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Queridos amigos, “talitha qumi”. Estas enigmáticas palabras arameas nos esperan en la misa de hoy. Son palabras pronunciadas por Jesús de Nazaret, hace unos 1985 años, probablemente en Cafarnaún. Pero, de alguna manera, son palabras eternas. Ese tipo de palabras definidas por san Pedro como “palabras de vida eterna”. Veamos porqué.
El libro de la Sabiduría, del cual está tomada la primera lectura de hoy, fue escrito entre el 50 y el 30 antes de Cristo. Por tanto, es fruto de la lenta maduración que experimentó la fe judía a lo largo de los siglos. Una de sus convicciones más arraigadas es que “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser”, expresión muy similar a la que encontramos en el Génesis. Si Dios es el Eterno y nosotros su imagen, estamos hechos para la inmortalidad. Nada más ajeno al proyecto de Dios que la muerte, que todo lo quebranta.
El Salmo 29 que rezamos hoy, fue escrito después de la dura prueba de fe que supuso para Israel el destierro de Babilonia. El pueblo se sentía como un hombre que cae en un pozo, que pide auxilio y no encuentra respuesta. Pero, finalmente, puede decir al Señor: “sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa”. “Cambiaste mi luto en danzas”.La superación del exilio y la restauración de Israel, fue vivida como una verdadera resurrección.
La segunda lectura aborda uno de los temas principales de la segunda carta de san Pablo a los Corintios, que es la colecta que debían hacer los cristianos para la comunidad de Jerusalén, zaherida por una terrible hambruna. Pablo recuerda el criterio de la igualdad: los cristianos deben compartir, los que más tienen con los que menos. Bella lección de economía. Y les recuerda quién es el Maestro, Jesucristo, que “siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza”.
El Evangelio de hoy es una auténtica delicia. Se nos narran dos milagros, imbricados el uno con el otro. A Jesús lo reclama Jairo, jefe de la sinagoga, cuya hija está en las últimas; y, de camino, la hemorroísa se cura tocando el manto del Señor. Parece que la fuerza curativa de Jesús escapa a su control, dada su potencia. Doce años tenía la hija de Jairo, doce años intentaron los médicos curar en vano a la hemorroísa. Eran casos desesperados que acudieron, con fe, a Jesús, rey y Señor de la vida.
Queridos amigos, “talitha qumi” quiere decir: “Contigo hablo, niña, levántate”. Estas palabras llenas de vida, se la devolvieron a la hija de Jairo. Pero sólo fue un signo. Lo importante vendría después, cuando el Resucitado, que ya no muere más, se convirtió en señal inequívoca de nuestra vocación a la vida eterna. El cristiano es capaz de mirar a la muerte a los ojos, como san Francisco de Asís, que se atrevió a decir: “Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!” Dichosos los que acogen con fe a Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, porque ellos también, escucharán en su momento “talitha qumi”, saldrán de su sepulcro y gozarán, para siempre, de la visión de Dios, fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión perpetua. ¡Feliz domingo!
Querido amigos, poco nos queda para iniciar las vacaciones de verano, y muchos tendrán la oportunidad de gozar de una experiencia muy deseada para los que vivimos en el interior: me refiero a ver el mar. El lago de Genesaret, también llamado mar de Galilea, apenas tiene 21 km de longitud. No es como el Océano Atlántico, ni siquiera como el Mediterráneo. Pero allí sucedió el emocionante acontecimiento que escucharemos en el Evangelio de hoy.
La primera lectura prepara el terreno. Está tomada del libro de Job, ese personaje, del que hoy sabemos de su naturaleza ficticia, pero que nos enseña uno de los grandes mensajes de la Biblia, que es cuál debe ser la actitud del ser humano ante el sufrimiento y las tormentas de la vida. La tentación siempre será de interpretar el dolor como una injusticia por parte de Dios. Pero el Señor responde: “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?”. Hoy escucharemos que Dios trata el mar como si fuera un bebé salido de sus manos. ¿Por qué nos angustiamos?
El salmo 106 narra cuatro momentos de peligro que tuvo que afrontar el pueblo de Israel a lo largo de su historia: el desierto, el exilio, la tristeza y, finalmente, la tormenta en el mar. En cada uno de ellos se repite la historia. El pueblo clama el auxilio divino, que llega sin tardar: “gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación”. La alabanza sale sola: “Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres”.
La segunda lectura se desmarca de la temática del mar, y continúa la lectura de la segunda carta de san Pablo a los Corintios. Con ella, hoy se nos invita a clavar los ojos en Cristo Crucificado. “Cristo murió por todos” nos dice el Apóstol. Que no se nos olvide nunca. La Iglesia vive de esa memoria que se transforma en caridad: “Nos apremia el amor de Cristo”. Se ha inaugurado una nueva forma de amar: “Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”.
