucristo, volvemos a ver su rostro misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas necesidades de la vida. María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo que irradia la misericordia misma del Padre.
Ella es en verdad la Madre que muestra el camino que estamos llamados a recorrer para ser verdaderos discípulos de Jesús. En cada misterio del Rosario la sentimos cercana a nosotros y la contemplamos como la primera discípula de su Hijo, la que cumple la voluntad del Padre.
La oración del Rosario no nos aleja de las preocupaciones de la vida; por el contrario, nos pide encarnarnos en la historia de todos los días para saber reconocer en medio de nosotros los signos de la presencia de Cristo. Cada vez que contemplamos un momento, un misterio de la vida de Cristo, estamos invitados a comprender de qué modo Dios entra en nuestra vida, para luego acogerlo y seguirlo.
Descubrimos así el camino que nos lleva a seguir a Cristo en el servicio a los hermanos. Cuando acogemos y asimilamos dentro de nosotros algunos acontecimientos destacados de la vida de Jesús, participamos de su obra de evangelización para que el Reino de Dios crezca y se difunda en el mundo.
Somos discípulos, pero también somos misioneros y portadores de Cristo. Por tanto, no podemos encerrar el don de su presencia dentro de nosotros. Por el contrario, estamos llamados a hacer partícipes a todos de su amor, su ternura, su bondad y su misericordia. Es la alegría del compartir que no se detiene ante nada.
María nos permite comprender lo que significa ser discípulo de Cristo. Ella fue elegida desde siempre para ser la Madre, aprendió a ser discípula. Su primer acto fue ponerse a la escucha de Dios. Obedeció al anuncio del Ángel y abrió su corazón para acoger el misterio de la maternidad divina.
Sin embargo, no basta sólo escuchar. Esto es sin duda el primer paso, pero después lo que se ha escuchado es necesario traducirlo en acciones concretas. El discípulo, en efecto, entrega su vida al servicio del Evangelio de la Misericordia. Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.
Jesús nos recuerda a sus discípulos que para tener relaciones fraternas es necesario suspender juicios y condenas. De hecho, es el perdón el pilar que sostiene la vida de la comunidad cristiana, porque en el se manifiesta la gratuidad del amor con el cual Dios nos ha amado primero.
¡El cristiano debe perdonar! Pero ¿Por qué? Porque ha sido perdonado. Todos nosotros hemos sido perdonados. No hay ninguno de nosotros, que en su vida, no haya tenido necesidad del perdón de Dios. Y porque nosotros hemos sido perdonados, debemos perdonar.
Y lo recitamos todos los días en el Padre Nuestro: “Perdona nuestros pecados; perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas cosas, porque nosotros hemos sido perdonados de tantas ofensas, de tantos pecados.
Y así es fácil perdonar. Si Dios me ha perdonado, ¿por qué no debo perdonar a los demás? ¿Soy más grande que Dios? ¿Entendemos esto?
A su Iglesia, a nosotros, Jesús nos indica también un segundo pilar: “dad”. Perdonar es el primer pilar; dar es el segundo pilar. «Dad, y se os dará […] con la medida con que midáis se os medirá» (v. 38).
Dios da muy por encima de nuestros méritos, pero será todavía más generoso con cuantos aquí en la tierra serán generosos. Jesús no dice que cosa sucederá a quienes no dan, pero la imagen de la “medida” constituye una exhortación: con la medida del amor que damos, planteamos nosotros mismos cómo seremos juzgados, como seremos amados.
Si observamos bien, existe una lógica coherente: ¡en la medida con la cual se recibe de Dios, se da al hermano, y en la medida con la cual se da al hermano, se recibe de Dios!
Tenemos que perdonar, ser misericordiosos, vivir nuestra vida en el amor y en el dar. Este amor permite a los discípulos de Jesús no perder la identidad recibida de Él, y de reconocerse como hijos del mismo Padre. En el amor que practiquemos en la vida se refleja así aquella Misericordia que no tendrá jamás fin (Cfr. 1 Cor 13,1-12).
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.
Hola amigos: es tiempo de misericordia, y en los Santos Evangelios encontramos el fundamento de este tiempo. Es del pasaje del Evangelio de Lucas, 6, 36-38 del cual se ha tomado el lema de este Año santo extraordinario: Misericordiosos como el Padre. La expresión completa es: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (v. 36). No se trata de un slogan, sino de un compromiso de vida.
