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¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior “¡Debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo para ser libres y nunca esclavos del pecado!”. Hoy le preguntamos ¿Estamos sólo llamados a ser ciudadanos del cielo? ¿Y de nuestra patria? Le escuchamos:
“El estilo de vida de los hijos de Dios ha de informar todas las dimensiones de la existencia humana; y, por tanto, también vuestra misma identidad como ciudadanos, a la vez que vuestro comportamiento a nivel individual, familiar y social.
Esto es así, porque como nos enseña el Concilio Vaticano II, “con su encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con cada hombre. Trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15)” (Gaudium et spes, 22).
A vosotros, católicos, os corresponde, restaurar, trabajando con todos los hombres, el orden de las cosas temporales y perfeccionarlo sin cesar, según el valor propio que Dios ha dado, considerados en sí mismos, a los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, etc (Ibíd., 7).
¿Está vigente hoy la piedad en la vida civil, el amor a la propia patria o patriotismo? Para un cristiano se trata de una manifestación, con hechos, del amor cristiano; es también el cumplimiento del cuarto mandamiento, pues la piedad, en el sentido que venimos diciendo incluye –como nos enseña Santo Tomás de Aquino– honrar a los padres, a los antepasados, a la patria.
El Concilio Vaticano II ha dejado, también a este respecto, una enseñanza luminosa. Dice así: “Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre también por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, los pueblos y las naciones” (Gaudium et spes, 75).
Considerad, pues, que el amor a Dios Padre, proyectado en el amor a la patria, os debe llevar a sentiros unidos y solidarios con todos los hombres. Repito: ¡con todos! Pensad también que la mejor manera de conservar la libertad que vuestros padres os legaron se arraiga, sobre todo, en acrecentar aquellas virtudes –como la tenacidad, el espíritu de iniciativa, la amplitud de miras– que contribuyen a hacer de vuestra tierra un lugar más próspero, fraterno y acogedor.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Cultivad con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, mirando siempre también por el bien de toda la familia humana!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, una vez más juntos para seguir dialogando con san Juan Pablo II, quien nos decía en nuestro encuentro anterior “¡Somos hijos de Dios! Hijos de Dios libres y veraces”. Hoy le preguntamos ¿Cómo hacemos para no caer en la esclavitud del pecado? Le escuchamos:
“La libertad que nos ha dado Cristo, nos libra, como nos enseña San Pablo, de la esclavitud de los “elementos del mundo”; es decir, de la errónea elección del hombre que le lleva a servir y hacerse esclavo de “los que por naturaleza no son dioses”: el egoísmo, la envidia, la sensualidad, la injusticia y el pecado en cualquiera de sus manifestaciones.
La libertad cristiana nos lleva a honrar a Dios Padre siguiendo el ejemplo de Cristo, el Hijo unigénito, que siendo “igual a Dios”, se hizo “semejante a los hombres; y en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). El Salvador nos redimió obedeciendo al Padre por amor, movido por el Espíritu Santo.
Y ese mismo Espíritu, que nos envió Dios, clama “Abba!”. Esta palabra “Abba” era el nombre familiar con el que un niño se dirigía a su padre en lengua hebrea; una palabra fonéticamente muy parecida a la que vosotros soléis emplear para dirijiros a Dios Padre, llamándole Papá Dios, con tanta veneración y confianza.
Para Jesús, hacer la voluntad de Dios era el alimento de su existencia (cf. Jn 4, 34). Y lo mismo debe suceder en la vida de los hijos de Dios: ¡Debemos concebir nuestra existencia como un acto de servicio, de obediencia, al designio libre, amoroso y soberano de nuestro Padre Dios! Haciendo lo que Dios quiere, también con sacrificio, nos revestimos de la libertad, del amor y de la soberanía de Dios.
Comprendéis que es ésta una tarea que nos supera; pero no estamos solos; es el mismo Espíritu quien “intercede por nosotros con gemidos inefables”. Debemos no vivir según la carne, sino según el Espíritu.
Las obras de la carne son entre otras: la lujuria, las enemistades, las peleas, las envidias, las embriagueces. Los frutos del Espíritu, en cambio, son caridad, alegría, paz, longanimidad, mansedumbre, continencia. La libertad es para hacer el bien, para crecer en amor y verdad. Sin esta dimensión espiritual de la libertad, una persona humana no es libre de veras. Se deja sometida, se deja esclavo de sus pasiones, de sus pecados. Eso no es libertad.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo para ser libres y nunca esclavos del pecado!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, una vez más juntos para seguir compartiendo nuestros diálogos con san Juan Pablo II, luego de varios encuentros compartidos sobre el matrimonio y la familia. Hoy le preguntamos ¿Cómo hijos de Dios que somos debemos vivir en la libertad y en la verdad? Le escuchamos:
“Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 18). Con estas palabras, invitaba San Pablo a los cristianos de Roma a que levantaran su mirada por encima de las difíciles circunstancias que entonces estaban atravesando, y percibieran la insondable grandeza de nuestra filiación divina, que está presente en nosotros, aunque no se haya manifestado todavía en su plenitud (cf. 1Jn 3, 2). Es un bien de tal inmensidad, que la creación entera “gime y sufre” anhelando participar en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, aquella “que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 18. 21-22).
Nuestra condición de hijos adoptivos de Dios, es obra de la acción salvífica de Cristo y tiene lugar en cada uno por la comunicación del Espíritu Santo. Por otro lado, la filiación divina afecta a nuestra persona en su totalidad, a todo lo que somos y hacemos, a todas las dimensiones de nuestra existencia; y, a la vez, repercute, de modo específico, en la realidades en que se desarrolla la vida de los hombres, es decir, todo el universo creado.
