Últimas Noticias
-
Jornada Mundial del Migrante: "Aportan el aire fresco de su fe en medio de una sociedad envejecida"
-
Traen miedos, dudas y muy poco equipaje: Inmigrantes, la diócesis los acoge como a hijos
-
La acogida especial que transforma la vida de cada migrante, hoy en el Informativo diocesano en COPE
-
TEXTO COMPLETO: Homilía del obispo de Getafe en la Misa con motivo del inicio del curso pastoral en la diócesis
-
“La evangelización no es una carga: Necesitamos evangelizadores sin miedo y sin doblez”, asegura el obispo de Getafe en el inicio de curso pastoral
-
Carta Pastoral del obispo de Getafe para el curso 2025-2026: 'Creemos, Anunciamos, Servimos'
Queridos amigos, el año litúrgico va llegando a su fin. Hoy celebramos el domingo trigésimo tercero del tiempo ordinario, es decir, el penúltimo. El tema de las lecturas que se nos proponen en estos últimos domingos suele estar acorde con esta circunstancia y tratar la cuestión de los últimos días, eso que llamamos de manera un tanto cinematográfica, “el fin del mundo”. No se asusten. El fin del mundo está en manos de Dios, que sólo quiere nuestra salvación y nuestra felicidad. Así lo contemplaremos esta mañana.
El libro del profeta Daniel, que escucharemos en la primera lectura, fue escrito en el siglo II antes de Cristo. Israel estaba dominado por el rey heleno Antíoco Epífanes, quien persiguiera violentamente la práctica religiosa judía. Quienes permanecían fieles a Yahvé se exponían a la tortura y a la muerte. El fragmento que escuchamos esta mañana quiere reconfortar a estos últimos, describiendo la llegada del Arcángel Miguel, que velará sobre el pueblo en tiempos terribles. Pero, al final de combate, la victoria de los sabios está asegurada y “brillarán como el fulgor del firmamento “. Ya se atisba la enseñanza de Cristo sobre la resurrección.
En el Salmo 15 la temática de la resurrección de los justos se mantiene. “No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción”, rezaremos. Si bien es cierto que este salmo fue escrito siglos antes que el libro de Daniel, y que por entonces la creencia de la resurrección no estaba tan clara, a la luz de la revelación definitiva en Jesucristo, podemos ver en el salmo todo un canto agradecido al Dios que vence la muerte. Parece como una descripción de nuestra futura actividad en el más allá: “Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha“.
De nuevo nos encontramos en la segunda lectura con la carta a los Hebreos. Recordemos que uno de sus objetivos principales es el de dejar a las claras que, con Jesucristo, la Humanidad ha entrado en un nivel nuevo y definitivo en la relación con Dios. Ahora ya sólo hay un sacerdote-Mesías, Jesús, y el culto anterior queda sencillamente abolido. Los antiguos sacerdotes debían repetir una y otra vez los sacrificios de animales. Cristo se ha ofrecido al Padre una sola vez en la cruz. Los sacrificios antiguos eran incapaces de borrar los pecados. Cristo, “Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados”.
El Evangelio que resonará esta mañana en nuestras asambleas litúrgicas puede parecer estremecedor. No es habitual encontrar estas expresiones en el Evangelio de Marcos, de boca del mismo Jesús: “En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearan”. Estas expresiones no son ajenas a una creencia muy común en tiempos de Jesús, que ha quedado expresado en un género literario llamado “apocalíptico”. Todos se preguntaban qué pasaría al final del mundo y de la historia, y si el mal prevalecería sobre el bien. Pero la palabra “apocalipsis” significa literalmente “revelación” o “desvelamiento”.
Queridos amigos, ante este anuncio de destrucción y dolor en el mundo, no hay lugar para el miedo. El mensaje de las lecturas de hoy es que, al final, la victoria será de Jesús, que se revelará y desvelará definitivamente. “Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte”. Entonces el bien triunfará sobre el mal y los justos verán la salvación de Dios. En nosotros está confiar en paz en las palabras de Jesús, mucho más seguras y estables que todo lo que podemos encontrar en este mundo. “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. Y son palabras de amor. De amor total que nos espera. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, en este domingo vamos a recibir grandes enseñanzas de dos viudas que aparecen en la Escritura. A través de ellas y de su comportamiento, Dios nos hace una llamada muy profunda y llena de amor hacia nosotros. Es como si se dirigiese a cada uno y nos dijera: “¿me podrías entregar tu vida?” Y nosotros tal vez, contestaríamos: “pero, Señor, ¿que parte de mi vida quieres que te entregue?” Y él nos diría: “La quiero por entero”.
