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¡Hola familia querida!, un nuevo encuentro para seguir dialogando con san Juan Pablo II, el Papa de la familia. Anteriormente nos explicó cómo debe ser el amor conyugal, base y fundamento de la familia. Hoy le preguntamos ¿Es posible, en la relación de los esposos, amar para siempre? Le escuchamos:
“El amor matrimonial es ciertamente un gran don en el que dos seres humanos, hombre y mujer, se entregan recíprocamente para vivir el uno para el otro: para si mismos y para la familia. Consiguientemente, ese don es de agradecer al Señor, siendo consciente de él y conservándolo en el corazón.
Al mismo tiempo, el amor –precisamente porque supone la total entrega de una persona a otra– es simultáneamente un gran deber y un gran compromiso. Y el amor conyugal lo es de modo particular. Así, la unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener, sino de acrecentar constantemente el amor y la mutua donación.
Se equivocan quienes piensan que al matrimonio le es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber de acrecentar continuamente ese amor conyugal y familiar.
Hay quienes se atreven a negar, e incluso a ridiculizar, la idea de un compromiso fiel para toda la vida. Esas personas desgraciadamente no saben lo que es amar: quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día. El amor verdadero –a semejanza de Cristo– supone plena donación, no egoísmo; busca siempre el bien del amado, no la propia satisfacción egoísta.
No admitir que el amor conyugal puede y exige durar hasta la muerte, supone negar la capacidad de autodonación plena y definitiva; equivale a negar lo más profundamente humano: la libertad y la espiritualidad. Pero desconocer esas realidades humanas significa contribuir a socavar los fundamentos de la sociedad: Porque, en esa hipótesis, ¿se podría continuar exigiendo al hombre la lealtad a la patria, a los compromisos laborales, al cumplimiento de leyes y contratos? Nada tiene de extraño que la difusión del divorcio en una sociedad vaya acompañado de una disminución de la moralidad pública en todos los sectores.
Queridos hermanos, el amor, que es a la vez un gran don y un gran empeño, os dará la fuerza para ser fieles y leales hasta el fin. Porque en las mismas relaciones humanas y, más concretamente en las familiares, se encuentran unidos ese amor recíproco y esa mutua responsabilidad.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos volvemos a encontrar para dialogar con san Juan Pablo II. Cuando el papa Francisco le canonizó dijo en la homilía: “Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia”. ¡Qué gran verdad! ¡El Papa de la familia! Y a él hoy le preguntamos ¿Cómo debe ser el amor conyugal, base y fundamento de la familia? Le escuchamos:
“El amor procede de Dios” De esta gran verdad de fe, que animará la vida familiar, han de ser especialmente conscientes el hombre y la mujer cuando, acercándose al altar, pronuncian su “Sí quiero”. Este amor sacramental es el contenido de la alianza matrimonial, mediante la cual se significa y se realiza el sacramento del matrimonio, sacramento grande referido a Cristo y a la Iglesia.
Al mismo tiempo, esa alianza sacramental suscribe el programa y los deberes que los esposos asumen para toda la vida. ¿Cómo es y cómo debe ser, el amor que los une en la presencia de Dios? El verdadero amor no existe si no es fiel. Y no puede existir, si no es honesto. Tampoco se da, si no hay de por medio un compromiso pleno que dure hasta la muerte. Sólo un matrimonio indisoluble será apoyo firme y duradero para la comunidad familiar, que se basa precisamente en el matrimonio.
El amor, que procede de Dios Padre es “escudo poderoso y apoyo seguro” (Si 34, 16); porque “el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y se enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, a fin de conducir eficazmente a los esposos hacia Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad” (Gaudium et spes, 48).
Gracias a ese apoyo seguro encontramos múltiples aspectos positivos en la situación de las familias, sin embargo, no faltan signos de preocupante degradación. “En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de la idea de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación en orden al propio bienestar egoísta” (Familiaris consortio, 6).
¡Qué gran misión la de la familia! No lo olvidéis nunca: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!” (Familiaris Consortio, 86). Quiero pediros, en nombre de Dios, un empeño particular: que toméis con sumo interés la realidad del matrimonio y de la familia; porque “el matrimonio no es efecto de la casualidad; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor” (Humanae vitae, 8).
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos volvemos a encontrar con el querido e inolvidable san Juan Pablo II. Él fue un santo que se labró en el dolor y este dolor tuvo para él una eficacia redentora. Hoy le preguntamos: ¿Qué sentido tiene el dolor en nuestra vida?, le escuchamos:
"Quiero deciros que Cristo, siempre cercano a los que sufren, os llama junto a Sí. Aún más: deciros que estáis llamados a ser “otros Cristo” y a participar en su misión redentora. Y, ¿qué es la santidad sino imitar a Cristo, identificase con Él?
Quienes se enfrentan al sufrimiento con una visión meramente humana, no pueden entender su sentido y fácilmente pueden caer en el desaliento; a lo que más llegan a aceptarlo con triste resignación ante lo inevitable.
Los cristianos, en cambio, aleccionados por la fe, sabemos que el sufrimiento puede convertirse –si lo ofrecemos a Dios– en un instrumento de salvación, y en camino de santidad, que nos ayuda a alcanzar el cielo. Para un cristiano, el dolor no es motivo de tristeza, sino de gozo: el gozo de saber que en la cruz de Cristo todo sufrimiento tiene un valor redentor.