Como ya pueden intuir, el Evangelio nos narra la tempestad calmada por Jesús en el lago de Genesaret. Recordemos que sólo Dios gobierna el mar, como si fuera su hijo pequeño. Cuando Jesús le dice a la tempestad: “¡Silencio, cállate!”, está manifestando veladamente su condición divina. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Al miedo de los discípulos sucede el asombro: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”
Queridos amigos. La palabra “miedo” no es cristiana. Jesús parece molesto por la falta de fe sus amigos. ¿Es que nos ha fallado alguna vez? Aunque la tormenta sea gigantesca, él va con nosotros, aunque a veces parece que duerme. Amigos, tampoco es cristiana la palabra “imposible”. Y si no que se lo digan a María, que con su fe inauguró una nueva era. Jesús ha convulsionado el mundo. Todos los que creemos en él, hemos dejado atrás el miedo y somos criaturas nuevas. El mar de la vida es nuestro. Él va con nosotros. Él nos espera en la otra orilla. ¡Feliz domingo!
Queridos amigos. Demos gracias a Dios por tantas y tan bellas celebraciones que hemos vivido últimamente en la Iglesia. Pentecostés, Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, la Santísima Trinidad, el Corpus, el Sagrado Corazón y el Inmaculado Corazón de María. Este domingo volvemos a los Domingos del Tiempo Ordinario, en concreto, hoy celebramos el undécimo. Ya que estamos en tiempos complicados y apasionantes para la vida política, podríamos resumir el mensaje de las lecturas de hoy diciendo que el Señor nos propone una “moción de confianza”.
Para entender la primera lectura, tomada del libro de Ezequiel, es preciso conocer su contexto histórico. En el 597 antes de Cristo, Nabucodonosor, rey de Babilonia, conquistó Jerusalén y fueron deportados su rey y gran parte de la población, entre ellos, el profeta Ezequiel. Esta situación provocó una grave crisis espiritual en el pueblo: “¿Cómo Dios permite esto?”. En medio de la prueba, Ezequiel invita a Israel a mantener la fe. Dios tomará un rama de cedro y la plantará en una montaña. El cedro representa la dinastía real y la montaña es Jerusalén. El Señor promete obrar el milagro de la reconquista y la reconstrucción de Israel a través de un nuevo rey. ¿Confiará Israel en la promesa divina?
El salmo 91 que rezaremos, canta que “el justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano”. Hoy podemos ver en la bandera del país del Líbano un hermoso cedro verde. Este árbol de considerables dimensiones, es signo de la presencia del agua en medio de los parajes desérticos. Es signo de vida, de fecundidad, de bendición. El justo está “plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios”. Confía plenamente en el Señor y anuncia su bondad.
Durante estos domingos del Tiempo Ordinario leeremos de manera continuada la segunda carta de san Pablo a los Corintios. El pasaje que escucharemos hoy es conmovedor. Pablo nos desvela su concepción de la vida presente. Es como un destierro, porque nuestra verdadera patria es el Señor. Pablo ha perdido el miedo a la muerte, es más, parece que la desea, pues afirma que “es tal nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor”. Esta vida es como la del niño que crece en el seno de su madre. Vive en la oscuridad, a la espera de un mundo luminoso donde verá cara a cara a aquellos que más le aman. La muerte es un nuevo nacimiento para Pablo. Tal es su confianza en el Señor.
En el Evangelio, veremos cómo Jesús se adapta a nuestro pobre entendimiento mediante parábolas, y así nos habla del Reino de Dios. Lo compara con el hombre que echa la semilla en un campo y va creciendo ella sola hasta que llega la cosecha. Es como el pequeño grano de mostaza que se convierte en un gigantesco árbol donde los pájaros pueden anidar. Este es el estilo de Dios: lo pequeño, lo aparentemente débil, posee una fuerza sobrenatural ante la cual no puede hacer frente ningún poder de este mundo.
Queridos amigos: confianza, confianza, confianza. Esto es lo que nos pide el Señor. La astuta serpiente del Edén quiso convencer a Adán y a Eva de que Dios les engañaba. Es el padre de la sospecha. Pero Dios nos ha dado mil muestras de su cariño hacia nosotros, sobre todo en la Persona de su Hijo, que cargado con nuestros pecados subió a la Cruz, y ahora, Resucitado, camina a nuestro lado. A nosotros nos toca lanzar las semillas, pequeñas, débiles. Pero Dios hará crecer un enorme cedro real, donde todas las naciones de la tierra vivirán seguras. No nos dejemos engañar por las apariencias. Tenemos un gran futuro y se llama “vida eterna”. ¡Feliz domingo!
Es importante entender bien la primera lectura para poder captar el mensaje global de todas las lecturas de hoy. Tomado del libro del Éxodo, vamos a escuchar un fragmento en el que se nos describe el culto que los judíos configuraron a su salida de Egipto. Moisés va a preparar un altar y pide a algunos jóvenes que sacrifiquen animales. Hoy en día se sigue adorando así a la divinidad, como por ejemplo lo hace todavía el pueblo Nepalí, al que hoy vemos sufrir tanto por los terremotos. Moisés tomó la sangre de los animales sacrificados y roció al pueblo diciendo: “«Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros”.