La primera lectura narra el encuentro entre el gran profeta Elías y una viuda, en Sarepta, cerca de Sidón, allá por el siglo IX antes de Cristo. Elías se destacó en la lucha contra la idolatría que el rey Acab había consentido, y en la escena que escucharemos, se hará patente que Dios es el único rey del mundo y de la naturaleza, no así los falsos ídolos llamados Baales. Elías le pide a esta viuda pobre y desconocida un poco de pan. Ella está desesperada pues no aguarda mucho de la vida, ni para ella ni para su hijo. Elías, en nombre del Señor, se lo pide todo, y Dios no falla y multiplica la harina y el aceite.
El salmo 145 fue probablemente compuesto para celebrar la dedicación del Templo, una vez reconstruido tras los duros años de la deportación a Babilonia. El pueblo de Israel ha sufrido en sus carnes todo tipo de calamidades, pero ahora puede decir con alegría, que Dios, “mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos”. Él cuida de las personas más débiles, y aquí volvemos a encontrar a las viudas: “Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados”.
Seguimos con la lectura continuada de la carta a los Hebreos. Recordemos que va dirigida a cristianos venidos del Judaísmo, un tanto nostálgicos del espectacular culto que se celebraba en el templo de Jerusalén. Lo que nos viene a decir el autor, es que ese culto ha quedado obsoleto. Ahora, Cristo es el auténtico lugar de encuentro con Dios. Su muerte es el verdadero sacrificio que borra los pecados de una sola vez. Él, nuestro Sumo Sacerdote, volverá definitivamente al final de los tiempos y nos llevará a la felicidad eterna.
El Evangelio de hoy comienza con duras palabras hacia los escribas por parte de Jesús. Los desencuentros con ellos son numerosos. Forman uno de los grupos que demostró más violencia contra Jesús. Según podemos deducir de las palabras del Señor, solían aconsejar a las viudas, pero no gratuitamente, aprovechándose del desvalimiento ajeno. La actitud de Jesús es bien distinta. Esta mañana lo contemplamos sentado enfrente del arca de las ofrendas. El Señor no quita ojo a todos aquellos que depositaban su aportación. Una mujer, una pobre viuda, llama su atención: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Queridos amigos, la viuda de Sarepta que atendió a Elías y la viuda del Templo que sacó de Jesús palabras de admiración, tienen algo en común. Las dos, llenas de confianza en Dios, lo dan todo, sin reservarse nada. Esa es la actitud que nos pide hoy el Señor. Y tiene derecho a pedírnosla porque Él, previamente y sin mérito alguno de nuestra parte, nos lo ha dado todo. La racanaría y la falta de generosidad no tienen lugar ante la cruz de Jesús, nuestro sumo sacerdote. Él derramó toda su sangre por nosotros y nos amó hasta el extremo. ¡Cómo reservarse algo ante él! Entreguémosle todo, entreguémonos del todo. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, que nadie se confunda, hoy ya no es el desconcertante Halloween, sino la luminosa Solemnidad de Todos los Santos. Hoy la Iglesia recuerda y celebra a todos los santos, conocidos y desconocidos. La primera vez que se celebró fue en el verano del año 610, cuando el célebre templo del Panteón de Roma se convirtió en Iglesia. El que antes estaba dedicado a todas las divinidades, ahora pasaría a estarlo a todos los santos cristianos, esa muchedumbre inmensa formada por los mejores hijos de la Iglesia.
El libro del Apocalipsis, que escucharemos en la primera lectura, nos narra la visión del Apóstol Juan que describe una escena formidable y llena de ricos simbolismos. Hay dos muchedumbres de personas. Una son los “servidores de Dios”, los bautizados, que tienen que padecer la terrible persecución de Diocleciano, a finales del siglo I. La otra representa a personas venidas de las cuatro esquinas del mundo, con sus vestiduras blancas y sus palmas. El mensaje de Juan se resume en que el sufrimiento de los cristianos perseguidos dará como fruto una inmensa muchedumbre de santos.