También hoy el Señor nos invita diciendo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Volved pues a El vuestros ojos, con la segura esperanza de que os aliviará y encontraréis consuelo.
No dudéis en hablarle de vuestro sufrimiento, tal vez también de vuestra soledad; presentadle todo ese conjunto de pequeñas y grandes cruces de cada día, y así no os pesarán, pues será Jesús mismo quien las llevará por vosotros: “Nuestros sufrimientos Él los ha llevado, nuestros dolores Él los cargó sobre Sí” (Is 53, 4).
Sabemos bien que el dolor y el sufrimiento están inseparablemente unidos a la condición humana desde el pecado de nuestros primeros padres (cf. Gn 3, 7-19). Sin embargo, ese dolor y ese sufrimiento tienen un valor redentor, habiendo sido asumidos por Cristo, que “en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8).
La redención que nos ganó Cristo de una vez para siempre, se sigue aplicando a los hombres, a través de los tiempos, por medio de la Iglesia, que se apoya de modo especial en el dolor y en el sufrimiento de los cristianos, que son ¡otros Cristos!
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. ¿Nos animamos a aceptar la presencia del dolor en sentido redentor en nuestra vida? Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos volvemos a encontrar con san Juan Pablo II y nuestros: “Diálogos de fe”, conversando imaginaria y amigablemente con él, pero con exquisita fidelidad a sus escritos. Siempre nos dejó la imagen de ser un hombre de oración, En él el deseo de perfección se manifestaba tan fuertemente que lograba tener siempre despierto el espíritu a través de la oración incesante.
Su portavoz durante 22 de los 26 años que duró su pontificado, el español Joaquín Navarro Valls, ha destacado que siempre "estaba en contacto directo con Dios. Desde los primeros tiempos, y desde las primeras veces que lo vi sencillamente rezar; en esos momentos tuve rápidamente la certeza de que este hombre era un santo”. Hoy nosotros le preguntamos: ¿Cómo podemos ser nosotros hombres de oración?, le escuchamos:
"Es hora de redescubrir, queridos hermanos y hermanas, el valor de la oración, su fuerza misteriosa, su capacidad de volvernos a conducir a Dios y de introducirnos en la verdad radical del ser humano. Cuando un hombre ora, se coloca ante Dios, ante un Tú, un Tú divino, y comprende al mismo tiempo la íntima verdad de su propio yo: Tú divino, yo humano, ser persona, creado a imagen de Dios.
La oración puede definirse de muchas maneras. Pero lo más frecuente es llamarla un coloquio, una conversación, un entretenerse con Dios. Todo se renueva en la oración, tanto los individuos como las comunidades. Surgen nuevos objetivos e ideales, especialmente el redescubrimiento del llamado a la santidad.
La oración debe caracterizarse también por la adoración y la escucha atenta de la Palabra de Dios, pidiendo perdón a Dios e implorando la remisión de los pecados. La oración debe ir antes que todo: quien no lo entienda así, quien no lo practique, no puede excusarse de la falta de tiempo: lo que le falta es amor.
Cuando recéis debéis ser conscientes de que la oración no significa sólo pedir algo a Dios o buscar una ayuda particular, aunque ciertamente la oración de petición sea un modo auténtico de oración.
Dios nos oye y nos responde siempre, pero desde la perspectiva de un amor más grande y de un conocimiento más profundo que el nuestro.
La oración es el reconocimiento de nuestros límites y de nuestra dependencia: venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. La oración, acompañada por el compromiso de hacer la voluntad de Dios, devuelve el auténtico gusto por la vida.
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. ¿Nos animamos a ser como él, hombres de oración, de una auténtica y profunda comunión con Dios? Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nuevamente nos encontramos con san Juan Pablo II y nuestros: “Diálogos de fe”, conversando imaginariamente con él, pero con respuestas literales de sus escritos. En sus viajes por el mundo fue reconocido como un Mensajero de la Paz, ¿Nos puedes dar, querido Papa santo, las claves para una verdadera paz?, le escuchamos:
"La paz exige cuatro condiciones esenciales: Verdad, justicia, amor y libertad. La verdad, será fundamento de la paz cuando cada individuo tome conciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros. La justicia, edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás.
El amor será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los demás como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. La libertad, alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones.
El clima de paz verdadera entre las naciones no consiste en la simple ausencia de enfrentamientos bélicos, sino en una voluntad consciente y efectiva de buscar el bien de todos los pueblos, de manera que cada Estado, al definir su política exterior piense en una contribución específica al bien común internacional.
La paz y la violencia germinan en el corazón del hombre, sobre el cual sólo Dios tiene poder. La violencia jamás resuelve los conflictos, ni siquiera disminuye sus consecuencias dramáticas.
La verdadera reconciliación entre hombres enfrentados y enemistados solo es posible, si se dejan reconciliar al mismo tiempo con Dios. No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón. La auténtica religión no apoya el terrorismo y la violencia, sino que busca promover de toda forma posible la unidad y la paz de la familia humana.
La paz es uno de los bienes más preciosos para las personas, para los pueblos y para los Estados. En este tiempo amenazado por la violencia, por el odio y por la guerra, testimoniad que Él y sólo Él puede dar la verdadera paz al corazón del hombre, a las familias y a los pueblos de la tierra. Esforzaos por buscar y promover la paz, la justicia y la fraternidad. Y no olvidéis la palabra del Evangelio: Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios". (Mt 5,9).”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. Asumimos el desafío de trabajar por la paz, para ser llamados un día ¡hijos de Dios! Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!