En el salmo 115 que rezaremos de manera responsorial, vamos a tomar palabras de un devoto judío que alza una copa invocando a Dios, su salvador. Es el Dios que ha roto las cadenas que lo atenazaban en Egipto, el Dios que le ha hecho tanto bien y al que ahora ofrece un sacrificio de alabanza.
Altar, sacrificio, sangre derramada. Estos elementos hoy nos parecen muy extraños pero resultaban muy familiares a los judíos recién convertidos al Cristianismo, a los que se dirige la carta a los Hebreos, de la que hoy tomamos la segunda lectura. Ella nos va a dar la clave para entenderlo todo. Jesús es el sacerdote definitivo. El sacrificio es la Cruz. Su sangre derramada purifica nuestros corazones. Es la Nueva y definitiva Alianza con Dios. En la Eucaristía, se hace presente, de manera pacífica e incruenta, su sacrificio de amor para nuestro bien.
En el Evangelio, como en el Jueves Santo, volveremos a la Última Cena. Allí Jesús asoció el sencillo gesto de la entrega del pan y el vino con su sacrificio en la Cruz, “y nos mandó ofrecerlo en memoria suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica.” Así podemos entrar en comunión con Jesús y ofrecer con él nuestras vidas al Padre, “para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”.
Queridos amigos, conocerán ustedes la teoría científica más plausible sobre el origen del universo. Me refiero al Big Bang. Parece ser que todo el universo estaba concentrado en una pequeña masa llena de calor y energía que explotó hace trece mil millones de años, dando origen a las galaxias y estrellas que hoy vemos distanciarse unas de otras. Pues en la Última Cena explotó otro Big Bang, el del amor. Todo el amor del mundo se concentró en un trozo de pan ácimo y un poco de vino, y desde ese día, el amor se expande por cada rincón de la tierra, por cada corazón humano que acoge a Jesús-Eucaristía. ¡Feliz Domingo! ¡Feliz día del Corpus!
La lectura del libro de Deuteronomio que escucharemos en primer lugar es una maravillosa síntesis de todo lo que un niño judío debía aprender en su formación religiosa. Con el pueblo de Israel, Dios tuvo a bien dar un primer paso hacia la humanidad para revelarse. De entre todos lo pueblos que habitaban en el Medio Oriente, Israel fue el primero en abandonar el politeísmo, en creer en el “único Dios” y en afirmar que “no hay otro”. Él se ha dirigido a su pueblo, nos ha dado los mandamientos. Nos cuida, nos ha dado la tierra. Nos quiere felices.
El salmo 32 está dedicado a la palabra de Dios. Es la palabra que pronunció para crear el cielo y todas las demás criaturas. Es una palabra llena de misericordia, escudo y auxilio para los fieles. Y nosotros, cristianos, sabemos que “la Palabra se hizo carne”. Nuestra fe en la Trinidad es un segundo paso. El Dios único no es un solitario. Es una comunidad, una familia.
La segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, se entiende mejor si recordamos que en el ambiente en el que nació la Iglesia, era frecuente la esclavitud. En la casa de un ciudadano romano convivían sus propios hijos con los hijos de sus esclavos. Todos debían cumplir las normas de la casa, pero los hijos lo hacían por la confianza y el amor al padre. Los esclavos obedecían por temor al castigo. Pablo nos dice que ya no somos esclavos. Hemos recibido el Espíritu Santo que nos hace partícipes de la filiación de Jesús. ¿Cómo vamos a temer a un Dios al que podemos llamar “Abba”, Padre?
El pasaje evangélico que leeremos son las últimas líneas del Evangelio según san Mateo. En Galilea, Cristo Resucitado vuelve a convocar a los suyos en una montaña, como la del Sermón del Monte, el Tabor o el Monte de los Olivos. Allí se muestra como lo que es, Dios de Dios, pleno de poder. Y da el tercer paso en la revelación: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El Dios infinito da a su Iglesia una misión infinita: id a todos, hasta el fin del mundo. “Yo estoy con vosotros”.
Queridos amigos. Si ustedes visitan las catacumbas de san Calixto en Roma, verán una imagen del martirio de santa Cecilia. Antes de exhalar, postrada en el suelo, tuvo el coraje de extender tres dedos de la mano derecha y uno de la izquierda. Ella creía en un solo Dios, que es Trinidad. No es un dios raro, como un ser de tres cabezas o un loco con triple personalidad. No. Es el Dios Amor que es una misma sustancia en la pluralidad de tres personas. Hemos sido creados a su imagen y semejanza. Basta con mirar a dos personas que se quieren para vislumbrar al Dios Trinidad, al Padre, al Hijo, y el amor que les une, el Espíritu Santo. Hoy pedimos especialmente por los religiosos contemplativos, enamorados de Dios, y todos nos ponemos en manos de María, la mujer creyente, en este último día del mes de mayo. ¡Feliz domingo!