El salmo 23, que cantaremos de manera responsorial, evoca la entrada en el Templo de Jerusalén de un grupo numeroso de peregrinos que cantan a Yahvé alternándose en dos coros. Uno pregunta: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?” El otro contesta: “El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos”. Y añade: “Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob”. ¿Cómo no reconocer en esta escena al cortejo de los Santos entrando en la Gloria de Dios?
En la segunda lectura nos volvemos a encontrar con un texto de san Juan, esta vez de su primera carta. En él vamos a descubrir la importancia de la mirada para su autor. En efecto, nuestro fragmento comienza diciendo: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. Esta mirada contemplativa, que reconoce el amor de Dios por nosotros, nos transforma. Tanto es así, que es anticipo de la gloria, pues allí, “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. En el Cielo, ser como Dios y ver a Dios, es una misma cosa.
El Evangelio de hoy es el de las Bienaventuranzas. No encuentro mejor comentario que el que encontramos en el punto 1716 del Catecismo dice que “las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús” y el punto 1717 dice: “Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”.
Queridos amigos, en la Solemnidad de Todos los Santos, celebramos, sobre todo, al único Santo, Dios, nuestro Señor, y a su Hijo, Jesucristo. Él es la fuente de la santidad y nos la brinda copiosamente a través de los Sacramentos. Hoy celebramos la comunión de los santos, es decir, esa corriente de santidad que sale de Jesucristo y llega a los corazones de aquellos que lo mantienen abierto a su acción santificadora. Celebramos que estamos unidos a Cristo, nuestra Cabeza, y que nosotros recibimos de él la santidad, la vida bienaventurada y dichosa. Amigos, ser santo es ser como Jesús, es recibir de Jesús su amor y dejarse conducir por él. Ser santo no es algo extraño, es lo más natural pues hemos sido creados para serlo. Miremos hoy al Santo de los Santos, y unámonos al grupo de sus amigos. Nos esperan con los brazos abiertos. ¡Feliz domingo!
Hoy escucharemos una muy bella del profeta Jeremías, cargada de esperanza. Cuando los profetas querían corregir al pueblo lo hacían con dureza, pero cuando se trataba de alentarlo en las dificultades, sacaban lo mejor de sí mismos. Jeremías entrevé un futuro mejor para el pueblo de Israel, en plena deportación en Babilonia, y grita: “El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel”. Dios va a reunir a su pueblo disperso, y “entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna”. Y se muestra así como un Padre que reúne a sus hijos. Jeremías anunciaba el retorno de Israel en un futuro próximo. Con el salmo 125, vemos ya cumplida la reunificación. La alegría es desbordante: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”. Este acontecimiento fue toda una resurrección para Israel. Con el exilio, todo parecía que se derrumbaba definitivamente, pero ahora surge una nueva primavera, el tiempo de la cosecha: “Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”.
La carta a los Hebreos desarrolla un argumento central. El culto del Antiguo Testamento ha desembocado en el ofrecimiento de Cristo en la Cruz. Hacerse cristiano no es renegar de la fe judía sino aceptar la plenitud que el mismo Dios le ha dado enviando a su Hijo. En el pasaje que escucharemos hoy, se destaca que ningún sacerdote lo es por propia iniciativa. “Dios es quien llama”. Así sucede también con Cristo, al que el Padre llamó para ser sumo sacerdote, no ya del orden de Leví, como los sacerdotes de Israel, sino del orden de Melquisedec, es decir, que imitan su gesto de ofrecer pan y vino.
El Evangelio de hoy se desarrolla camino de Jerusalén, ya en la ciudad próxima de Jericó. Allí Jesús se encuentra con el ciego Bartimeo, cuya súplica, “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”, ha quedado con una de las oraciones más queridas y repetidas en el pueblo cristiano. Los cristianos orientales, a la repetición incesante de esta sencilla frase, la llaman la “oración del corazón”. Bartimeo pide a Jesús recobrar la vista y éste no tarda en conceder el favor. Es todo un símbolo de la fe. No en vano, los primeros cristianos hablaban del bautismo como de una “iluminación”. Es pasar de las tinieblas a la luz, de la oscuridad a contemplar a Jesús cara a cara.