Para comprender bien esta expresión, podemos confrontarla con aquella paralela del Evangelio de Mateo, donde Jesús dice: «Por lo tanto, sed perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo» (5,48).
Nos enseña el papa Francisco en sus catequesis sobre la Misericordia, que en el discurso de la montaña, que inicia con las Bienaventuranzas, el Señor enseña que la perfección consiste en el amor, en el cumplimiento de todos los preceptos de la Ley.
En esta misma perspectiva, San Lucas precisa que la perfección es el amor misericordioso: ser perfectos significa ser misericordiosos. ¿Una persona que no es misericordiosa es perfecta? ¡No! ¿Una persona que no es misericordiosa es buena? ¡No! La bondad y la perfección radican en la misericordia.
Seguro, Dios es perfecto. Entretanto si solamente lo consideramos así, se hace imposible para los hombres alcanzar esta absoluta perfección. En cambio, tenerlo ante los ojos también como misericordioso, nos permite comprender mejor en que consiste su perfección y nos impulsa a ser como Él, llenos de amor, compasión y misericordia.
Pero me pregunto: ¿Las palabras de Jesús son reales? ¿Es de verdad posible amar como ama Dios y ser misericordiosos como Él? Si miramos la historia de la salvación, vemos que toda la revelación de Dios es un incesante e inagotable amor de los hombres: Dios es como un padre o como una madre que ama con un amor infinito y lo derrama con abundancia sobre toda criatura.
La muerte de Jesús es el culmen de la historia de amor de Dios con el hombre. Un amor tan grande que solo Dios lo puede realizar. Es evidente que, relacionado con este amor que no tiene medidas, nuestro amor siempre será imperfecto.
Pero, ¡cuando Jesús nos pide ser misericordiosos como el Padre, no piensa en la cantidad! Él pide a sus discípulos convertirse en signo, canales, testigos de su misericordia. Y la Iglesia no puede dejar de ser sacramento de la misericordia de Dios en el mundo, en todos los tiempos y hacia toda la humanidad. Todo cristiano, por lo tanto, está llamado a ser testigo de la misericordia, y esto sucede en el camino a la santidad.
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.
Hola amigos: es tiempo de misericordia, y durante este Jubileo hemos reflexionado muchas veces sobre el hecho que Jesús se expresa con una ternura única, signo de la presencia y de la bondad de Dios.
En una de sus catequesis sobre la Misericordia de Dios el papa Francisco nos propone detenernos en un pasaje conmovedor del Evangelio (Cfr. Mt 11,28-30), en el cual Jesús dice: «Venid a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. […] Aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio» (vv. 28-29).
La invitación del Señor es sorprendente: llama a seguirlo a personas sencillas y oprimidas por una vida difícil, llama a seguirlo a personas que tienen muchas necesidades y les promete que en Él encontraran descanso y alivio.
La invitación es dirigida en forma imperativa: «venid a mí», «tomad mi yugo», y «aprended de mí». Tratemos de profundizar en el significado de estas expresiones.
El primer imperativo es «Venid a mí», dirigiéndose a aquellos que están cansados y oprimidos. Se trata de cuantos no pueden contar sobre sus propios medios, ni sobre amistades importantes. Ellos sólo pueden confiar en Dios.
Conscientes de la propia, humilde y mísera condición, saben que dependen y esperan de la misericordia del Señor. De esta manera, convirtiéndose en sus discípulos reciben la promesa de encontrar consolación para toda la vida.
El segundo imperativo dice: «Tomad mi yugo». En el contexto de la Alianza, la tradición bíblica utiliza la imagen del yugo para indicar el estrecho vínculo que une el pueblo a Dios y, de consecuencia, la obediencia a su voluntad expresada en la Ley.
Recibiendo el “yugo de Jesús” todo discípulo entra así en comunión con Él y es hecho participe del misterio de su cruz y de su destino de salvación.
Sigue el tercer imperativo: «Aprended de mí». A sus discípulos Jesús presenta un camino de conocimiento y de imitación. Jesús no es un maestro que con severidad impone a otros cargas que Él no lleva.
Él se dirige a los humildes, a los pequeños, a los pobres, a los necesitados porque Él mismo se ha hecho pequeño y humilde, y experimentó sus mismos dolores.
¿Qué vamos a responder a la triple invitación de Jesús Misericordioso?: «Venid a mí», «Tomad mi yugo», «Aprended de mí».
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.