La filiación divina es, por tanto, una llamada universal a la santidad; y nos indica además que esa santidad ha de configurarse según el modelo del Hijo amado, en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt 17, 5). Dada esta perspectiva os invito ahora a vivir con profunda convicción estas dos características fundamentales para esa filiación divina: la libertad y la verdad.
Bajo esta perspectiva encontramos el estilo de vida en el que nos debemos conducir, para que todas nuestras obras sean conformes con nuestra condición de hijos de Dios. San Pablo, en efecto, enseña que la predestinación de hijos ha tenido lugar “para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1, 4); y, por tanto, “semejantes a la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29).
En pos de esos derroteros inspirados, el Sucesor de Pedro ha venido a vosotros, para alabar con vosotros la misericordia de Dios Padre que ha querido “llamarnos hijos de Dios, y que lo seamos” (1Jn 3, 1). Muy apropiado es, por tanto, que agradezcamos a Dios Padre que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad; y nuestra acción de gracias va unida a nuestra plegaria para que todo en nuestra vida, se haga conforme a esa verdad esencial: ¡Somos hijos de Dios!
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. ¡Somos hijos de Dios! Hijos de Dios libres y veraces” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, una vez más juntos para seguir compartiendo nuestros diálogos con san Juan Pablo II, el Papa de la familia. Quien nos decía la semana pasada: “¡Que la Sagrada Familia de Jesús, María y José sea modelo de cada familia, de vuestra familia!”. Hoy le preguntamos ¿Es deber de los esposos recibir y educar a los hijos en la fe? Le escuchamos:
“Así lo quise poner de relieve en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio. «Es precisamente partiendo “de la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna”, por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia “está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador”.
Como enseña el Concilio Vaticano II, recordad también que “puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de los hijos. Este deber de la educación familiar, es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra, personal y social, de los hijos. La familia es, por lo tanto, la primera escuela” (Gravissimum Educationis, 3).
Ese derecho también se extiende a la libertad de que deben gozar para elegir las escuelas en que se educan sus hijos, sin sufrir trabas por parte del Estado; al contrario, la sociedad debe otorgar facilidades para que realicen esa libre elección.
Siendo la familia la célula básica, tanto de la sociedad civil como de la eclesial, el vigor de la vida familiar reviste particular importancia para el Estado y para la Iglesia. Las dos dimensiones, están unidas íntimamente y explican por sí mismas los cuidados que la Iglesia y el Estado deben prodigar al bienestar familiar.
A los agentes de pastoral familiar –sacerdotes, religiosos, catequistas, etc.– les aliento encarecidamente a que sean conscientes de la importancia de su tarea; que no se dejen llevar por modas pasajeras contrarias al designio divino sobre el matrimonio; que realicen una profunda labor apostólica para lograr una seria y responsable preparación y celebración de ese “sacramento grande”, signo del amor y de la unión de Cristo con su Iglesia.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Es deber de los esposos recibir y educar a los hijos en la fe!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, volvemos a encontrarnos con nuestros diálogos con san Juan Pablo II, el Papa de la familia. ¡Qué maravilloso lo que nos decía la semana pasada……: “¡Quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día!”. Hoy le preguntamos ¿Se puede hoy proponer a la Sagrada Familia de Jesús, María y José, modelo de cada familia? Le escuchamos:
“Claro que sí, mis hermanos todos, yo mismo os propongo el modelo de la Sagrada Familia. El Hogar de Nazaret nos muestra cómo las obligaciones familiares, por pequeñas y corrientes que parezcan, son lugar de encuentro con Dios. No descuidéis esas relaciones y esos quehaceres: si una persona mostrara gran interés por los problemas del trabajo, de la sociedad, de la política, y descuidara los de la familia, podría decirse de ella que ha trastocado su escala de valores.
El tiempo mejor empleado es el que se dedica a la esposa, al esposo, a los hijos. La tarea más importante que tenéis entre manos es empeñaros para que fructifique, más y mejor cada día, el amor dentro del hogar.
Feliz el cónyuge que acepta con temor de Dios el gran don del amor de su otro cónyuge, y lo corresponde. Feliz la pareja cuya unión matrimonial está presidida por una profunda responsabilidad por el don de la vida, que tiene su inicio en esta unión. Es éste verdaderamente un gran misterio y una gran responsabilidad: dar la vida a nuevos seres, hechos “a imagen y semejanza de Dios”.
Resulta necesario, por consiguiente, que el temor salvífico de Dios, induzca a que el auténtico amor de los esposos dure “todos los día de su vida”. Es necesario también que fructifique mediante una procreación responsable, según el querer de Dios.
El amor responsable, propio del matrimonio, revela también que la donación conyugal, por ser plena, compromete a toda la persona: cuerpo y alma. Por eso, la relación matrimonial no sería auténtica, sino una convergencia de egoísmos, cuando se descuida el aspecto espiritual y religioso del hombre. En ella, por tanto, no podéis olvidaros de Dios ni oponeros a su voluntad, cerrando artificialmente las fuentes de la vida.
¡Esposos y padres! ¡Amaos con amor recíproco, generoso y fecundo en los hijos que Dios quiera daros! ¡Acudid a la intercesión de María Santísima y a la de su esposo San José para que la gracia del sacramento del matrimonio permanezca en vosotros, y fructifique con el amor que está en Dios y que a Dios conduce! Así sea.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Que la Sagrada Familia de Jesús, María y José sea modelo de cada familia, de vuestra familia!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!