Queridos amigos, ¿cuáles son nuestros deseos más profundos? Cada mujer y cada hombre posee en su interior el dinamismo del deseo, es decir, una serie de fuerzas e impulsos que nos arrastran por la vida en busca de determinados bienes. Pero, tristemente, tantos de esos bienes nos dejan defraudados y el deseo mengua y se apaga. Santa Teresa de Jesús quiso ser recordada como una mujer de grandes deseos. Deseos como el de Bartimeo, que grita y suplica a Jesús. Quien desea a Jesús para estar con él, para seguirlo, no queda defraudado. Pues Jesús atiende a nuestro deseo y lo cumple, incluso lo fortalece y lo eterniza. Seamos hombres y mujeres de grandes deseos, de buenos deseos. Hoy gritemos con Bartimeo: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos, en el penúltimo domingo de octubre celebramos todos los años el Domund, iniciativa que vio la luz en 1926, a instancias del papa Pío XI. Esta jornada, de mucha solera, especialmente en sus actividades dedicadas a los niños, nos hace poner nuestra mente y corazón en tantos misioneros esparcidos por el mundo. Como reza el lema del Domund de este año, ellos son “Misioneros de la Misericordia”. Así desea el Papa Francisco que seamos todos los bautizados, especialmente a partir de 8 del diciembre, cuando dé inicio el Año de la Misericordia. Las lecturas de hoy nos hablan muy claramente del primer misionero, mejor dicho, del origen de toda misión, es decir, Jesucristo. La primera lectura pertenece al libro del Profeta Isaías, en sus célebres cuatro pasajes dedicados al Siervo de Yahvé, escritos en el siglo VI a.C.. Este misterioso personaje está sometido a una terrible violencia que le “tritura”. Pero su sufrimiento no será inútil. Será una expiación ante Dios en beneficio de muchos. El fruto será abundante: “Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos”.
A este Siervo misericordioso que muere por su pueblo, le daremos rendidas alabanzas con el Salmo responsorial. Este Salmo 32 está compuesto por 22 estrofas, como 22 letras tiene el alfabeto hebreo. Es una forma de decir que el plan de salvación de Dios es perfecto, “de la A a la Z”. Diremos con él que “que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales”. En esa palabra reconocemos al Verbo hecho carne, con quien Dios ha expresado la fuerza de su misericordia. “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”.
Continuamos la lectura de la carta a los Hebreos. Hoy se nos presenta a Jesús, tomando la simbología del Sumo Sacerdote de los judíos. Éste debía ser un hombre consagrado, separado de todo lo profano, que hacía de mediador entre el Dios inalcanzable y el pueblo impuro. Para los cristianos, Dios se ha hecho hombre en Cristo. El inaccesible se ha hecho cercano, uno de los nuestros. “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades”. Él ha “atravesado el cielo” para nosotros, abriéndonos un camino directo. Acerquémonos a él con confianza.
El Evangelio de hoy nos relata en diálogo entre Jesús y los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago. Éstos querían sentarse en la gloria, uno a la derecha de Jesús y otro a su izquierda. Jesús aprovecha la ocasión para hablar del cáliz que ha de beber, y que beberán todos aquellos que le sigan, corriendo su misma suerte. Pero tal vez lo más importante sea la lección que el Maestro imparte más adelante al conjunto de los Apóstoles: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.
Queridos amigos, en este día del Domund, la palabra de Dios nos habla de Jesús, de su misión y del plan de salvación que el Padre ha obrado por su medio. Cristo nos ha liberado a todos de la muerte y del pecado, y lo ha hecho haciéndose esclavo, servidor humilde, hombre de dolores. Él ha dado su vida por nosotros. Y esto mismo es lo que debe hacer cada misionero, es decir, cada bautizado consciente de su misión y de su vocación, tú y yo. Dar la vida hasta el final, mostrando la liberación de Dios a un mundo que lo necesita más que nunca. “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Que todos lo sepan, que todos acojan esta palabra salvadora, que todos conozcan la misericordia. ¡Feliz domingo!